Las visiones de María Valtorta

María Valtorta, mística italiana, nos dejó relatos de la vida de Jesús y María en la tierra, a través de su poema escrito en varios tomos: El Poema de El Hombre-Dios.

Lo notable es que estos relatos le fueron dictados por el propio Cristo, o por la misma Madre de Dios, o por visiones celestiales que la acompañaron durante largos años de su vida, siendo que María reconoce que nada puso ella de todo lo escrito, todo le fue dictado o mostrado en visiones.

A partir de la aprobación formal otorgada por el Obispo Roman Danylak en la Ciudad de Roma, el 13 de febrero de 2002, podemos acceder en forma más abierta a la obra de Valtorta. Monseñor Danylak dijo en su escrito de otorgamiento de Nihil Obstat e Imprimátur al Poema de El Hombre Dios (aprobación de la obra y de la publicación, respectivamente):

“Digo que no hay nada objetable en el Poema de El Hombre-Dios y en todos los demás escritos de Valtorta en lo que respecta a la fe y la moral”.

Seleccionamos unos pocos escritos de María Valtorta, donde se puede tener una impresión inicial sobre el contenido de su obra. ¡Hay tanto para elegir!. Con grandes dudas sobre haber optado por lo más representativo, y después de muchomeditar presentamosdiversos tramos de sus textos:

    • El nacimiento del Niño Jesús, incluyendo la llegada de María y José a lomo de burrito a Belén, la búsqueda infructuosa de hospedaje, el hallazgo de la humilde cueva, José arreglando con amor el lugar, el Nacimiento de Nuestro Salvador, la aparición de los ángeles a los pastores y su adoración a Jesús.
  • La visita de los tres Reyes al Niño-Dios, cuando Jesús tenía menos de un año de edad. María y José recibe a estos tres dignatarios de países lejanos, que acuden a adorar a Dios hecho hombre.
  • La Resurrección de Jesús, las horas previas,el encuentro con Su Madre
  • Visiones de apariciones de Jesús Resucitado luego del Domingo de Gloria, a gentes de distintos lugares, en ciudades distantes unas de otras, al mismo tiempo
  • El relato del nacimiento de la Santísima Virgen María.
  • Una charla entre Jesús y Su Madre, donde Madre e Hijo dialogan sobre los discípulos que Jesús eligió.
  • Una visión sobre la forma en que Jesús fue tentado por satanás en el desierto.
  • Consejos de Jesús sobre como identificar y defenderse de los ataques del demonio.
  • En Naím, resurrección del hijo de una viuda
  • Jesús explica porqué en María Su Padre quiso un Seno sin mancha
  • Joaquín y Ana, padres de la Virgen, hacen voto al Señor

Más allá de éstas breves lecturas iniciales, recomendamos a quienes puedan hacerlo la lectura abierta de “El Poema de El Hombre-Dios”, ya que allí se encuentra el alma con Dios, y Su amada Madre.

María nació en Caserta, Italia, el 14 de marzo de 1897, hija de un militar. Sufrió a lo largo de su vida el fuerte carácter de su madre, y muchas tribulaciones que purificaron su alma. Hacia el año 1942, por mediación de un sacerdote de la Orden de los Siervos de María, que durante cuatro años fue su director Espiritual, María empieza a escribir y describir sus visiones y dictados celestiales. En poco tiempo se transformó en un instrumento dócil, a través del cual Dios nos entregó revelaciones en cantidad: en medio de dolores y enfermedad María escribió quince mil páginas de cuaderno. Ella misma reconoció que no dispuso de medio humano alguno para elaborar sus escritos: absolutamente todo le fue dictado o revelado en visiones, que ella transcribió en sus escritos. Esta obra maestra, monumento de doctrina y literatura, es una colección de varios tomos denominada Poema de El Hombre-Dios.

María Valtorta sufrió en vida muchas tribulaciones, tristezas y enfermedades. Y luego de fallecida, su obra continuó con su sufrimiento, ya que resultó controvertida para parte de la iglesia. Pero como ocurre casi siempre con las obras de Dios, finalmente se impuso a toda adversidad y culminó siendo aprobada oficialmente. De este modo El Hombre-Dios llega a nosotros, para que gocemos con su lectura y podamos aprender sobre la etapa humana del propio Dios: nuestro Señor Jesucristo se nos presenta junto a Su Madre en forma tangible, accesible a nuestro pobre entendimiento humano.

 

Valtorta – fragmentos de sus libros

Las tentaciones de Jesús en el desierto

Jesús se encuentra sentado en una piedra dentro de un enorme peñasco que tiene la forma de una gruta. Y el que habla dentro de mi, me dice que aquella piedra sobre la que está sentado, le sirve de reclinatorio y de almohada cuando descansa envuelto en Su manto por algunas horas a la luz de las estrellas y del aire frío de la noche. De hecho, ahí cerca de ÉL, está el saco que vi que tomaba antes de partir de Nazaret. Es todo lo que tiene. Como veo que está vacío comprendo que se han acabado los pocos alimentos que le había dado María. Jesús está muy flaco y pálido. Está sentado con los codos apoyados sobre las rodillas, y los antebrazos que se ven delante y las manos unidas y los dedos entrelazados. De cuando en cuando levanta la vista, mira alrededor, levanta Sus ojos al sol, que ya está en lo alto, casi perpendicular en el cielo azul. De cuando en cuando y sobre todo después de haber mirado alrededor y de haber levantado la vista hacia el sol, los cierra y los apoya en la roca que le sirve de refugio, como si sintiera vértigo.

Veo que aparece el feo rostro de satanás. No se presenta como siempre lo hemos imaginado, con cuernos, cola, etc. etc. Parece un beduino envuelto en su vestido, y su gran manto le da aires de un personaje de teatro. Lleva el turbante en la cabeza, cuyos flancos blancos caen sobre sus espaldas y por la cara. De modo que casi aparece un breve triángulo moreno, formado de los labios delgados y sinuosos, de los ogros negrísimos y sin fondo, llenos de resplandores magnéticos y de dos pupilas que parecen leer el corazón, pero en los que nada se lee, a no ser que sea una sola palabra: “misterio”. Es todo lo contrario de los ojos de Jesús, tan magnéticos y fascinadores que leen los corazones y en los que uno a la vez puede ver Su Corazón, el amor y la bondad que encierran. Los ojos de Jesús son una caricia en el alma. Los de satanás son como un doble puñal que perfora y que quema.

Se acerca Jesús: “¿Estás solo?”. Jesús lo mira pero no responde. “¿cómo has llegado hasta aquí?. ¿Te perdiste?”. Jesús lo mira de cabeza a pies y calla. “Si tuviese agua en la botija, te daría. Pero yo tampoco tengo. Se me murió el caballo y voy a pie al río. Beberé y buscaré a alguien que me de pan. Conozco el camino. Ven conmigo. Te guiaré”.

Jesús no alza ni siquiera los ojos. “¿No me respondes?. ¿No sabes que si te quedas aquí te mueres?. El viento comienza a soplar. Habrá torbellino. ¡Ven!. Jesús aprieta las manos en muda oración. “¡Ah!. ¿Con que eres Tú exactamente?. ¡Tanto que te buscaba!. Y tanto que te seguía. Desde el momento en que te bautizaste. ¿Llamas al Eterno?. ¡Está lejos!. Ahora estás en la tierra y en medio de los hombres. Entre los hombres yo reino. Sin embargo me mueves a compasión y quiero ayudarte, porque eres y has venido a sacrificarte por nada. Los hombres te odiarán por Tu bondad. No saben de otra cosa más que de oro, comida y sentidos. Sacrificio, dolor y obediencia son palabras más muertas para ellos que esta tierra que nos rodea. Son más secos que este polvo. Tan solo la serpiente puede esconderse aquí, en espera de morder, así como el chacal en espera de destrozar. Vete de aquí, no merecen que sufras por ellos. Los conozco mejor que Tú”.

Satanás se ha sentado enfrente de Jesús y lo escudriña con su horrible mirada, y en su boca se dibuja una sonrisa de serpiente. Jesús sigue callado orando en silencio.

“Desconfías de mi. Haces mal. Yo soy la sabiduría en la tierra. Puedo ser tu maestro para enseñarte a triunfar. Ves: lo importante es triunfar. Después, cuando uno se haya impuesto y el mundo ha sido engañado, entonces se le lleva donde quiera uno. Pero ante todo es necesario ser como place a ellos. Como ellos. Seducirlos haciéndoles creer que los admiramos y que los seguimos en sus pensamientos.

Eres joven y bello, empieza por la mujer. Siempre se debe empezar por ella. Yo me equivoqué al inducir a la mujer a la desobediencia. Debí haberla aconsejado de otro modo. La habría convertido en un instrumento mejor y habría vencido a Dios. Tuve prisa. Pero ¡Tú! yo te enseño, porque existió un día en que te miré con angelical alegría y me ha quedado un resto de aquel amor. Pero escúchame y aprovéchate de mi experiencia. Búscate una compañera. Donde Tú no seas capaz de llegar, lo será ella. Eres el nuevo Adán, debes tener tu Eva.

Y por otra parte ¿cómo puedes comprender y curar las enfermedades de los sentidos, si no sabes que cosas son?. ¿No sabes que ahí se esconde el meollo de donde nace la planta de la avidez y de la arrogancia?. ¿Porqué quiere reinar el hombre?. ¿Porqué quiere ser rico y poderoso?. Para poseer a la mujer. Esta es como la alondra. Tiene necesidad del guiño para que se le atrape. El oro y el poder son las dos caras del espejo que atraen a la mujer y la causa del mal en el mundo. ¡Mira!. Detrás de mil delitos de todas las clases, hay por lo menos novecientos que tienen su raíz en el hambre de poseer a la mujer, o en la voluntad de una mujer que arde de deseo por el hombre que todavía no satisface o no lo satisfará jamás. Ve a la mujer si quieres saber que cosa es la vida. Y sólo después sabrás cuidar y aliviar las enfermedades de la humanidad. Es hermosa, sabes: ¡la mujer!. No hay cosa más bella en el mundo. El hombre posee el pensamiento y la fuerza. Pero ¡la mujer! su pensamiento es un perfume, su contacto es una caricia de flores, su belleza es como un vino que desciende, su debilidad es como una cuerda de seda o un cordón en manos del hombre, sus caricias son fuerza que se derrama sobre las nuestras y las encienden. El dolor, la fatiga, el desdén desaparecen cuando se está cerca de una mujer, y es como un manojo de flores en nuestros brazos. Pero ¡que tonto soy!. Tu tienes hambre y yo hablo de mujeres. Tu vigor esta agotado por eso, esta fragancia de la tierra, estas flores de lo creado, este fruto que produce y suscita amor, te parecen cosas sin ningún valor. Pero mira estas piedras. ¡Que redondas!. ¡Que bien labradas!. Doradas por el sol que desciende. ¿No te parecen panes?. Tú, Hijo de Dios, no tienes más que decir: “quiero”, para que ellas se conviertan en un pan oloroso como el que ahora las panaderas sacan del horno para las cenas de sus familias…estos espinos tan áridos, si Tú quieres ¿no pueden cubrirse de frutas, de dátiles o de miel?. Sáciate, ¡oh Hijo de Dios!. Tu eres el dueño de la tierra. Ella se inclina para ponerse a Tus pies y para calmar Tu hambre.

¿Lo ves que palideces y sientes mareo tan sólo de hablar de pan?. ¡Pobre Jesús!. ¿Eres tan débil de no poder ni siquiera ordenar que se haga un milagro?. ¿Quieres que lo haga yo por Ti?. No me puedo medir contigo, pero puedo hacer algo. Me privaré por un año de mi fuerza, la juntaré toda, pero te quiero servir porque eres bueno y yo siempre me acuerdo que eres mi Dios, aunque por ahora me he hecho indigno de llamarte como tal. Ayúdame con Tu plegaria para que pueda…”.

“¡Calla!. No sólo de pan vive el hombre, sino de cualquier palabra que viene de Dios”.

El demonio tiene un arrebato de rabia. Rechina los dientes y cierra los puños. Luego se controla y cambia el rechino en sonrisa.

