Introducción
1. Jesucristo es la Palabra definitiva de Dios, «el Primero y el Último» (Ap 1,17). Él es la plenitud y el cumplimiento de la Revelación: todo lo que Dios ha querido revelar lo ha hecho mediante su Hijo, Palabra hecha carne. «La economía cristiana, por tanto, como alianza nueva y definitiva, nunca cesará, y no hay que esperar ya ninguna revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo».[7]
2. En la Palabra revelada está todo lo que necesita la vida cristiana. San Juan de la Cruz afirma que el Padre, «porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar. […] Porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado en el todo, dándonos al Todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad».[8]
3. En el tiempo de la Iglesia, el Espíritu Santo conduce a los creyentes de toda época «hasta la verdad plena» (Jn 16,13) de modo que «la inteligencia de la revelación sea más profunda».[9] Es el Espíritu Santo, de hecho, quien nos guía cada vez más en la comprensión del misterio de Cristo, de modo que, «por más misterios y maravillas que han descubierto […] en este estado de vida, les quedó todo lo más por decir, y aun por entender, y así, mucho que ahondar en Cristo; porque es como una abundante mina con muchos senos de tesoros, que, por más que ahonden, nunca les hallan fin ni término; antes van en cada seno hallando nuevas venas de nuevas riquezas acá y allá».[10]
4. Si de una parte todo aquello que Dios ha querido revelar lo ha hecho mediante su Hijo y en la Iglesia de Cristo se ponen a disposición de todo bautizado los medios ordinarios de santidad, por otra el Espíritu Santo puede conceder a algunas personas experiencias de fe del todo particulares, cuyo objetivo no es «la de “mejorar” o “completar” la Revelación definitiva de Cristo, sino la de ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época de la historia».[11]
5. La santidad, de hecho, es una llamada que concierne a todos los bautizados: viene nutrida de una vida de oración y de participación en la vida sacramental, y se expresa en una existencia impregnada de amor a Dios y al prójimo.[12] En la Iglesia recibimos el amor de Dios, manifestado plenamente en Cristo (cfr. Jn 3,16) y «derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5,5). Quien se deja llevar dócilmente por el Espíritu Santo tiene experiencia de la presencia y de la acción de la Trinidad, por lo que una existencia así vivida, como enseña el Papa Francisco, se traduce en una vida mística que, si bien «aun privada de fenómenos extraordinarios, se propone a todos los fieles como experiencia diaria de amor»[13].
6. Sin embargo, se verifican a veces fenómenos (por ej.: presuntas apariciones, visiones, locuciones interiores o exteriores, escritos o mensajes, fenómenos relacionados con imágenes religiosas, fenómenos psicofísicos y de otro tipo) que parecen trascender los límites de la experiencia cotidiana y se presentan como de presunto origen sobrenatural. Hablar con precisión de tales acontecimientos puede superar las capacidades del lenguaje humano (cfr. 2Cor 12,2-4). Con el advenimiento de los modernos medios de comunicación, tales fenómenos pueden atraer la atención o suscitar la perplejidad de muchos creyentes, y sus noticias pueden difundirse con gran rapidez, de modo que los Pastores de la Iglesia están llamados a tratar tales acontecimientos con solicitud, es decir, a apreciar sus frutos, a purificarlos de elementos negativos o a advertir a los fieles de los peligros que de ellos se derivan (cfr. 1Jn 4,1).
7. Además, con el desarrollo de los medios de comunicación actuales, y el aumento de las peregrinaciones, estos fenómenos alcanzan dimensiones nacionales e incluso mundiales, de modo que una decisión relativa a una Diócesis también tiene consecuencias en otros lugares.
8. Cuando, junto a determinadas experiencias espirituales, se producen también fenómenos físicos y psíquicos que no pueden explicarse inmediatamente con el solo uso de la razón, corresponde a la Iglesia emprender un cuidadoso estudio y discernimiento de estos fenómenos.
9. En su Exhortación Apostólica Gaudete et exsultate, Papa Francisco recuerda que el único modo de saber si algo viene del Espíritu Santo es el discernimiento, que hay que pedir y cultivar en la oración.[14] Es un don divino que ayuda a los Pastores de la Iglesia a realizar lo que dice san Pablo: «examinadlo todo; quedaos con lo bueno» (1Ts 5,21). Para ayudar a los Obispos diocesanos y a las Conferencias Episcopales en llevar a cabo el discernimiento de los fenómenos de supuesto origen sobrenatural, el Dicasterio para la Doctrina de la Fe promulga las siguientes Normas para proceder en el discernimiento de presuntos fenómenos sobrenaturales.
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