El motivo correcto

¿Es lícito enojarse? ¿Y deprimirse? Todo lo es, o no lo es, dependiendo del motivo que habita en lo profundo de nuestro corazón. Con el motivo correcto, nuestros actos adquieren valor ante Dios. Sin el motivo correcto, por bien que suenen ante los oídos de los hombres serán como campanas de madera ante los oídos de Dios. Por más que las golpeemos con insistencia, su sonido será hueco y sordo.

Jesús se enojó algunas veces en Su vida terrenal, como lo podemos leer en las Escrituras. Y aunque alguna gente pretende ver en todo momento al Señor con el látigo en Sus Manos echando a los cambistas del templo (Juan 2, 13-22), fueron pocas las ocasiones en que Su enojo afloró ante la mirada del pueblo de aquellos tiempos. El mismo Dios hecho Hombre demostró Su ira cuando las cosas llegaron a puntos insoportables, cuando los comerciantes corrompieron con su presencia la Casa de Su Padre, el Templo.

La clave, para nosotros, es saber si nuestros arranques de ira responden a motivos valederos, o no. Observando con atención mis propios enojos he notado que la mayor parte de ellos responden, en lo profundo del corazón, a mi incapacidad de verme herido en mi propia vanidad. Si, vanidad. Cuando alguien me expone como débil, o tonto, o incapaz de controlar una situación, se dispara en mi interior un sentimiento de ira. ¿Es esto correcto? En general no lo es. Es simplemente que no me agrada el ser expuesto ante los demás de ese modo, lo que no es otra cosa más que vanidad.

Jesús - JerusalenSi yo fuera lo suficientemente fuerte en mi espiritualidad no me importaría mi imagen ante los hombres, sino sólo ante Dios, pero es obvio que esos enojos revelan que sí me importa lucir bien ante los ojos del mundo. Habrá otros enojos que son genuinos y comprensibles, pero he encontrado que el filtro de la vanidad me permite clasificar rápidamente buena parte de ellos entre aceptables, o inaceptables. Es importante, vistas con esta claridad las cosas, que logre reducir mis enojos originados en mi vanidad, para que mi alma se serene y encuentre la paz que sólo Jesús da.

Jesús se entristeció y lloró, entre otras oportunidades, cuando vio a Jerusalén y comprendió cuan grande era la desgracia que sobre ella se abatiría (Lucas 19, 41-44). Pero El era en general un Hombre alegre, esperanzado, lleno de vida y ganas de hacer el bien. Una vez más, viendo como actuó Jesús entre nosotros, ¿cuál es la justa medida para nuestras tristezas? En un caso extremo, es fácil ver que la tristeza de una madre que pierde a su hijo es comprendida por el Señor. El problema surge cuando nos abandonamos en estados de tristeza permanentes, porque allí dejamos de lado la esperanza, ancla que nos sujeta a la vida, sostenidos en la fe en nuestro Dios.

Así he observado que mis tristezas se relacionan, en demasiadas oportunidades, con una especie de olvido de que al fin del día, Dios se hace cargo de mi vida. Es sencillamente un olvido de la esperanza, un alejarse del entendimiento firme de que Jesús se hace cargo de mis días, llueva o truene. El Señor no me abandona nunca, ¿por qué abandonarse a la tristeza, entonces? ¿Acaso no es El el dueño de mi vida? Si mi Señor permite que algo me ocurra, algún motivo bueno habrá. Si no sé como se resolverá este problema que me angustia, ¿por qué preocuparme si Jesús se hará cargo de guiar mis pasos?

Si mi unión con Jesús está firme y fundamentada en una confianza ciega en Él, mi esperanza crece y florece en la alegría de saberme hijo de Dios. No hay lugar allí para tristezas vanas. Por supuesto que siempre estaré expuesto a angustias profundas que nada tienen que ver con la falta de esperanza, sino que serán tristezas en unión a un Jesús triste también, acompañándome en el dolor.

Todo, en nuestra vida, adquiere un sentido bueno ante Dios, de acuerdo al motivo que anida en lo profundo de nuestro corazón. Si aprendemos a mirarnos en nuestro interior, creciendo en nuestro conocimiento de nosotros mismos, veremos cuantas miserias motivan nuestras tristezas, enojos, nuestro comportamiento de cada día. Una gota de esperanza, de confianza en Dios, de entrega a Su Voluntad, hará que crezcamos en sabiduría, en paz interior, en amor bien entendido. Nuestra vida será entonces un diálogo permanente con El, para Su alegría y consuelo.