“Comprendo. Tú estás sobre las necesidades de la tierra y tienes horror de servirte de mi. ¡Lo tengo merecido!. Pero… ven ahora y mira algo en la Casa de Dios. Ve también como los sacerdotes no rehúsan llegar a transacciones entre el espíritu y la carne, porque al fin son hombres y no ángeles. Haz un milagro espiritual. Yo te llevo al pináculo del templo y Tú te transformarás en belleza y luego llama a las cohortes de ángeles y di que entrelacen sus alas para peana de Tus pies y te bajen en el pórtico principal. Que te vean y se acuerden que existe Dios. De cuando en cuando es necesario manifestarse, porque el hombre tiene una memoria tan flaca, sobre todo en las cosas espirituales. ¡Que felices se sentirían los ángeles de servir de peana a Tus pies y de escalera sobre la que subas!.

“No tentarás al Señor Dios tuyo, está escrito”.

“Comprendes que Tú aparición no cambiaría las cosas y que el Templo continuaría siendo un mercado y una corrupción. Tú Divina Sabiduría conoce que los corazones de los ministros del Templo son un nido de víboras, que se desgarran y desgarran tan sólo por dominar. No se les puede domar más que con la fuerza humana.

Así pues, oye: “adórame”. Te daré la tierra. Alejandro, Ciro, César, todos los más grandes dominadores que han vivido o que viven serán semejantes a cabecillas de miserables caravanas en comparación tuyo, que tendrás todos los reinos bajo Tu cetro y con los reinos todas las riquezas, todas las bellezas de la tierra y mujeres y caballos y armadas y templos. Podrás levantar en todas partes Tú señal, cuando seas Rey de Reyes y Señor de Señores en el mundo.

Entonces serás obedecido y venerado por el pueblo y el sacerdocio. Todas las razas te honrarán y te servirán, porque serás poderoso y el único Señor… ¡Adórame un momento!. Quítame esta sed que tengo de ser adorado. ¡Es la que me perdió!. Ha quedado en mi y me quema. Las llamas del infierno son como fresco aire matutino en comparación a éste que me quema por dentro. Es mi infierno esta sed. Un momento… un momento sólo, ¡oh Cristo! Tú que eres bueno. ¡Un momento de alegría al eterno atormentado!. Hazme sentir que cosa se experimenta al ser Dios, y me tendrás por tuyo, obediente como un siervo por toda la vida y para todas Tus empresas. ¡Un momento!. ¡Un sólo momento y no te atormentaré más!…satanás se arroja de rodillas pidiéndolo.

Jesús se ha puesto de pie, enflaquecido durante estos días por el ayuno parece aún más alto. Su rostro se llena de severidad y poder. Sus ojos son dos zafiros que queman, Su voz es un trueno que repercute dentro de la cueva y que se derrama sobre las piedras y la llanura desolada cuando dice:

“¡Lárgate satanás¡. Está escrito: adorarás al Señor Dios tuyo, y a El sólo servirás”.

Satanás con un aullido de condenado y de odio indescriptible se levanta; horrible es ver su furiosa figura llena de humo. Después desaparece con un ahuyido de maldito. Jesús se sienta cansado y apoya la cabeza sobre el peñasco. Parece exhausto y suda. Seres angélicos vienen a revolotear con sus alas con las que purifican y refrescan el aire caliente de la cueva. Jesús abre los ojos y sonríe. No veo que coma pero se diría que se nutre con el aroma del paraíso y sale lleno de vigor.

El sol desaparece por el occidente. Jesús toma Su bolsa vacía y se dirige hacia el oriente, mejor dicho, al noroeste acompañado por los ángeles que suspendidos en el aire sobre Su Cabeza le proporcionan una luz suave mientras la noche desciende rapidísimo. Tiene nuevamente Su expresión habitual y el paso seguro. Sólo le queda, después del largo ayuno, un aspecto más ascético en el rostro delgado y pálido y en los ojos una alegría que no es de ésta tierra.

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Satanás se presenta siempre bajo un ropaje benévolo

Dice Jesús:

“Lo has visto. Satanás se presenta siempre con ropaje benévolo y en forma ordinaria. Si las almas están atentas y sobre todo en contacto espiritual con Dios, advierten el aviso que las pone alertas y prontas a combatir las asechanzas del demonio. Pero si las almas no hacen caso al aviso Divino, se separan debido a pensamientos del todo humanos que entorpecen, si no buscan ayuda en la oración que las une a Dios y que da fuerzas al corazón humano, difícilmente pueden ver la trampa escondida bajo una apariencia inofensiva y helas aquí que caen. Librarse después de esa trampa sí que es difícil.
Los dos senderos más comunes de satanás para llegar a las almas son el sentido y la gula. Siempre empieza por la materia. Cuando ésta ha sido derrotada y sujeta, el ataque continúa en las partes superiores del hombre. Primero la parte moral; el pensamiento con su soberbia y avidez; después el espíritu, al quitarle no sólo el amor Divino, que ya no existe desde el momento que ha sido sustituido por otros amores humanos, sino también el temor de Dios. Entonces es cuando el hombre se entrega a satanás en alma y cuerpo con la condición de poder gozar de lo que quiera y gozar siempre. Tu has visto la forma en que me comporté: Silencio y Oración. Silencio. La razón es que si satanás se presenta seductor y se acerca, se le debe soportar sin tantas impaciencias ni temores inútiles. Es menester reaccionar con valor a su presencia y a su seducción con la plegaria.

Es inútil discutir con satanás, vencerá él, porque tiene una lógica más fuerte. Nadie, más que Dios puede vencerle y por eso es necesario recurrir a Dios que hablará por nosotros, a través de nosotros. Enseñar a satanás aquel Nombre y aquella Señal no tan sólo escritos en el papel o grabados en madera, sino escritos y grabados en el corazón. Mi Nombre y Mi Señal. Contraatacar a satanás tan sólo cuando insinúa que El es como Dios, usando las palabras de Dios. El demonio no las soporta. A continuación, después de la lucha, viene la victoria y los ángeles ayudan y defienden al vencedor contra el odio de satanás. Lo confortan como rocío del hielo, con la gracia que derraman a manos llenas en el corazón del hijo y la bendición que acaricia al alma.

Es necesario tener voluntad de vencer a satanás y fe en Dios y en Su ayuda. Fe en el poder de la oración y en la bondad del Señor. Entonces no puede hacer ningún mal.

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En Naím, resurrección del hijo de una viuda

14 de junio de 1945

NaímNaím debía tener una cierta importancia en tiempos de Jesús. No es muy grande pero está bien construida. La ciñen muros. Se asienta sobre una baja y risueña colina (un ramal del Pequeño Hermón, que domina desde lo alto la fertilísima llanura abierta hacia el noroeste)

Para llegar a ella, viniendo de Endor, hay que atravesar un riachuelo afluente del Jordán. Desde aquí ya no se ve este último – y ni siquiera su valle – pues lo ocultan unas colinas que dibujan un arco en forma de signo de interrogación abierto hacia el Este.

Jesús camina en dirección a esta ciudad, por un camino de primer orden que comunica las regiones del lago con el Hermón y sus pueblos. Tras El van muchos habitantes de Endor; verdaderamente locuaces.

La distancia que separa al grupo apostólico de los muros de la ciudad es ya muy poca: unos doscientos metros, no más. Dado que el camino va derecho a meterse por una de las puertas de la ciudad, y dado, además, que la puerta está totalmente abierta – es pleno día -,se puede ver todo lo que está sucediendo en la zona inmediatamente situada al otro lado de los muros; es así que Jesús, que iba hablando con los apóstoles y con el nuevo convertido, ve venir; en medio de un gran revuelo de plañideras y de otras manifestaciones orientales de este tipo, un cortejo fúnebre.

«¿Vamos a ver, Maestro?» dicen muchos ya muchos de los habitantes de Endor se han precipitado a la puerta para mirar.

«Bueno, vamos» dice Jesús condescendiendo.

«Debe ser un niño; ¡fíjate cuántas flores y cuántas cintas hay sobre la lechiga!» dice Judas de Keriot a Juan.

«O quizás una virgen» responde Juan.

«No – dice Bartolomé -, sin duda es un muchachito joven, por los colores que han puesto; además faltan los mirtos…».

El cortejo fúnebre ya está fuera de la ciudad. No es posible ver lo que hay en la lechiga, que va en alto, llevada a hombros; sólo por el relieve que hace, se intuye un cuerpo extendido, fajado, tapado con una sábana, y se comprende que es un cuerpo que ya ha alcanzado su completo desarrollo, porque ocupa toda la largura de la lechiga.

A su lado, una mujer velada, ayudada por parientes o amigas, camina llorando: es el único llanto sincero en toda esa comedia de plañideras. Y si uno de los que llevan las andas tropieza con una piedra, o hay un agujero o una pequeña elevación del suelo, de forma que la lechiga sufre una violenta oscilación, la madre gime: «¡No, no, despacio; mi niño ha sufrido mucho!» y levanta una de sus temblorosas manos y acaricia el borde de la lechiga – más no puede -, y, no pudiendo efectivamente más, besa los ondeantes velos y las cintas que el viento a veces agita, y que acarician la forma inmóvil.

«Es la madre» dice Pedro, compungido y con un brillo de llanto en sus ojos sagaces y buenos.

Pero no es el único que tiene bañados los ojos por esa congoja: al Zelote, a Andrés, a Juan y hasta a Tomás, que siempre está alegre, les brillan los ojos. Todos, todos están conmovidos.

Judas Iscariote dice en voz baja: «¡Si fuera yo… pobrecilla mi madre…!».

Jesús, con una dulzura en sus ojos tan profunda que se hace irresistible, se dirige hacia la lechiga.

La madre, sollozando ahora más intensamente porque el cortejo se prepara a girar en dirección al sepulcro abierto, en su delirio -¡quién sabe de qué tiene miedo! – aparta con violencia a Jesús al ver que hace ademán de tocar la lechiga, y grita: «¡Es mío!» y mira a Jesús con ojos de loca.

«Ya sé que es tuyo, madre».

«¡Es mi único hijo! ¿Por qué le ha tenido que llegar la muerte?; ¿por qué a él, que era bueno, que era encantador, que era la alegría de esta viuda? ¿Por qué?». La comparsa de las plañideras aumenta su pagado llanto para hacer coro a la madre, que continúa: «¿Por qué él y no yo? No es justo que quien ha dado la vida vea perecer al fruto de su vientre. El fruto debe vivir, porque, si no, ¿qué sentido tiene el que estas entrañas se desgarren para dar a luz a un hombre?» y, violenta y desesperada, se golpea el vientre.

«¡No, así no! ¡No llores, madre!». Jesús le coge las manos, se las aprieta fuertemente, se las sujeta con su mano izquierda mientras con la derecha toca la lechiga, y dice a los que la llevan: «Deteneos. Poned en el suelo la lechiga».

Los hombres obedecen y bajan la camilla, que queda apoyada en el suelo sobre sus cuatro patas.

Jesús coge la sábana que cubre al muerto y la echa hacia atrás, quedando así descubierto el cadáver.

La madre grita su dolor, creo que con el nombre de su hijo: «¡Daniel!».

Jesús sigue teniendo en su mano las manos maternas. Se yergue, imponente con su mirada centelleante – en su rostro, la expresión de los milagros más poderosos – y baja la mano derecha mientras dice con toda la fuerza de su voz: «¡Muchacho, Yo te lo digo: álzate!».

El muerto, así como está, todavía fajado, se incorpora en la camilla y llama a su madre: «¡Mamá!». La llama con la voz balbuciente y llena de miedo propia de un niño aterrorizado.

«Es tuyo, mujer. Te le restituyo en nombre de Dios. Ayúdale a liberarse del sudario. Sed felices».

Jesús hace ademán de retirarse. ¡Ya, ya!… La muchedumbre le inmoviliza junto a la lechiga. La madre está literalmente volcada hacia la camilla, forcejeando entre las vendas para tardar lo menos posible, ¡lo menos posible!, mientras el lamento infantil, implorante, se repite: «¡Mamá! ¡Mamá!».

