Jesús nos trae la Vida

Cuando miro en mi interior siento que veo como un gran signo de neón que fulgurante me encandila con una palabra: ¡Misterio! La palabra misterio refleja los insondables miedos que siempre me han perseguido. Es el no saber, no ver, no poder salir. Es como caminar en un bosque cubierto de una espesa bruma que hace a todas las direcciones iguales. Donde miro veo los mismos árboles, todos los senderos son iguales y no llevan a ningún lugar. El insondable misterio interior me envuelve hasta hacerme detener mi andar porque ya no puedo seguir, necesito ver con claridad que hay allí.

Nuestra alma es como ese bosque cubierto de una bruma espesa, un lugar misterioso que se niega a abrirse plenamente a nuestro entendimiento. Un santuario sagrado que hace del misterio su esencia. Y sin embargo, por más extraño que parezca, nuestra misión de vida es escudriñar en nuestra alma hasta poder comprender qué extrañas cosas se esconden allí dentro. Esa bruma y ese bosque son una imagen muy apropiada del camino que encontraremos cuando nos decidamos a indagar sobre los motivos y las motivaciones que habitan en nuestro interior más profundo. Y ese misterio tiene un propósito espiritual, porque cuando creemos que conocemos a nuestra alma en profundidad nos arriesgamos a equivocarnos de modo catastrófico.

Hemos sido creados por Dios así, carne y espíritu, cuerpo y alma, una unidad indivisible que sin embargo parece no querer actuar de modo coordinado. Es como que los días han sido creados para nuestro cuerpo y las noches para nuestra alma. Pareciera que ambas partes de nuestro ser no logran habitar juntas en el mismo espacio de tiempo y lugar. ¡Y sin embargo son algo único e indivisible! El cuerpo es tangible, experimentable, y hace que nuestra realidad diaria se mueva alrededor de sus caprichos y necesidades. Que tenemos que comer, que debemos tener seguridades para el futuro, que nos gusta esta cosa, o la otra.

El alma, mientras tanto, está escondida en ese bosque brumoso y clama a gritos para que la reconozcamos, para que le demos espacio en nuestra mente. La palabra misterio nos hace alejarnos de ella, ignorarla. Y sin embargo hay algo allí que nos atrae, algo nos dice que en ese bosque brumoso se esconden las respuestas a nuestras preguntas fundamentales, esas que dan sentido a nuestro viaje por este mundo. Por espacios de tiempo pareciera despejarse la bruma y el misterio se insinúa ante nosotros como un desafío posible, como una necesidad imperiosa, como una pregunta que quizás tenga respuestas en ese bosque misterioso de nuestro interior.

Pero la carne llama y el misterio vuelve a abatirse sobre el bosque cerrado, dándonos nuevamente la espalda sobre el entendimiento de las verdades fundamentales. Hasta que un día descubrimos una llave, un paso secreto que despeja la niebla, abate el misterio y nos deja a solas en medio de un día increíblemente soleado, claro y diáfano como el sol del mediodía en medio de un desierto. Ese día descubrimos la experiencia de estar a solas y presentes en nuestra alma, en nuestra esencia espiritual. Somos carne, cuerpo, pero allí comprendemos y aceptamos que somos algo mucho más sublime, maravilloso, algo llamado a vivir eternamente.

¡Somos espíritu!

Jesús puerto seguro

La llave, el mecanismo secreto ante el cual la palabra misterio se rinde sin luchar, es tan simple como un dialogo entablado con un amigo cercano. Es cerrar los ojos y hablar con El, con Jesús, en esa actitud que muchos llaman oración, o contemplación. Es algo tan sencillo, y a la vez tan difícil, como aceptar que El está allí, escuchando, esperando, sonriendo. La llave que disuelve el misterio actúa envolviéndonos de un calor que ahoga nuestros sentidos. Ya no caminamos, sino que volamos. Ya no vivimos, solo reposamos en Su Pecho como lo hizo Juan aquella noche en Jerusalén. Apoyamos nuestra cabeza en Su Pecho y dejamos que el tiempo pase, felices de haber nacido nuevamente, al espíritu, a la vida eterna, al conocimiento de La Verdad, el Camino, la Vida.

Jesús, paciente y silencioso, deja que nuestra alma sane y cicatrice. El cura nuestras heridas, disuelve nuestros recuerdos dolorosos, abre caminos de esperanza a nuestros miedos. Jesús, de modo simple y terminante, nos trae la Vida. Agota todas las preguntas, que ya no necesitan respuestas, porque el misterio ahora pierde su significado. Solo importa haber encontrado al Señor que nos da todas las respuestas, sin decirnos palabra alguna.

El camino de la conversión es siempre adentrarse en escudriñar nuestro misterio interior, hasta descubrir ese secreto escondido, que es nuestra alma. En el momento en que hacemos carne la aceptación de que también somos espíritu, nacemos nuevamente. ¡Nacemos al Espíritu! Es como morir, y salir nuevamente del vientre materno como personas nuevas, pero en este caso convertidos a la aceptación de las verdades eternas, de la vida espiritual, de nuestro destino de Reino.

¡De la existencia innegable y maravillosa de Dios!

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Fuente: Reina del Cielo