El Club de los rotos

Desde hace años le digo a amigos y hermanos en la fe, que siento pertenezco al Club de los rotos. Muchos me preguntan que es eso, y lo he explicado con el corazón lo mejor que pude, pero siempre sentí que tiene que haber un modo mejor de transmitirlo. Esta semana El Señor me dio una experiencia de vida que me permite explicar a la perfección de que se trata esto, de tal modo que contándoles esta historia les presento mi querido Club de los rotos.

Estaba en casa trabajando en algo de Dios, cuando sentí un tremendo ruido a cristales rotos. Con mi esposa fuimos al lugar de origen del ruido, y con horror vimos que se había caído y hecho añicos un hermoso florero que teníamos en el oratorio, al que llamamos cariñosamente la capilla, en nuestra casa. Era algo especial para nosotros, que siempre tenía lindas flores ofrecidas a Jesús, y a Su Madre. Verlo despedazado por el piso me rompió el corazón, pero de inmediato vi los trozos y me decidí a juntarlos y tratar de repararlo. Me pareció en ese momento una locura, ¡pero una locura que valía la pena!

Lo primero que hice ese mismo día fue instalarme en una mesa grande, y desparramar allí todas las piezas, para analizarlas, tratar de comprender si estaban todas, en que estado habían quedado, y en definitiva analizar las chances de tener éxito en esta noble tarea. Me pareció difícil, pero posible, de tal modo que busqué un pomo de pegatodo, la gotita como la llamamos cariñosamente, y manos a la obra.

Mi querido florero restaurado

Encontrar dos piezas que coincidan, en ese momento crucial del proyecto, fue muy difícil. No lograba hacer que nada paree, si hasta parecía que eran todas piezas rotas de distintos floreros. Y sin embargo, no, eran todas del mismo. Me hundí en la desesperanza, hasta que de repente, ¡bum! Dos piezas se unían a la perfección. De inmediato tomé la gotita y las hermané. Perfecto. Me quedé un rato largo admirando la belleza de esas dos piezas que unidas empezaron a mostrar como posible esta titánica tarea. Se veía aún la grieta de la rotura, pero estaban juntas nuevamente. ¡Que visión esperanzadora haber logrado unir al menos dos piezas!

Quise entonces encontrar otra pieza que coincida, y no pude. Luego de un largo rato decidí continuar otro día, porque mi cabeza ya no lograba concentrarse. Así guardé todo en una caja, y a esperar. Ese día, cada vez que pasaba junto a la caja, me sentía atraído por mi querido florero, de tal modo que a la mañana temprano del día siguiente, ahí estaba yo nuevamente. ¡Cuánto entusiasmo había renacido en mí! Aún recuerdo como la alegría de encontrar la segunda pieza, y pegarla, fue tan grande como la primera vez. Y así con la tercera, y la cuarta. En realidad, disfruté cada momento en que encontré una coincidencia, de allí hasta el final. Sin embargo, varias veces tuve que interrumpir la tarea, guardar todo, y volver al día siguiente. Comprendí que había que dejar que las cosas ocurran a su tiempo. No se puede apurar aquello que tiene un ritmo propio, necesario.

Luego de varios días de buscar y encontrar coincidencias, empecé a ver que la cantidad de piezas restantes en mi caja era menor, pero también que algo había comenzado a tomar forma de florero, mi querido florero. ¡Qué maravilla ya no tener piezas rotas, sino un florero incipiente, al que le iba agregando piezas nuevas, nuevos hallazgos! Las ultimas fueron muy difíciles, porque tuve que colocarlas en lugares cerrados y no encajaban. El florero tomaba forma, pero no era exactamente como lo fue de origen, y por eso las ultimas piezas no tenían suficiente espacio para ser introducidas y pegadas con mi querida gotita. Tuve que pulirlas, achicarlas aquí y allá, hasta que entraron en su sitio.

Finalmente, el florero quedó completo, erguido y reluciente. Lleno de grietas, de marcas que evidenciaban que algo dramático le había ocurrido. Pero a la distancia, de lejos, era el mismo de siempre. De cerca, en cambio, se veía todo, el daño era inocultable. Pero yo hasta pensé que esas grietas y rajaduras lo hacían mas hermoso aún, porque evidenciaban las batallas por las que había pasado. ¡Era un florero sobreviviente! En cualquier caso, era mi florero, y por eso era tan hermoso para mí.

La historia de mi florero es similar a la de nuestra vida. Dios nos hace hermosos, relucientes, perfectos. Sin embargo, producto del pecado y durante el transcurso de la vida, terminamos rompiéndonos en mil pedazos, hasta llegar a ser solo eso. Pedazos de lo que Dios hizo. Rotos. Seres rotos. Es entonces que María, la Madre de Dios, pide a Jesús le de esos pedazos, y tiempo, porque Ella sabe que es posible reconstruirnos, tomar pieza por pieza y volver a hacernos lo más parecido posible a la maravilla que Dios soñó en nosotros.

Si quieres, ahora lee nuevamente la historia que te acabo de narrar, y ponte tú en el lugar del florero, y mira a Nuestra Madre del Cielo como la que busca, une y pega las piezas. Y medita también un poco sobre en qué punto de la reconstrucción estás en este momento. O si ha empezado, o terminado, la obra de María en ti.

Ella nos reconstruye, y cuando todas las piezas están en su lugar, le presenta su obra con orgullo a Jesús. Es cierto que se notan las grietas, las rajaduras, pero es justamente eso lo que hace hermosa la obra de la Virgen, porque “hay más fiesta en el Cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentimiento” (Lc 15-7). Creo ahora comprendes por qué siento que soy parte del Club de los rotos. Los que fuimos una pila de piezas descompaginadas, restos de un alma creada perfecta, que por obra de Nuestra Madre, la Madre de Dios, fuimos vueltos a la vida, vueltos a una forma parecida a la que Dios soñó, cuando insufló Vida en el vientre de nuestra mamá terrenal.

¡Bienvenido al Club de los rotos, mi querido hermano!

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Autor: Reina del Cielo