Desenmarañado el sudario y las vendas, madre e hijo se pueden abrazar, y lo hacen sin tener en cuenta los bálsamos pegajosos. La madre quita del amado rostro y las amadas manos, con las mismas vendas, esos bálsamos, y luego, no teniendo con qué vestirle de nuevo, se quita el manto y con él le envuelve; y todo sirve para acariciarle…

Jesús la mira, observa este grupo de amor abrazado al lado de los bordes de la lechiga, que ahora ya no es fúnebre… y llora.

Judas Iscariote ve este llanto y pregunta: «¿Por qué lloras, Señor?».

Jesús vuelve su rostro hacia él y dice: «Pienso en mi Madre…».

El breve coloquio llama de nuevo la atención de la mujer hacia su Benefactor. Coge a su hijo de la mano, sujetándole, porque es como que tuviera todavía entumecidos los miembros, y, arrodillándose, dice: «Tú también, hijo mío, bendice a este Santo que te ha devuelto a la vida y a tu madre» y se inclina para besar la túnica de Jesús. Mientras, la muchedumbre alaba jubilosa a Dios y a su Mesías le conocen como tal porque los apóstoles y los habitantes de Endor se han encargado de decir quién es el que ha obrado el milagro

El gentío prorrumpe en alabanzas: «¡Bendito sea el Dios de Israel! ¡Bendito sea el Mesías, su Enviado! ¡Bendito sea Jesús, HUO de David! ¡Un gran Profeta se ha alzado en medio de nosotros! ¡Verdaderamente Dios ha visitado a su pueblo! ¡Aleluya! ¡Aleluya!».

Por fin Jesús puede librarse de la apretura de la gente y entrar en la ciudad. Pero la muchedumbre le sigue, le persigue, con amor exigente.

Se acerca un hombre, que saluda con toda reverencia. «Te ruego que te alojes en mi casa».

«No puedo: la Pascua me prohíbe cualquier detención aparte de las establecidas».

«Faltan pocas horas para la puesta del Sol, y es viernes…».

«Precisamente eso: antes del ocaso debo llegar a mi etapa. De todas formas, gracias. Pero no me retengas».

«Soy el jefe de la sinagoga».

«Con lo cual me estás diciendo que tienes derecho a ello. Mira, hombre, habría sido suficiente que hubiera llegado una hora más tarde para que esa madre no hubiera recuperado a su hijo.

Voy a otros desdichados que también me esperan. No retardes, por egoismo, su alegría. Vendré en otra ocasión y estaré contigo, en Naím,en unos días. Ahora déjame seguir mi camino».

El hombre no sigue insistiendo; se limita a decir: «Lo has dicho. Te espero».

«Sí. La paz sea contigo y con los habitantes de Naím; y también a vosotros, de Endor, paz y bendición. Volved a vuestras casas. Dios os ha hablado a través del milagro. Haced que en vosotros se produzcan, como consecuencia del amor, tantas resurrecciones en orden al Bien cuanto es el número de los corazones».

Una última, unánime, exultación de la multitud, para después dejar a Jesús que continúe su camino.

Él atraviesa diagonalmente la ciudad y sale hacia los campos, en dirección a Esdrelón.

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Pensamiento introductor: Dios quiso un seno sin mancha

“Dios me poseyó al inicio de sus obras”.

Salomón, Proverbios cap. 8 v. 22.

22 de agosto de 1944.

Jesús me ordena: «Coge un cuaderno completamente nuevo.Copia en la primera hoja el dictado del día 16 de agosto. En este libro se hablará de Ella».

Obedezco y copio.

16 de agosto de 1944.

Dice Jesús:

«Hoy escribe esto sólo. La pureza tiene un valor tal, que un seno de criatura pudo contener al Incontenible, porque poseía la máxima pureza posible en una criatura de Dios.

Visón de DiosLa Stma. Trinidad descendió con sus perfecciones, habitó con sus Tres Personas, cerró su Infinito en pequeño espacio; no por ello se hizo menor, porque el amor de la Virgen y la voluntad de Dios dilataron este espacio hasta hacer de él un Cielo; y se manifestó con sus características:

El Padre, siendo Creador nuevamente de la Criatura como en el sexto día y teniendo una “hija” verdadera, digna, a su perfecta semejanza. La impronta de Dios estaba estampada en María tan nítidamente, que sólo en el Primogénito del Padre era superior. María puede ser llamada la “segundogénita” del Padre, porque, por perfección dada y sabida conservar, y por dignidad de Esposa y Madre de Dios y de Reina del Cielo, viene segunda después del Hijo del Padre y segunda en su eterno Pensamiento, que ab aeterno en Ella se complació.

El Hijo, siendo también para Ella “el Hijo” y enseñándole, por misterio de gracia, su verdad y sabiduría cuando aún era sólo un Embrión que crecía en su seno;

El Espíritu Santo, apareciendo entre los hombres por un anticipado Pentecostés, por un prolongado Pentecostés, Amor en “Aquella que amó”, Consuelo para los hombres por el Fruto de su seno, Santificación por la maternidad del Santo.

Dios, para manifestarse a los hombres en la forma nueva y completa que abre la era de la Redención, no eligió como trono suyo un astro del cielo, ni el palacio de un grande. No quiso tampoco las alas de los ángeles como base para su pie. Quiso un seno sin mancha.

Eva también había sido creada sin mancha. Mas, espontáneamente, quiso corromperse. María, que vivió en un mundo corrompido Eva estaba, por el contrario, en un mundo puro no quiso lesionar su candor ni siquiera con un pensamiento vuelto hacia el pecado. Conoció la existencia del pecado y vio de él sus distintas y horribles manifestaciones, las vio todas, incluso la más horrenda: el deicidio. Pero las conoció para expiarlas y para ser, eternamente, Aquella que tiene piedad de los pecadores y ruega por su redención.

Este pensamiento será introducción a otras santas cosas que daré para consuelo tuyo y de muchos».

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Joaquín y Ana hacen voto al Señor

22 de agosto de 1944.

Joaquín y AnaVeo un interior de una casa. Sentada a un telar hay una mujer ya de cierta edad. Viéndola con su pelo ahora entrecano, antes ciertamente negro, y su rostro sin arrugas pero lleno de esa seriedad que viene con los años, yo diría que puede tener de cincuenta a cincuenta y cinco años, no más.

Al indicar estas edades femeninas tomo como base el rostro de mi madre, cuya efigie tengo, más que nunca, presente estos días que me recuerdan los últimos suyos cerca de mi cama… Pasado mañana hará un año que ya no la veo… Mi madre era de rostro muy fresco bajo unos cabellos precozmente encanecidos. A los cincuenta años era blanca y negra como al final de la vida. Pero, aparte de la madurez de la mirada, nada denunciaba sus años. Por eso, pudiera ser que me equivocase al dar un cierto número de años a las mujeres ya mayores.

Ésta, a la que veo tejer, está en una habitación llena de claridad. La luz penetra por la puerta, abierta de par en par, que da a un espacioso huerto jardín. Yo diría que es una pequeña finca rústica, porque se prolonga onduladamente sobre un suave columpiarse de verdes pendientes. Ella es hermosa, de rasgos sin duda hebreos. Ojo negro y profundo que, no sé por qué, me recuerda al del Bautista. Sin embargo, este ojo, además de tener gallardía de reina, es dulce; como si su centelleo de águila estuviera velado de azul. Ojo dulce, con un trazo de tristeza, como de quien pensara nostálgicamente en cosas perdidas. El color del rostro es moreno, aunque no excesivamente. La boca, ligeramente ancha, está bien proporcionada, detenida en un gesto austero pero no duro. La nariz es larga y delgada, ligeramente combada hacia abajo: una nariz aguileña que va bien con esos ojos. Es fuerte, mas no obesa. Bien proporcionada. A juzgar por su estatu;ra estando sentada, creo que es alta.

Me parece que está tejiendo una cortina o una alfombra. Las canillas multicolores recorren, rápidas, la trama marrón oscura. Lo ya hecho muestra una vaga entretejedura de grecas y flores en que el verde, el amarillo, el rojo y el azul oscuro se intersecan y funden como en un mosaico. La mujer lleva un vestido sencillísimo y muy oscuro: un morado rojo que parece copiado de ciertas trinitarias.

Oye llamar a la puerta y se levanta. Es alta realmente. Abre.

Una mujer le dice: «Ana, ¿me dejas tu ánfora? Te la lleno».

La mujer trae consigo a un rapacillo de cinco años, que se agarra inmediatamente al vestido de Ana. Ésta le acaricia mientras se dirige hacia otra habitación, de donde vuelve con una bonita ánfora de cobre. Se la da a la mujer diciendo: «Tú siempre eres buena con la vieja Ana. Dios te lo pague, en éste y en los otros hijos que tienes yque tendrás. ¡Dichosa tú!». Ana suspira.

La mujer la mira y no sabe qué decir ante ese suspiro. Para apartar la pena, que se ve que existe, dice: «Te dejo a Alfeo, si no te causa molestias; así podré ir más deprisa y llenarte muchos cántaros».

Alfeo está muy contento de quedarse, y se ve el porqué una vez que se ha ido la madre: Ana le coge en brazos y le lleva al huerto, le aúpa hasta una pérgola de uva de color oro como el topacio y dice: «Come, come, que es buena», y le besa en la carita embadurnada del zumo de las uvas que está desgranando ávidamente. Luego, cuando el niño, mirándola con dos ojazos de un gris azul oscuro todo abiertos, dice: «¿Y ahora qué me das?», se echa a reír con ganas, y, al punto, parece más joven, borrados los años por la bonita dentadura y el gozo que viste su rostro. Y ríe y juega, metiendo su cabeza entre las rodillas y diciendo: «¿Qué me das si te doy,.. si te doy?… ¡Adivina!». Y el niño, dando palmadas con sus manecitas, todo sonriente, dice: «¡Besos, te doy besos, Ana guapa, Ana buena, Ana mamá!…».

Ana, al sentirse llamar “Ana mamá”, emite un grito de afecto jubiloso y abraza estrechamente al pequeñuelo, diciendo: «¡Oh, tesoro! ¡Amor! ¡Amor! ¡Amor!». Y por cada “amor” un beso va a posarse sobre las mejillitas rosadas. Luego van a un vasar y de un plato bajan tortitas de miel. «Las he hecho para ti, hermosura de la pobre Ana, para ti que me quieres. Dime, ¿cuánto me quieres?». Y el niño, pensando en la cosa que más le ha impresionado, dice: «Como al Templo del Señor». Ana le da más besos: en los ojitos avispados, en la boquita roja. Y el niño se restriega contra ella como un gatito.

La madre va y viene con un jarro colmo y ríe sin decir nada. Les deja con sus efusiones de afecto.

Entra del huerto un hombre anciano, un poco más bajo que Ana, de tupida cabellera completamente cana, rostro claro, barba cortada en cuadrado, dos ojos azules como turquesas, entre pestañas de un castaño claro casi rubio. Está vestido de un marrón oscuro.

Ana no le ve porque da la espalda a la puerta. El hombre se acerca a ella por detrás diciendo: «¿Y a mí nada?». Ana se vuelve y dice: «¡Oh, Joaquín! ¿Has terminado tu trabajo?». Mientras tanto el pequeño Alfeo ha corrido a sus rodillas diciendo: «También a ti, también a ti», y cuando el anciano se agacha y le besa, el niño se le ciñe estrechamente al cuello despeinándole la barba con las manecitas y los besos.

También Joaquín trae su regalo: saca de detrás la mano izquierda y presenta una manzana tan hermosa que parece de cerámica, y, sonriendo, al niño que tiende ávidamente sus manecitas le dice: «Espera, que te la parto en trozos. Así no puedes. Es más grande que tú», y con un pequeño cuchillo que tiene en el cinturón (un cuchillo de podador) parte la manzana en rodajas, que divide a su vez en otras más delgadas; y parece como si estuviera dando de comer en la boca a un pajarillo que no ha dejado todavía el nido, por el gran cuidado con que mete los trozos de manzana en esa boquita que muele incesantemente.

