Con un niño entre los brazos

En tiempos de Navidad, compartimos este cuento que nos ayudará a vivir el espíritu navideño, recibiendo a Jesús que nace entre nosotros. Es un cuento de Dolores Aleixandre.

La luz vacilante de una candela dentro de la gruta nos hizo saber dónde estaba la señal que andábamos buscando: un niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre. Conozco bien los alrededores de Belén desde que comencé a trabajar como pastor, después de que una racha de malas cosechas me dejara arruinado. Procedo de una familia acomodada y religiosa en la que aprendí la tradición y las oraciones de nuestro pueblo, aprendí la Torah y leí a los Profetas pero, cuando llegué a Belén con las manos vacías y me vi obligado a pasar las noches al raso, pensé que Dios me había abandonado y no volví a rezar nunca más.

Me habitué a la vida ruda de unos pastores a quienes se había anunciado una extraña señal: un resplandor nos había envuelto en medio de la noche y una voz que venía de arriba y de dentro de nosotros a la vez, nos anunciaba lo insólito: el Dios que había dicho en los comienzos “que haya luz”, haciendo desaparecer las tinieblas del caos, pronunciaba ahora su Palabra definitiva: “No temáis, os anuncio una gran alegría para todo el pueblo…”. De pronto, nos sentimos envueltos en el abrigo cálido de su complacencia, nos supimos destinatarios de las promesas de los profetas, deslumbrados, como Moisés, por el resplandor de la zarza ardiente.

La Virgen y el Niño 2Mientras duró la luz que nos había cegado, todo parecía evidente, pero ahora estábamos otra vez en medio de la oscuridad de una noche heladora y el júbilo del anuncio escuchado comenzaba a desvanecerse como el rocío al amanecer. Habían desaparecido las voces, los himnos y el resplandor y todo invitaba a sospechar de que se había tratado de un espejismo, una ilusión, un piadoso engaño. “Ha sido un sueño”, decían algunos, “a veces la luna llena juega malas pasadas…”. “Un niño recién nacido no puede ser señal de la presencia del Altísimo”, decían otros. “¿Cómo vamos a ser precisamente nosotros los primeros en saber la llegada del Mesías?”, añadían los más escépticos. “Hay que regresar al realismo a ras de suelo del frío, la oscuridad y al cuidado de las ovejas. Ningún ángel nos reemplazará si hay que defenderlas de los lobos o atender a las recién paridas”.

Los pastores somos gente más habituada al silencio que a las palabras, pero algunos expresaron con rudeza las preguntas que llevábamos todos dentro: “¿Por qué la claridad de Dios nos ha envuelto precisamente a nosotros, tan alejados de él y tan olvidados de los mandamientos de su ley? ¿Quién va a creer de labios de esta gente perdida y rechazada que somos el anuncio de que la complacencia y la ternura de Dios abrazan a todos? ¿Y cómo es posible que la señal del Mesías que todos esperan sea un niño nacido en un lugar como éste?”.

Con palabras balbucientes hablé para intentar convencerles: “De joven aprendí algo de las Escrituras y recuerdo las palabras de Isaías: ‘El pueblo que andaba a oscuras vio una luz intensa; vivía en tierra de sombras y le brilló una luz…’. Fue él el primero en atreverse a anunciar: ‘Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado…’ (Is 9,1-5). Y además, ¿cómo explicar esta alegría desmesurada que nos ha invadido y que ha arrastrado nuestros temores con la fuerza de un huracán?”.

Algo debió resonarles por dentro, porque aceptaron mi propuesta de ponernos en camino. Cuando entramos en la cueva, vimos en la penumbra a una mujer muy joven recostada sobre un haz de heno y, junto a ella, un hombre que debía ser su esposo y que se afanaba por encender fuego. El niño, apenas un envoltorio minúsculo encima del pesebre, estaba dormido. Había una serenidad tranquila en ellos, inesperada por lo inhóspito del lugar. Les ofrecimos pan y un cuenco de leche y ellos nos dijeron sus nombres y nos contaron que venían desde Nazaret para inscribirse en Belén. No habían encontrado sitio en la posada y, ante la inminencia del parto, se habían refugiado en aquel establo y ahí estaban, guardado en el corazón su alegría y sus preguntas. Yo recordé también el salmo que había rezado en mi juventud: “¡Qué deseables son tus moradas, Señor de los ejércitos!… Hasta la golondrina ha encontrado un nido…” (Sal 84), pero no lograba comprender por qué no se cumplían aquella promesas y la tórtola no encontraba nido donde colocar a su polluelo. Recordé también un proverbio de nuestro pueblo: “Hijo mío, cuida tu corazón porque en él están las fuentes de la vida” (Pr 4,23) y pensé que aquella mujer vivía en contacto con su propio corazón, como un árbol plantado junto a corrientes de agua.

San José y el Niño DiosFue entonces cuando, inesperadamente, ella puso en mis brazos al niño. Hoy soy ya viejo pero no he podido olvidar lo que me fue revelado aquella noche: aquel puñado de hombres insignificantes y excluidos éramos el pueblo que caminaba en tinieblas y había visto una luz grande; habíamos pasado de la sombra y el frío al interior de un hogar iluminado y caliente. Nos había nacido un niño, se nos entregaba un hijo, Dios venía a nuestro encuentro precisamente porque éramos los últimos de su pueblo. El niño sobre el pesebre representaba el destino mismo de Dios, un Dios que plantaba su tienda junto a los más pobres y perdidos, un Dios sin palabra, desarmado e inútil que comenzaba a llamarse Emmanuel, “Dios-con-nosotros”.

Junto al pesebre aquella noche aprendí a pronunciar el nombre que le revelaba como inseparable de nuestras fatigas y lágrimas, de nuestras oscuridades, esperanzas y preguntas. Estaba como nosotros a la intemperie, entraba en nuestra historia como uno de tantos y por eso se le cerraban las puertas y carecía de techo y de privilegios. Esta era la señal: el Salvador, el Mesías, el Señor, descansaba ahora entre los brazos torpes de un pastor.

“Voy a hacer pasar delante de ti todo lo mejor que tengo” (Ex 33,19) había prometido Dios a Moisés en el Sinaí. Aquella noche de Belén, en una de sus grutas, lo mejor de nuestro Dios: su misericordia entrañable, la ternura de su amor, la fuerza de su fidelidad, se manifestaba por primera vez entre nosotros. El Dios que se había revelado en la tormenta del monte, envuelto en la nube, mostraba ahora su rostro y hacía descansar su gloria en la fragilidad de un niño.

En medio de la oscuridad de la noche sentí en lo hondo de mi corazón, como un susurro de ángeles, la certeza de estar envuelto en la paz que Dios concede gratuitamente a todos los hombres y mujeres que Él quiere tanto.

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Fuente: 21 Revista Cristiana