«¡Te has fijado qué ojos, Joaquín! ¿No parecen dos porcioncitas del Mar de Galilea cuando el viento de la tarde empuja un velo de nubes bajo el cielo?». Ana ha hablado teniendo apoyada una mano en el hombro de su marido y apoyándose a su vez ligeramente en ella: gesto éste que revela un profundo amor de esposa, un amor intacto tras muchos años de vínculo conyugal.

Joaquín la mira con amor, y asiente diciendo: «¡Bellísimos! ¿Y esos ricitos? ¿No tienen el color de la mies secada por el sol? Mira, en su interior hay mezcla de oro y cobre».

«¡Ah, si hubiéramos tenido un hijo, lo habría querido así, con estos ojos y este pelo!…». – Ana se ha curvado, es más, se ha arrodillado, y, con un fuerte suspiro, besa esos dos ojazos azul ;grises.

También suspira Joaquín, y, queriéndola consolar, le pone la mano sobre el pelo rizado y canoso, y le dice: «Todavía hay que esperar. Dios todo lo puede. Mientras se vive, el milagro puede producirse, especialmente cuando se le ama y cuando nos amamos». Joaquin recalca mucho estas últimas palabras.

Mas Ana guarda silencio, descorazonada, con la cabeza agachada, para que no se vean dos lágrimas que están deslizándose y que advierte sólo el pequeño Alfeo, el cual, asombrado y apenado de que su gran amiga llore como hace él alguna vez, levanta la manita y enjuga su llanto.

«¡No llores, Ana! Somos felices de todas formas. Yo por lo menos lo soy, porque te tengo a ti».

«Yo también por ti. Pero no te he dado un hijo… Pienso que he adolorado al Señor porque ha hecho infecundas mis entrañas…».

«¡Oh, esposa mía! ¿En qué crees tú, santa, que has podido adolorarle? Mira, vamos una vez más al Templo y por esto, no sólo por los Tabernáculos, hacemos una larga oración… Quizás te suceda como a Sara… o como a Ana de Elcana: esperaron mucho y se creían reprobadas por ser estériles, y, sin embargo, en el Cielo de Dios, estaba madurando para ellas un hijo santo. Sonríe, esposa mía. Tu llanto significa para mí más dolor que el no tener prole… Llevaremos a Alfeo con nosotros. Le diremos que rece. Él es inocente… Dios tomará juntas nuestra oración y la suya y se mostrará propicio».

«Sí. Hagamos un voto al Señor. Suyo será el hijo; si es que nos lo concede… ¡Oh, sentirme llamar “mamá”!».

Y Alfeo, espectador asombrado e inocente, dice: «¡Yo te llamo “mamá”!».

«Sí, tesoro amado… pero tú ya tienes mama, y yo… yo no tengo niño…».

La visión cesa aquí.

Me doy cuenta de que se ha abierto el ciclo del nacimiento de María. Y me alegro mucho por ello, porque lo deseaba grandemente. Supongo que también usted se alegrará de ello. *

Antes de empezar a escribir he oído a la Mamá decirme: «Hija, escribe, pues, acerca de mí. Toda pena tuya será consolada». Y, mientras decía esto, me ponía la mano sobre la cabeza acariciándome delicadamente. Luego ha venido la visión. Pero al principio, o sea, hasta que no oí llamar por el nombre a la mujer de cincuenta años, no comprendí que me encontraba ante la madre de la Mamá y, por tanto, ante la gracia del nacimiento de la Virgen.

*Supongo que también usted se alegrará de ello: es decir, el director espiritual de la escritora, el P. Romualdo M. Migliorini o.s.m., al que MV se dirige a menudo, en estilo epistolar, a lo largo de toda la Obra. Algunas veces se dedica al padre Migliorini un episodio o una enseñanza.

 

María relata el Nacimiento de Jesús en la gruta de Belén:

Hacia Belén con los apóstoles y discípulos
(Escrito el 3 de julio de 1945)

Natividad en BelénSalen de Betania a la primera sonrisa de la aurora. Jesús se dirige a Belén con su Madre, con María de Alfeo y con María Salomé. Les siguen los discípulos. El niño encuentra por todas partes motivos para alegrarse; las mariposas que despiertan, los pajaritos que cantan o caminan por el sendero, las flores que resplandecen con las perlas del rocío, la aparición de un rebaño en que hay muchos corderitos que balan. Pasado el río que está al sur de Betania, que se deshace en espumas, la comitiva se dirige a Belén en medio de dos series de colinas verdes con sus olivares y viñedos, con campos en los que apenas mieses doradas se ven. El valle es fresco, y el camino bastante bueno.

Simón de Jonás se adelanta, llega al grupo de Jesús y pregunta: « ¿De acá se puede ir a Belén? Juan dice que la otra vez fuisteis por otros caminos. »
« Es verdad » responde Jesús, « pero es porque veníamos de Jerusalén. Por acá es más breve. Nos separaremos, como habéis decidido, en la tumba de Raquel’ que las mujeres quieren ver. Luego nos reuniremos en Betsur donde mi Madre quiere detenerse. »
« Así es… pero sería muy hermoso que estuviésemos todos… tu Madre especialmente… porque, en fin de cuentas, la Reina de Belén y de la gruta es Ella, y Ella sabe todo, todo, muy bien… Si lo oyese de sus labios… sería diferente… eso es todo. »
Jesús sonríe al mirar a Simón que insinúa dulcemente su gusto.
« ¿Cuál gruta, padre? » pregunta Marziam.
« La gruta en donde nació Jesús. »
« ¡Oh! ¡Qué bien! ¡También yo voy! … »
« ¡Sería muy hermoso en realidad! » dicen María de Alfeo y Salomé.
« ¡Muy hermoso! … Sería regresar para atrás… cuando el mundo te ignoraba es verdad, pero que no te odiaba todavía… Sería encontrar otra vez el amor de los sencillos que no supieron dudar y amaron con humildad y fe… Para mí sería lo mismo que quitarse este peso de amargura que me taladra el corazón desde que sé que te odian, ponerlo allí, en el lugar en donde naciste… Debe quedar ahí la dulzura de tu mirada, de tu respiración, de tu sonrisa vaga, allí… y me acariciarían el alma que está tan amargada…» María llora quedito, con recuerdos y con tristeza.
« Si es así iremos, Mamá. Hoy tú eres la Maestra y Yo el niño que aprende. »
« Oh, ¡Hijo! ¡No! Tú siempre eres el Maestro…»
« No, Mamá. Simón de Jonás dijo bien. En la tierra de Belén tú eres la Reina. Es tu primer castillo. María, de la descendencia de David, guía a este pequeño pueblo a su morada. »

Iscariote hace intento de hablar, pero se calla. Jesús que lo ve y comprende, dice: « Si alguien por cansancio o por otra razón no quiere venir, que prosiga hasta Betsur. » Pero nadie dice nada. Prosiguen por el camino del valle que va en dirección de este a occidente. Después dan vuelta al norte para costear una colina que se interpone y así llegan al camino, que lleva de Jerusalén a Belén, exactamente cerca del cubo sobre el que hay una cúpula redonda, que señala la tumba de Raquel. Todos se acercan a orar respetuosamente.
«Aquí nos detuvimos, yo y José… está igual a entonces. Tan solo la estación es diferente. En ese entonces era un día frió de Casleu. Había llovido y los caminos estaban lodosos. Después sopló un viento helado y en la noche sobrevino la brisa. Los caminos se endurecieron, pero sobre de ellos pasaron los carros y la gente. Era como un mar lleno de barcas y mi asnito caminaba con fatiga…»
« Y tú, Madre mía, ¿no? »
« Oh, ¡Te tenía a Tí! …» Y lo mira con ojos tan dulces que conmueven. Vuelve a hablar: « La noche se acercaba y José estaba muy preocupado. A cada paso se estaba levantando un viento que cortaba… La gente se dirigía presurosa a Belén, chocando los unos contra los otros, y muchos se enojaban contra mi asnito que caminaba despacio, buscando donde poner las pezuñas… Parecía como si supiese que estabas Tú ahí… y que dormías la última noche en mi seno. Hacía frió… pero yo ardía. Sentía que estabas por llegar… ¿Llegar? Que podrías decir: ” Yo estaba aquí, desde hace nueve meses”. Pero entonces era como si bajases del Cielo. Los Cielos bajaban, bajaban sobre de mí, y yo veía sus resplandores… Veía arder la divinidad en su gozo de tu próximo nacimiento, y esos rayos me penetraban, me encendían, me abstraían … de todo … Frío … viento … gente … ¡de todo! Veía a Dios. . . De cuando en cuando y con esfuerzo lograba traer mi corazón a la tierra y sonreía a José que tenía miedo del frío y del cansancio que soportaba, y que guiaba al asnito por temor de que tropezase, y que me envolvía en la manta por miedo de que me fuese a resfriar .. Pero nada podía acaecer. No sentía los empujones. Me parecía como si caminase sobre un camino de estrellas, entre nubes de luz, como si me llevasen ángeles… y sonreía… primero a tí… te miraba a través de la barrera de la carne. Te miraba dormir con los puñitos cerrados en tu lecho de rosas frescas; Tú, capullo de lirio… luego sonreía a mi esposo que estaba muy afligido, tan afligido, para darle ánimos… también a la gente que ignoraba que ya respiraba en el aire del Salvador… Nos detuvimos cerca de la tumba de Raquel para que descansase un poco el asnito y para comer poco de pan y olivas, nuestras provisiones de pobres. Yo no tenía hambre. No podía tener hambre… estaba colmada de alegría… Emprendimos otra vez el camino … Venid. Os mostraré en donde encontramos al pastor… no creáis que me equivocaré. Vuelvo a vivir aquella hora y encuentro todos los lugares porque miro todo a través de una luz angelical. El ejército angélico tal vez aquí está de nuevo, invisible a nuestros ojos, pero visible a las almas con su resplandor, y así todo se descubre, todo se vuelve a ver. No pueden engañarse y me llevan… para alegría mía y vuestra. Ved, de aquel campo a este vino Elías con sus ovejas, y José le pidió leche para mí. Y allí en ese prado, nos detuvimos mientras ordeñaba la leche caliente y restauradora, y le daba sus avisos a José.

Venid, venid… este es el sendero del último valle antes de llegar a Belén. Tomamos este por el camino principal, al llegar a la ciudad, era un mar de gente y de animales… ¡Allí está Belén! Oh, ¡como lo amo! ¡Tierra querida de mis padres que me dieron el primer beso de mi Hijo! Te has abierto, buena y fragante como el pan, cuyo nombre tienes, para dar el Pan verdadero al mundo que muere de hambre. Me abrazaste como una madre, tú, en cuyo seno ha quedado el amor maternal de Raquel. Oh, tú, tierra santa, Belén davídica, primer templo dedicado al Salvador, a la Estrella matinal que nació de Jacob para indicar la ruta de los Cielos al linaje humano. ¡Mirad qué hermosa es la primavera! Pero también lo fue entonces, aunque los campos y los viñedos estaban desnudos. Un ligero velo de escarcha volvía a resplandecer en las ramas limpias, y parecían cubrirse de diamantes como si hubiesen sido envueltos en un velo impalpable paradisíaco. De las casas salía el humo. La cena se acercaba y el humo, que subía en espirales, hasta este borde, dejaba ver la ciudad que por no estar despejada no se descubría bien… Todo era limpio, silencioso… todo estaba en espera… de Tí, de Tí, ¡Hijo! La tierra presagiaba tu llegada… Te habrían presagiado también los betlemitas, pues no eran malos, aunque no lo creáis. No podían darnos hospedaje… En los hogares buenos y honrados de Belén se apretaban, arrogantes como siempre, sordos y soberbios, los que todavía ahora lo son, y que no podían sentirte… ¡Cuántos fariseos, saduceos, herodianos, escribas, essenios había! Oh, el que ahora ellos no puedan entender, les viene desde aquel entonces en que su corazón fue duro. Lo han cerrado al amor a aquella hermana suya, en aquella noche… y se quedaron, han permanecido en las tinieblas. Desde entonces rechazaron a Dios, al rechazar de su amor al prójimo.
Venid. Vamos a la gruta. Es inútil entrar en la ciudad. Los mejores amigos de mi Niño no están ya. Basta la naturaleza amiga con sus piedras, su río, su leña para hacer fuego. La naturaleza que sintió la llegada de su Señor… Venid sin miedo. Por aquí se da vuelta… Ved allí las ruinas de la Torre de David. ¡Oh! ¡Que la amo más que un palacio! ¡Benditas ruinas! ¡Bendito río! ¡Bendita planta que como por milagro te despojaste con el viento de todas tus ramas para que encontrásemos leña y pudiésemos encender fuego! »

María baja rápida a la gruta. Atraviesa el riachuelo sobre una tabla que hace de puente. Corre al lugar despejado en donde están las ruinas y cae de rodillas a sus umbrales. Se inclina y besa el suelo. La siguen los demás. Están conmovidos … El niño, al que no ha dejado ni un momento, parece como si escuchase una narración maravillosa y sus ojitos negros absorben las palabras y acciones de María. No se pierde de nada.

María se levanta, entra: « Todo, todo como entonces… Con excepción de que era de noche… José hizo fuego a la entrada. Entonces, sólo entonces, al bajar del asnito, sentí qué cansada y fría estaba yo… nos saludó un buey. Fui a donde estaba, para sentir un poco de calor, para apoyarme en el heno… José, aquí donde estoy, extendió heno que me sirviese de lecho, y lo secó por mí y por tí, Hijo, con el fuego que encendió en aquel rincón… porque era bueno como un padre en su amor de esposo-ángel… y unidos de la mano, como dos hermanos extraviados en la oscuridad de la noche, comimos nuestro pan y queso. Luego se fue allí para echar leña en la hoguera. Se quitó el manto para que tapase la abertura… en realidad bajó el velo ante la gloria de Dios que descendía de los cielos, ante Tí, Jesús mío… yo me quedé sobre el heno, al calor de los dos animales, envuelta en mi manto y mi cobija de lana… ¡ Querido esposo mío ! .. En aquella hora temerosa en que me encontraba solamente ante el misterio de la maternidad, hora que la mujer por vez primera ignora del todo y para mí, la hora de mi única maternidad, me encontraba sumergida ante lo ignoto del misterio que sería ver al Hijo de Dios salir de mi carne mortal, y él, José, fue para mí como una madre, un ángel… mi consuelo… entonces y… siempre.

Luego el silencio y el sueño envolvieron a José… para que no viese lo que para mí era el beso cotidiano de Dios… y a mí me llegaron las ondas inconmensurables del éxtasis que provenían de un mar de delicias, que me elevaban de nuevo sobre las crestas luminosas cada vez más altas. Me llevaban arriba, arriba con ellas, en un océano de luz, de alegría, de paz, de amor, hasta encontrarme sumergida en el mar de Dios, del seno de Dios… Se oyó una voz de la tierra: « ¿Duermes, María? » ¡Oh! ¡Tan lejana! … un eco, un recuerdo de la tierra… Es tan débil que el alma no se sacude y no sé como se pueda decir. Entre tanto subo, subo en ese abismo de fuego, de felicidad infinita, de un preconocimiento de Dios… hasta El, hasta El… ¡Oh! Pero ¿eres Tú el que naciste de mí, o soy yo la que nací de fulgores Trinos, aquella noche? ¿Soy yo quien te di, o Tú me aspiraste para darme? No lo sé…
Y luego la bajada, de coro en coro, de astro en astro, de capa en capa, dulce, lenta, bienaventurada feliz como una flor que es llevada en alto por un águila y luego se le deja que se vaya, y que poco a poco desciende sobre las alas del aire, que se hace más hermosa a causa de la lluvia, con su arco iris que se eleva al cielo, y luego se encuentra en el lugar en donde nació… Mi diadema: ¡Tú! Tú sobre mi corazón…
Sentada aquí, después de haberte adorado de rodillas, te amé. Finalmente pude amarte sin las barreras de la carne; y de aquí me levanté para llevarte al amor del que como yo era digno de amarte entre los primeros. Y aquí, entre estas dos columnas rústicas, te ofrecí al Padre. Y aquí por primera vez estuviste sobre el pecho de José… luego te envolví entre pañales y juntos te colocamos aquí… Yo te mecía en mis brazos, mientras José secaba el heno en la hoguera y lo conservaba caliente, metiéndoselo en el pecho. Después allí ambos te adoramos. Inclinados sobre Tí, para aspirar tu aliento, para ver a qué grado puede conducir el amor, para llorar lágrimas que ciertamente se vierten en el cielo al ver la gloria inexhausta de Dios. »
María, que al recordar aquella noche ha ido y venido señalando los lugares, llena de amor, con un parpadear de llanto en sus ojos azules y con una sonrisa de alegría en su boca, se inclina ahora sobre su Jesús, que está sentado sobre una gran piedra, y lo besa en los cabellos, llorando, adorándolo como en aquel entonces …
« Y luego los pastores vinieron a adorarte aquí adentro con su buen corazón. Era el primer suspiro de la tierra que entraba con ellos. Era el olor de la humanidad, de rebaños, de heno. Y afuera los ángeles, que te adoraban con amor, que te cantaban con cánticos que jamás repetirá creatura humana; que te amaban con el amor de los cielos, con el aire del cielo que entraba con ellos, que te traían con sus fulgores… tu nacimiento, ¡oh bendito! … »

María está arrodillada al lado de su Hijo y llora de emoción con la cabeza apoyada sobre sus rodillas. Nadie se atreve a romper el silencio. Más o menos emocionados los presentes se dirigen miradas, como si sobre las telarañas y piedras toscas esperasen ver pintada la escena que acababan de escuchar…
María vuelve a decir: « Este fue el nacimiento de mi Hijo. Nacimiento infinitamente sencillo, infinitamente grande. Lo he referido con mi corazón de mujer, no con palabras sabias de un maestro. No hubo nada más, porque fue la cosa más grande de la tierra, escondida bajo las apariencias más comunes. »
« ¿Y al día siguiente? ¿Y luego? » Preguntan varios, entre cuyas voces están las de las dos Marías.
« ¿El día siguiente? Oh, muy sencillo. Fui la madre que amamanta a su niño, que lo lava, que lo envuelve en pañales como lo hacen todas las madres. Calentaba el agua, que tomaba del río cercano, sobre el fuego encendido allá afuera para que el humo no hiciese llorar a estos ojitos azules, en el rincón más separado, en una vieja jofaina lavaba a mi Hijo y le ponía pañales frescos. Iba al río a lavar estos y los ponía a secar al sol… y luego, alegría que no puede descifrarse, ponía a mi Hijo sobre mi pecho y el bebía mi leche. Se ponía cada día más bonito y feliz. El primer día, en la hora de más calor, fui a sentarme allí afuera para verlo mamar. Aquí la luz no entra, se filtra, y luz y llama dan aspectos caprichosos a las cosas. Fui allá afuera al sol… y miré al Verbo encarnado. La madre conoció entonces a su Hijo, y la sierva de Dios a su Señor. Y fui mujer y adoradora… Después la casa de Ana… Los días que pasaste en la cuna, tus primeros pasos, tus primeras palabras… Pero esto sucedió después, a su tiempo … Nada, nada fue semejante a la hora en que naciste… sólo cuando regrese a Dios encontraré esa plenitud…»
« Pero… ¡partir así cuando se acercaba! ¡Qué imprudencia! ¿Por qué no esperaron ?… El decreto concedía un lapso largo de tiempo para casos excepcionales como el nacimiento o enfermedad… Alfeo me lo dijo…» dice María de Alfeo.
« ¿Esperar? Oh, ¡no! Aquella tarde cuando José llevó la noticia, tú y yo, Hijo saltamos de alegría. Era la llamada… porque aquí, sólo aquí debías de nacer, como habían predicho los profetas; y aquel decreto imprevisto fue como un cielo piadoso que borraba de José aún el recuerdo de su sospecha. Era lo que esperaba para tí, para él, para el mundo judío y para el mundo futuro, hasta la consumación de los siglos. Estaba dicho. Y como tal así sucedió. ¡Esperar! ¿Puede la novia poner obstáculos a su sueño de bodas? ¿Por qué esperar? »
« Por todo lo que podía suceder…» vuelve a decir María de Alfeo.
« No tenía ningún miedo. Me apoyaba en Dios. »
« Pero ¿sabías que todo sucedería así? »
« Nadie me lo había dicho, y de hecho no pensaba en ello, tanto que para dar ánimos a José permití que él y vosotros dudaseis de que el tiempo de su nacimiento no estaba cercano. Pero yo sabía, sabía que para la Fiesta de las Luces habría nacido la Luz del Mundo. »
«Tú más bien, Mamá, ¿por qué no acompañaste a María? Y ¿por qué no pensó en ello mi padre? Deberíais haber venido también vosotros aquí. ¿No vinisteis todos? » Pregunta con un tono de reproche Judas Tadeo.
« Tu padre había decidido venir después de las Encenias y lo dijo a su hermano, pero José no quiso esperar. »
« Pero tú al menos…» le objeta Tadeo.
« No le reproches, Judas. De común acuerdo encontramos que era justo poner un velo sobre el misterio de este nacimiento. »
« ¿Sabía José que sucedería con esas señales? Si tú no lo sabías, ¿cómo podía saberlas él? »
« No sabíamos nada, excepto de que El debía nacer. »
« ¿Entonces? »
« Entonces la Sabiduría divina nos guió, como era justo. El nacimiento de Jesús, su presencia en el mundo, debía presentarse sin nada que fuese extraordinario, que pudiese incitar a Satanás. Vosotros veis que el rencor que existe todavía en Belén contra el Mesías es una consecuencia de su primera epifanía. La envidia diabólica se aprovechó de la revelación para derramar sangre, odio. ¿Estás contento, Simón de Jonás, que ni hablas y como que ni respiras? »
« Muy contento… tanto, que me parece estar fuera del mundo, en un lugar todavía más santo que si estuviese más allá que el velo del Templo… tanto que… ahora que te he visto en este lugar y con la luz de entonces, creo siempre haberte tratado con respeto, como a una mujer, una gran mujer. Ahora… ahora no me atreveré a decirte como antes: “María”. Para mí, antes, eras la Mamá de mi Maestro, ahora, ahora te he visto sobre las cimas de esas ondas celestiales. Te he visto cual reina, y yo miserable soy tu esclavo » se arroja en tierra y besa los pies de María.
Jesús ahora habla: « Levántate, Simón. Ven aquí, cerca de Mí. » Pedro va a la izquierda de Jesús, porque María está a la derecha: « ¿Quienes somos ahora nosotros? » Pregunta Jesús.
« ¿Nosotros? … Somos Jesús, María y Simón- »
« Muy bien. Pero… ¿cuántos somos? »
« Tres, Maestro. »
« Entonces, una trinidad. Un día en el Cielo, en la divina Trinidad afloró un pensamiento: ” Ahora es tiempo de que el Verbo vaya a la tierra “, y en un palpitar amoroso el Verbo vino a la tierra. Se separó por esto del Padre y del Espíritu Santo. Vino a trabajar a la tierra. En el Cielo los dos se habían quedado, contemplando las obras del Verbo, permaneciendo más unidos que nunca para fundir Pensamiento y Amor para ayudar a la Palabra que obra en la tierra. Llegará un día en que del cielo se oirá una orden: “Es tiempo que regreses porque todo está cumplido” y entonces el Verbo regresará a los cielos, así… (Jesús da un paso atrás dejando a María y a Pedro en donde estaban) y de lo alto del cielo contemplará las obras de los dos que han quedado en la tierra, los cuales, por un movimiento santo, se unirán más que nunca, para unir poder y amor y con ellos cumplir el deseo del Verbo: “La Redención del Mundo a través de la perpetua enseñanza de su Iglesia”. Y el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo con sus rayos de luz entretejerán una cadena para estrechar siempre más a los dos que quedan sobre la tierra: a mi Madre, el amor; y a tí, el poder. Debes, sí, tratar a María como a Reina pero no como esclavo. ¿No te parece? »
« Me parece todo lo que quieras. ¡Estoy anonadado! ¿Yo el poder? Oh, si debo ser el poder, ¡entonces no me queda más que apoyarme sobre Ella! Oh, Madre de mi Señor, no me abandones jamás, jamás…»
« No tengas miedo. Te tendré siempre así de la mano, como hacía con mi Niño, hasta que fue capaz de caminar por Sí solo. »
« Y ¿luego? »
« Luego te sostendré con mis plegarias. ¡Ea! Simón, no dudes jamás del poder de Dios. No dudé yo, ni tampoco José. Tampoco” debes hacerlo. Dios ayuda hora tras hora, si permanecemos humildes y fieles… Venid ahora acá afuera, cerca del río, a la sombra del árbol que, si estuviese más avanzada la estación del verano, nos proporcionaría manzanas. Venid. Comeremos antes de irnos… ¿En dónde, Hijo mío? »
« En Yala. Está cerca. Y mañana iremos a Betsur. »
Se sientan bajo la sombra del manzano y María se recarga sobre el tronco. Bartolomé la mira fijamente, cómo acepta de su Hijo los alimentos que ha bendecido. ¡Tan joven y todavía emocionada celestialmente con la revelación que acaba de escuchar! Sonríe a su Hijo con ojos de amor y dice en voz baja: « ” A la sombra de él me senté y su comida fue dulce a mi paladar”. »
Le responde Judas Tadeo: « Es verdad. Ella languidece de amor, pero no se puede decir que despertó bajo un manzano.»
« Y ¿por qué no hermano? ¿Qué sabemos nosotros de los secretos del Rey? » Responde Santiago de Alfeo.
Y Jesús sonriendo dice: « La nueva Eva fue concebida por el Pensamiento a los pies del manzano paradisíaco para que con su sonrisa y llanto ahuyentase a la serpiente y desintoxicase el fruto envenenado. Ella se convirtió en árbol por el fruto redentor. Venid, amigos y comed de él. Porque alimentarse de su dulzura es alimentarse de la miel de Dios. »
« Maestro, responde a una pregunta mía que hace tiempo he querido hacerte. El Cántico de que estamos hablando ¿incluye a Ella? » Pregunta despacio Bartolomé mientras María se ocupa del niño y habla con las mujeres.
« Desde el principio del libro se habla de Ella, y de Ella se hablará en los libros futuros hasta que la palabra del hombre se cambie en el sempiterno hosanna de la eterna Ciudad de Dios » y Jesús se dirige a las mujeres.
« ¡Como se percibe que desciende de David! ¡Qué Sabiduría! ¡Qué poesía! » Dice Zelote hablando con sus compañeros.
« Pues bien » interviene Iscariote que todavía bajo los sentimientos de días anteriores habla poco, pero tratando de volver a tener la misma franqueza de antes, dice: « pues bien yo querría comprender por qué debió acaecer la Encarnación. Sólo Dios puede hablar de modo que derrote a Satanás. Sólo Dios puede tener el poder de redención. Esto no lo dudo. Pero me parece que el Verbo no debía de haberse envilecido tanto haciéndose como los demás hombres, y sujetándose a las miserias de la infancia y de las demás de la vida. ¿No habría podido aparecer con forma humana, ya adulto, en forma adulta? O si quería tener una Madre, ¿podía haberse buscado una adoptiva, así como hizo con su padre? Me parece que una vez se lo pregunté, pero no me respondió ampliamente, o no lo recuerdo. »
«Pregúntaselo; pues que de eso estamos hablando…» dice Tomás.
« Yo no. Lo hice enojar un poco y no me siento perdonado. Preguntádselo por mí.»
« Pero, perdona. Nosotros aceptamos todo sin tener elucubraciones, y ¿debemos hacer la pregunta? ¡No es justo! » Replica Santiago de Zebedeo.
« ¿Qué cosa no es justo? » pregunta Jesús.
Silencio. Zelote se hace intérprete de los demás.
« No te guardo rencor. Esto ante todo. Hago las observaciones necesarias, sufro y perdono. Esto para quien tiene miedo, fruto todavía de su turbación. En cuanto a la Encarnación real que llevé a cabo, escuchad: ” Es justo que así haya sido”. En el futuro Muchos caerán en errores sobre mi Encarnación, y me darán exactamente las formas erróneas que Judas querría que hubiese tomado. Hombre, aparentemente con cuerpo, pero en realidad, fluido como un juego de luces, por lo cual sería y no sería carne real. Y sería y no sería verdadera maternidad de María. En verdad Yo tengo un cuerpo real y María, en verdad, es la Madre del Verbo Encarnado. Si la hora del nacimiento no fue sino un éxtasis, la razón es, porque Ella es la nueva Eva sin peso de culpa y sin herencia de castigo. Pero no me envilecí al descansar en Ella ¿acaso el maná encerrado en el Tabernáculo se envileció? “. No, antes bien se honró con estar ahí. Otros dirán que no teniendo Yo cuerpo real, no padecí y no morí durante mi permanencia en la tierra. No pudiendo negar que Yo existí, se negará mi Encarnación real, o mi Divinidad verdadera. En verdad os digo que soy Uno con el Padre in eterno, y estoy unido a Dios como hombre, porque en verdad ha acontecido que el Amor haya llegado a lo inimaginable en su perfección, revistiéndose de carne para salvar la carne. A todos estos errores responde mi vida entera, que da sangre desde mi nacimiento hasta la muerte, y que se ha sujetado a lo que es común con el hombre excepto el pecado. Nacido, sí, de Ella. Y para vuestro bien. Vosotros no sabéis cómo se ablanda la Justicia desde que tiene a la Mujer como colaboradora. ¿Estás contento ahora, Judas? »
« Sí, Maestro.»
« Haz lo mismo conmigo. »
Iscariote inclina la cabeza, avergonzado, y tal vez emocionado ante una bondad tan grande.
Se quedan allí por un poco más de tiempo bajo el manzano. Quién duerme, quién ronca. María se levanta, vuelve a la cueva, Jesús la sigue…

 

Biografía de María Valtorta

Nació el 14.3.1897, en Caserta, Italia. Su padre, sargento mayor del Ejército Italiano, era de carácter tierno y amoroso. Fue hija única. Su madre, profesora de francés, era dura y severa.

A los cuatro años y medio, la llevaron a estudiar en el asilo de las Religiosas Ursulinas de Vía Lanzone, donde tuvo su primer encuentro con Dios. Allí comenzó a nacer en la pequeña “el ansia por consolar a Jesús, haciéndose semejante a El en el dolor voluntariamente aceptado por amor”.

En 1904, a los siete años de edad, pasó al Instituto de las Religiosas Marcelinas, para iniciar allí los estudios elementales, distinguiéndose de inmediato como la “primera de la clase por la inteligencia, don de Dios”. En 1907 pasó a la escuela estatal, asistiendo contemporáneamente, por exigencia de su madre, a las lecciones de francés dadas por un grupo de religiosas expulsadas de Francia.

Gracias a las religiosas francesas, en 1908 pudo recibir su Primera Comunión. Con gran dolor por su parte, el padre no asistió porque la madre había juzgado inútil su presencia. En 1909, por el despotismo de su madre y por la timidez de su padre debió dejar su casa para entrar en un internado (el Colegio Bianconi de las Hermanas de la Caridad de María Santísima Niña). Permaneció allí hasta 1913.

Su carácter “generoso, firme, fuerte, fiel” mereció el sobrenombre de “valtortino”; su amor al estudio, al orden, a la obediencia le procuró ser citada como “alumna modelo”. Una vez más su madre se interpuso en su vida, y obligó a María a que estudiase Tecnología, aún cuando ella no tenía cualidades para las matemáticas. No superó las pruebas en ciencias exactas, por lo cual no tuvo más remedio que recuperar el tiempo perdido con todas sus fuerzas y terminar el programa clásico, consiguiendo el diploma.

En 1913 su familia se trasladó a Florencia. Allí María conoció a Roberto, de hermosa presencia, rico y doctorado en literatura. Era muy bueno, serio y afable. Se quisieron mucho, “con un amor silencioso, paciente y respetuoso”. Pero inexorablemente la madre tronchó, en su nacimiento, aquel tierno sentimiento. Suerte que le cupo nueve años después, cuando se encontró con otro joven llamado Mario, “un joven cuya madre había muerto”. Al principio María trató con él para servirle de “luz”, de “guía”, para que “llegase a ser un buen hombre, y un valiente oficial”. Para María “amar era tan necesario como el respirar”, pero había de ir a Dios “después de haber visto cuán efímeros son los cariños humanos”.

En 1916, “en un período tremendo, de desesperación y de ansias”, el Señor volvió a llamarla por medio de un sueño, que permaneció “vivo” en María durante toda la vida. En el sueño, María es socorrida por Jesús, cuyas palabras de admonición y de piedad, unidas a un gesto de absolución y de bendición, fueron para ella “un lavado que la purificó completamente”. Se despertó “con el alma iluminada por algo que no era terrenal”.

En 1917 María entró en las filas de las enfermeras samaritanas, y durante dieciocho meses prodigó sus cuidados en el hospital militar de Florencia. Pidió que se le confiasen los soldados y no los oficiales porque “había ido a servir a los que sufren, no por alardes o para buscar marido”. Ejercitando la caridad se sintió obligada “dulcemente a acercarse cada vez más a Dios”.

El gesto de su gradual inmolación partió de un golpe violento que sufrió el 17 de marzo de 1920. Iba con su madre por la calle “cuando un rapaz delincuente le pegó en los riñones con una barra de hierro, que había arrancado de una cama. Con todas sus fuerzas le dio un terrible golpe”. Permaneció en cama tres meses y fue como comenzar a saborear su futura y completa enfermedad.

En ocasión de visitar a su tía Clotilde, “una mujer muy culta”, el Señor se sirvió de un libro para darle otro “impulso fuerte”. El Santo de Antonio Fogazzaro fue la novela que “imprimió en su corazón una señal, indeleble, una señal por demás buena”.

María Valtorta experimentó en manera más sensible ciertas percepciones psíquicas, que ya en los años precedentes había advertido bajo la forma de “premoniciones” o de “otros hechos extraños”. Se trataba, en particular, de la sensación “como de que sus dedos se alargaban, se hicieran larguísimos hilos lanzados al espacio, y que estos hilos se fueran uniendo a otros iguales” que salían de otras personas, como con deseo de unirse entre sí.

En septiembre de 1924, la familia Valtorta se trasladó definitivamente a Viareggio, en donde ocuparon una “casita” recién comprada. Allí, María continuó llevando una vida retirada, fuera de “alguna salida al mar o al bosque” y de las que hiciera “a comprar lo necesario para cada día”, lo que le permitía hacer visitas a Jesús Sacramentado, sin atraerse las iras de la madre. Había empezado para ella “una nueva etapa en su vida, en la que crecía más en Dios”.

Atraída por el ejemplo de Santa Teresita del Niño Jesús, cuyo libro Historia de un Alma, leyó con sumo gusto. El 28 de enero de 1925 se ofreció como víctima al Amor Misericordioso, renovando después “cada día” este acto de ofrecimiento. A partir de ese momento creció sin medida su amor por Jesús, hasta llegar a sentir su presencia en sus propias palabras y en sus propias acciones. Llevada del ansia de servir a Dios, quiso entrar en la Compañía de San Pablo, pero tuvo que contentarse con desarrollar “un apostolado humilde, escondido, conocido sólo por Dios, fortalecido más por el sufrir que por el obrar”. Pero, a partir de 1929, cuando entró en la Acción Católica como delegada de cultura de los jóvenes, pudo darse abiertamente al bien de las almas, trabajando con entusiasmo y dando conferencias que atraían numerosos oyentes “aún entre los no practicantes”.

En tanto venía madurando en ella la fuerte decisión de ofrecerse como víctima a la Justicia Divina, a lo cual se preparaba “con una vida que crecía cada vez más en pureza y mortificación”. Ya “de tiempo atrás” había “hecho los votos de virginidad, pobreza y obediencia”. Cumplió su nuevo acto de ofrecimiento el 1° de julio de 1931. Mas los sufrimientos físicos y espirituales no cedieron un sólo momento.

El 4 de enero de 1933 fue el último día que María, caminando con extrema fatiga, pudo salir de casa. Y desde el 1° de abril de 1934 no se levantó ya más del lecho, dando inicio en un “intenso transporte de amor”, a su larga y penosa enfermedad. Se convirtió “en el instrumento de las manos de Dios”. Su misión era la de “sufrir, expiar y amar”.

El 24 de mayo de 1935, en la casa de María Valtorta entró Marta Diciotti, quien llegaría a ser la compañera fiel de María, la “oyente” de sus escritos, la que la asistiría amorosamente hasta la muerte, y que conservó “sus memorias”.

Y María continuó en su lecho de enferma, a sufrir y a amar, haciéndose cada vez más disponible a la Voluntad de Dios, consolando a los afligidos, enderezando a los desviados en el espíritu, recibiendo dolorosas advertencias sobre su grave hora presente, revelando en cada cosa la fuerza varonil de su carácter y la clara inteligencia de su mente fija en Dios.

Hacia el año 1942, un sacerdote fue a visitarla. Era el buen padre Romualdo Migliorini, de la Orden de los Siervos de María, que durante cuatro años fue su director Espiritual. En 1943 le ordenó a María Valtorta que escribiera su autobiografía, y que dijese “todo lo bueno y todo lo malo”, sin preocuparse de cosa alguna.

Pero su verdadera actividad de escritora debía iniciarse de inmediato, por una fuerte presión del Altísimo, que encontró en ella un instrumento dócil y pronto. En pocos años, entre indecibles sufrimientos del alma y del cuerpo, provocados por acontecimientos y personas, en condiciones absolutamente desfavorables, María Valtorta llenó quince mil páginas de cuaderno, que hoy en día son casi universalmente reconocidas como un monumento de doctrina y de literatura. Esta maravilla de Dios es una colección de varios tomos denominada “El Hombre-Dios”.

Los actos de ofrecimiento no habían terminado. El 18 de abril de 1949 María ofrecía a Dios el sacrificio de no ver la aprobación de su Obra, uniendo a este sacrificio el precioso don de su propia inteligencia. El Señor aceptó este sacrificio. María no pudo tener la satisfacción de saber que su obra era aprobada.

Cuando quedó del todo inactiva (ella aún en el lecho escribía o trabajaba y jamás había sido ociosa), conservó su aspecto lúcido y sereno. Permanecía quieta en su lecho como una niña grande, llegando por último a la necesidad de ser alimentada, pero no pedía jamás nada. Pocos la visitaban. Pocos eran los amigos. En medio de este silencio María acabó sus últimos días el 12 de octubre de 1961, a los 65 años de edad y 28 de enferma. En un escrito suyo de 1944 leemos lo que el Señor le había dicho: “Cuán feliz serás cuando te des cuenta de estar en Mi mundo para siempre y de haber venido del pobre mundo. Lo harás sin pensar en ello, pasando de una visión a la realidad, como un pequeñuelo que sueña con su madre y que se despierta abrazado a ella, que lo aprieta contra su corazón. Así haré Yo contigo”.

Murió en el mismo lecho que había visto los sufrimientos, los trabajos, el ofrecimiento y la piadosa muerte de la enferma escritora de Viareggio, que desde varios años atrás había dispuesto la frase que debía escribirse en los recordatorios: “He terminado de sufrir, pero continuaré amando”.

Los pocos y respetuosos visitantes pudieron admirar el candor de su mano derecha, la que había sido considerada la “pluma del Señor”, mientras la izquierda iba livideciendo. Y sus rodillas, que habían sido su escritorio, aparecían ligeramente dobladas, ahora que ella se encontraba en reposo verdadero.

Diez años más tarde, el 12 de octubre de 1971 fueron exhumados sus restos, que fueron sometidos a un tratamiento especial para asegurar su conservación, y fueron colocados en el nicho de la familia en la Galería del Redentor del mismo cementerio de Viareggio.

El 2 de julio de 1973 los restos de María Valtorta pudieron ser trasladados a la Santísima Annunziata de Florencia y sepultados en la Capilla del Capítulo que da al grande claustro que forma parte de la famosa basílica florentina, que está a cargo de los padres servitas.

 

Resurrección de Jesús

Visiones – la Resurrección de Jesús

LA GLORIFICACIÓN

1. La mañana de la resurrección
(Escrito el 1° de abril de 1945)

Las mujeres vuelven a ocuparse de los aceites que, en la noche, debido al fresco del patio, se han hecho una masa espesa.

Juan y Pedro creen que estaría mejor si se pusiera en orden el Cenáculo, limpiando la vajilla, y después poner otra vez todo, como si apenas hubiera terminado la cena.
«El lo ha dicho» dice Juan.
«También dijo: “¡No durmáis”! Lo mismo que: “No seas soberbio, Pedro. Ten en cuenta que la hora de la prueba está por venir”. Y… y añadió: “Tú me negarás…”» Pedro llora de nuevo mientras añade con negro dolor: « ¡Y yo renegué de El!»
« ¡Basta Pedro! Ya has tornado. ¡Basta de atormentarte!»
«Jamás, jamás bastará. Aunque llegara a ser viejo como los primeros patriarcas, aunque viviese setecientos o novecientos años como Adán y Sus primeros descendientes no olvidaré jamás esta pena.»
« ¿No confías en su misericordia?»
«Sí. Si no confiase, sería como Iscariote, un desesperado. Pero aunque me perdone desde el seno del Padre a donde ha tornado, yo no me perdono. ¡Yo, yo! Yo que dije: “No lo conozco”, porque en esos momentos era peligroso conocerlo, porque tuve vergüenza de ser su discípulo, porque he tenido miedo del tormento… El marchó a la muerte y yo… pensé en salvar mi vida, y para esto lo rechacé como rechaza una mujer pecadora el fruto de su seno, después de haberlo dado a luz, porque es peligro para ella, y lo hace antes de que regrese su marido que no sabe nada. He sido peor que una adúltera… peor que…»

Magdalena atraída por los gritos entra. «No hagas tanto ruido. María te está oyendo. ¡Está tan agotada! No tiene fuerzas para nada y todo le hace mal. Tus gritos inútiles y tontos vuelven a recordarle lo que habéis sido…»
« ¿Ves? ¿Lo ves, Juan? Una mujer puede hacerme callar. Y tiene razón, porque nosotros los varones, los consagrados al Señor, no hemos sabido más que mentir o huir. Las mujeres han sido valientes. Tú, joven y puro que pareces una mujercilla, tuviste el valor de quedarte. Nosotros, nosotros, los fuertes, los hombres, huimos. ¡Oh, qué desprecio debe tener el mundo de mí! ¡Dímelo, dímelo, mujer! ¡Tienes razón! Ponme tú
pie sobre la boca que mintió. Ponía bajo la suela de tu sandalia, donde habrá un poco de su sangre. Y solo esa sangre mezclada con el polvo del camino podrá perdonarme un poco, podrá dar un poco de paz al renegador. ¡Debo acostumbrarme al desprecio del mundo! ¿Qué soy yo? Decídmelo: ¿Qué soy?»
« ¡Eres un gran soberbio!» le contesta calmadamente Magdalena. « ¿Te duele? Puede ser. Pero tú crees que de las diez partes de tu dolor, cinco, para no ofenderte con decir seis, proceden del dolor de poder ser despreciado. Si continúas chillando, haciendo tonterías como una estúpida mujercilla, de veras que te despreciaré. Lo hecho, hecho está. Los gritos necios no pueden reparar nada, ni anular algo. No hacen más que atraer la atención y mendigar una piedad que no merecen. Sé varón en tu arrepentimiento. No chilles. Yo… tú sabes lo que fui… Pero cuando comprendí que era más despreciable que un vómito, no me entregué a convulsiones. Lo hice públicamente. Sin pedir excusas, sin dármela. ¿El mundo me iba a despreciar? Tenía la razón. Lo merecía. El mundo decía: “¿Un nuevo capricho de la prostituta?” ¿Y el seguir a Jesús lo llamaba con una blasfemia? Tenía razón. El mundo no podía olvidar mi conducta anterior, que justificaba todo lo que se pensaba de mí. ¿Y qué? El mundo ha tenido que convencerse que María no era más pecadora. Con los hechos he convencido al mundo. Haz también tú lo mismo, y cállate.»

«Eres dura, María» objeta Juan.
«Más para conmigo que para con los otros. Lo reconozco. No tengo la mano tan suave como la tiene la Madre de Jesús. Ella es el amor. Yo… he despedazado mi pasión con el azote de mi querer. Y lo haré más. ¿Crees que me haya perdonado de haberme entregado completamente a la lujuria? No. Pero no lo digo más que a mí misma, y siempre me lo repetiré. Moriré con este secreto sentimiento de haber sido la corruptora de mí misma, en medio de un dolor inconsolable, de haberme profanado y de no haber podido dar a El sino un corazón pisoteado… Mira… he trabajado más que todos en la preparación de los bálsamos… Y con más valor que las otras lo descubriré… ¡Oh, Dios, cómo estará ya! (Magdalena palidece al sólo pensarlo). Lo cubriré con nuevos bálsamos, quitando los que de seguro estarán ya fétidos sobre sus numerosas heridas… Lo haré, porque las otras parecerán clemátides después de un aguacero… Pero siento pena hacerlo con estas manos mías que regalaron tantas caricias lascivas, de acercarme con este cuerpo mío manchado junto a su santidad… Quisiera… Quisiera tener la mano de la Madre Virgen para hacer la última unción…»
Llora ahora despacio, sin estremecimientos. ¡Cuan diversa es de la Magdalena teatral que nos presentan! Es el mismo llanto sin ruido en que prorrumpió el día en que la perdonó Jesús en casa del fariseo. « ¿Dices tú que… tendrán miedo las mujeres?» le pregunta Pedro.
«No… Pero perderán su serenidad ante su cuerpo ciertamente ya corrupto… hinchado… negro. Y luego, esto es verdad, tendrán miedo de los guardias.»
« ¿Quieres que vayamos con vosotras Juan y yo?»
« ¡Ah, eso no! Nosotras todas vamos, porque fuimos las que estuvimos allá arriba. Por esto es justo que todas estén alrededor de su lecho de muerte. Tú y Juan quedaos aquí. Ella no puede quedarse sola…»
« ¿No va Ella?»
«No queremos que vaya.»
«Está segura que resucitará… ¿Y tú?»
«Yo, después de María, soy la que más creo. Siempre he creído que puede suceder así. El lo ha dicho. El nunca miente… ¡El!… Antes lo llamaba Jesús, Maestro, Salvador, Señor… Ahora, ahora me lo imagino tan majestuoso que no, que no me atreveré a darle un nombre… ¿Qué le diré cuando lo vea?»
« ¿Pero crees que resucitará?…»
« ¡No hay duda! Con seguiros diciendo que creo y con el oíros decir que no creéis, terminaré también como vosotros. He creído y sigo creyendo. He creído y desde hace tiempo le tengo preparada la vestidura. Para mañana, porque mañana es el tercer día, se la llevará. La tengo a la mano…»
« ¡Acabas de decir que estará negro, hinchado, feo!»
«Feo jamás. Feo es el pecado. ¡Sí, estará negro! ¡Y qué! ¿Lázaro no estaba ya corrupto?, y con todo resucitó. Su cuerpo quedó curado. ¡Pero si lo afirmo!… No digáis nada, ¡vosotros faltos de fe! También dentro de mí la razón humana me dice: “Ha muerto y no resucitará”. Pero mi espíritu, “su” espíritu, porque El me dio un nuevo espíritu, grita, y parecen ser toques de trompetas doradas que dijeren: “¡Resucita! ¡Resucita! ¡Resucita!” ¿Por qué me arrojáis cual navecilla contra los arrecifes de vuestras dudas? ¡Yo creo! ¡Creo, Señor mío! Lázaro con profunda pena ha obedecido al Maestro y se ha quedado en Betania… Yo que sé quién es Lázaro de Teófilo: un valiente, no un cobardón, puedo medir su sacrificio de quedarse a la sombra y de no estar junto al Maestro. Pero ha obedecido. Más heroico obedeciendo de este modo que si lo hubiera arrancado de sus enemigos con las armas. He creído y creo. Y estoy aquí, en su espera. Dejadme ir. Se levanta el día. Tan pronto podamos .ver mejor, iremos al sepulcro…»
Magdalena con su cara quemada del llanto se va. Va a donde la Virgen.

« ¿Qué le pasó a Pedro?»
«Una crisis de nervios. Ya se le pasó.». «No seas dura, María. El sufre.»
«También yo sufro, pero no te he pedido ni siquiera una caricia. A él ya lo has curado… Y sin embargo yo pienso que la que necesita de ayuda eres tú, ¡Madre mía, santa, hermosa! Ten ánimos… Mañana es el tercer día. Nos encerraremos aquí dentro, nosotras dos, las dos que lo amamos tanto. Tú, la Enamorada santa, yo la pobre enamorada… que me esfuerzo en serlo. Lo esperaremos… A los que no creen los echaremos de aquella parte… Traeré aquí muchas rosas… Voy a hacer que traigan hoy el cofre… Pasaré por el palacio y le daré órdenes a Leví. ¡Largo todas esas cosas horribles! No las debe ver nuestro Resucitado… Muchas rosas… Tú te pondrás un nuevo vestido… No debes estar así. Te peinaré, te lavaré ese rostro que el llanto ha desfigurado. Joven eterna, te haré de madre… Finalmente tendré el consuelo de cuidar de alguien que es más inocente que un recién nacido.» Magdalena con su exhuberancia cariñosa aprieta contra su pecho la cabeza de María que está sentada, la besa, la acaricia, le compone los cabellos detrás las orejas, le seca las lágrimas que siguen bajando por su vestido…
Entran las mujeres con lámparas, ánforas y vasos de bocas anchas. María de Alfeo lleva un mortero pesado.
«No se puede estar afuera. Hace viento y se apaga la lámpara» dice.
Se hacen a un lado. Ponen sobre una mesa larga, no ancha, todas sus cosas y luego dan un vistazo a los bálsamos, mezclando en el mortero, con polvo blanco que secan a puños de un costalito, la pesada crema de las esencias. Hacen la mezcla trabajando con ahínco y luego llenan un vaso grande. Lo ponen en el suelo. Hacen lo mismo con otro. Perfumes y lágrimas caen sobre las resinas.
Magdalena dice: «No esperaba haberte preparado esta unción.» Porque ha sido la que ha dirigido la preparación de los perfumes, tan fuertes que abren la puerta y un poco la ventana que da al jardín, que apenas se distingue.

Todas lloran después de las palabras de Magdalena.
Han terminado. Todos los vasos están llenos.
Salen con las ánforas vacías, el mortero que no utilizarán, con muchas lámparas, de las cuales quedan dos en la habitación, que con sus llamitas tímidas, parecen temblorosas.
Vuelven a entrar las mujeres. Cierran la ventana porque el amanecer es un poco trío. Se ponen los mantos, y toman las bolsas en que meten los vasos de bálsamo.
María se levanta y busca su manto, pero todas la rodean persuadiéndola a que no vaya.
«No puedes estar de pie, María. Hace dos días que no tomas nada de alimento. Y sólo has bebido un poco de agua.»
«Cierto, Madre. Vamos y pronto terminaremos. Regresamos inmediatamente. »
«No tengas miedo. Lo embalsamaremos como a un rey. ¡Mira que bálsamos preciosos hemos preparado! ¡Y cuánto!…»
«No dejaremos miembro o herida. Lo haremos con nuestras propias manos. Somos fuertes y somos madres. Lo pondremos como se pone a un niño en la cuna. Los otros no tendrán que hacer sino cerrar su sepulcro. »
La Virgen insiste: «Es mi deber. Siempre yo tuve cuidado de El. Sólo en estos tres años que fue del mundo, lo cedí a los demás cuando estaba lejos de mí. Ahora que el inundo lo ha rechazado y renegado de El, nuevamente es mío. Torno a ser su sierva.»
Al umbral se han asomado Pedro y Juan sin que las mujeres los vieran. Pedro al oír las últimas palabras se va. Se esconde en un rincón a llorar su pecado. Juan no se muevo, pero no protesta. Quisiera ir también él, pero hace el sacrificio de quedarse junto a la Virgen.

Magdalena lleva nuevamente a María a su asiento. Se le arrodilla, la abraza en las rodillas, levantando su cara dolorosa y enamorada. Le dice: «El sabe y ve todo con su Espíritu. Pero a su cuerpo le diré tu amor, tu deseo con besos. Sé lo que es el amor. ¡Sé qué amargo aguijón es! ¡Qué hambre es! Qué nostalgia de estar con quién para nosotros es el amor. Y esto aun en los viles amores que parecen oro, y no son más que fango. Ahora que la pecadora sabe lo que es el amor santo por la misericordia viviente, que los hombres no han logrado amar, mucho mejor puede comprender qué cosa sea tu amor, Madre. Sabes que yo sé amar. Sabes que El lo ha dicho, cuando nací verdaderamente en aquella tarde, allá en las riberas de nuestro lago sereno, que yo sé amar mucho. Ahora este grandísimo amor mío, como agua que se desborda de una aljofaina, como rosal en flor que cae de un alto muro, como llama que, encontrando yesca, más aumenta, se ha desbordado sobre El, y de El que es Amor, ha obtenido una nueva potencia… Que esta fuerza mía de amor no pudo ponerse en su lugar en la cruz/…. Pero lo que por El no he podido hacer — padecer, sangrar, morir en su lugar, entre las befas de todo un mundo, feliz, feliz, feliz de sufrir en su lugar, estoy cierta que hubiera ardido el hilo de mi pobre vida más por el amor triunfante que por el patíbulo infame, y habría nacido de las cenizas la nueva cándida flor de una vida pura, virginal, ignorante de todo que no fuere Dios — todo lo que no he podido hacer por El, lo puedo hacer por ti aún… Madre a quien amo con todo mi corazón. Ten confianza en mí. Yo que supe tan dulcemente acariciar en la casa de Simón el fariseo sus santos pies, ahora, con mi alma que siempre se asoma a la gracia, sabré mucho mejor acariciar sus santos miembros, curar sus heridas, embalsamarlas más con mi amor sacado de mi corazón oprimido del amor y del dolor, que con los ungüentos. Y la muerte no tocará esos miembros que tanto amor manifestaron y tanto reciben. Huirá la muerte, porque el Amor es más fuerte que ella. El Amor es invencible. Yo, Madre, con tu perfecto amor y con el mío pleno, embalsamaré a mi Rey amado.»

María besa a esta apasionada discípula que ha sabido encontrar a quien merece esta compasión y que cede a sus súplicas.
Las mujeres salen llevando una lámpara. En la habitación queda otra. La última en salir es Magdalena, después de haber dado un último beso a la Virgen.
La casa queda oscura y silenciosa. La calle está solitaria.
Juan pregunta: « ¿De veras no me necesitáis?»
«No. Puedes servir aquí. Hasta pronto.»
Juan regresa donde María. «No quisieron que las acompañara…» murmura despacio.
«No te preocupes. Esas van donde Jesús, y tú te quedas conmigo, Juan. Oremos juntos un poco. ¿Dónde está Pedro?»
«No sé. Por ahí ha de estar… No lo veo. Es… Creía yo que era más fuerte… También yo estoy afligido, pero él…»
«Tiene en el corazón dos dolores. Tú uno solo. Ven. Oremos también por él.»
María recita lentamente el «Padre nuestro». Acaricia a Juan y le dice: «Ve donde Pedro. No lo dejes solo. Ha estado tanto en las tinieblas, en estas horas, que no soporta ni siquiera la leve luz del mundo. Sé el apóstol de tu hermano extraviado. Empieza tu predicación con él. En tu camino que será largo, encontrarás siempre a muchos semejantes a él. Empieza tu trabajo con tu compañero…»
« ¿Pero qué le debo decir?… No sé… Todo lo hace llorar…»
«Repite su precepto de amor. Dile que quien sólo teme no conoce suficientemente todavía a Dios, porque El es Amor. Si te replica: “He pecado”, contéstale que Dios tanto ha amado a los pecadores que por ellos ha enviado a su Unigénito n. Dile que a tanto amor se le corresponde con amor. El amor da confianza en el bondadísimo Señor. Esta confianza nos sostendrá en el juicio porque reconocimos la Sabiduría y Bondad divinas. Digamos: “Soy una pobre criatura. El lo sabe y me da a Jesús como prenda de perdón v columna de sostén. Mi miseria desaparece al unirme con Jesús”. Todo se perdona en su nombre… Ve, Juan. Dile esto. Yo me quedo aquí, con mi Jesús…» y acaricia el Sudario.
Juan sale cerrando la puerta tras sí.

María se pone de rodillas como la noche anterior, mirando fijamente la santa Faz en el lienzo de la Verónica. Ora y habla con su Hijo. Muestra fortaleza para dar fuerzas a los demás. Cuando está sola se dobla bajo el aplastante peso de su cruz/.. Sin embargo, de vez en vez cual llama, su alma se levanta hacia una esperanza que en Ella no puede morir, que más bien aumenta según las horas van pasando. Sus esperanzas las dirige al Padre. Sus esperanzas y su petición.

2. El alba de la Pascua. Lamento. Plegaria de la Virgen
(Escrito, el 21 de febrero de 1944)

Sepulcro vacíoSigo viendo la habitación donde María llora. Está sentada en su silla, afligidísima, exhausta, deshonrada por tanto llorar.
También las mujeres están. A la luz de lámparas de aceite preparan los aromas mezclándolos.
Las mujeres en medio de lágrimas siguen trabajando. Magdalena es la que dijo esas palabras quo hacen llorar fuertemente a todas las mujeres. La cara de Magdalena está enrojecida por el llanto.
Cuando han terminado do preparar todo, se ponen los chales o mantos. También María se levanta, pero la rodean y le dicen que no debe ir. Sería muy cruel hacerle ver de nuevo a su Hijo que ciertamente, a estas horas del tercer día de muerto, estará ya todo negro por la putrefacción. Además Ella está tan exhausta para poder caminar. No ha hecho más que llorar y orar. No ha comido nada, ni descansado. Que se quede tranquila y que confíe en ellas, que cual discípulas amorosas, harán sus veces, y brindarán al santo cuerpo todos los cuidados necesarios para una definitiva sepultura.
María acepta al fin. Magdalena, arrodillada a sus pies, pero apoyada sobre sus calcañales, en su habitual postura, le abraza las rodillas, la mira con sus ojos enrojecidos de llanto, y le promete que transmitirá a Jesús todo el amor suyo, mientras lo embalsamen. Ella sabe qué cosa es amor. Ha pasado del amor vergonzoso al amor santo por la Misericordia que los hombres han matado. Sabe amar. Jesús se lo dijo aquella tarde que fue el alba de su nueva vida, que sabe amar mucho. Que se fíe de ella, de ella que en aquella ocasión supo acariciar los pies de Jesús tan dulcemente, ahora sabrá acariciar las heridas y embalsamárselas más con su amor que con ungüentos, para que la muerte no pueda hincar su diente en ese cuerpo que tanto amó y que también es amado.
La voz de Magdalena está impregnada de pasión. Parece un terciopelo que envolviese un órgano, pues su voz tiene esa tonalidad preñada de calor, de pasión. Se tiene la sensación de escuchar a un alma que se estremece. Que ha sabido imprimir su deseo. Que está destinada a amar. Y ahora que Jesús la ha salvado, sabe mostrar con inmensa fuerza su amor al Amor divino. No olvidaré esta voz femenina que es una confesión de su íntima sique. No la olvidaré jamás.

Las mujeres salen llevando una lámpara. La casa está oscura y también el camino. Apenas una señal de luz, allá en el lejano oriente. La luz fresca y pura de un amanecer abrileño. El camino está sumido en el silencio y soledad. Las mujeres envueltas en sus mantos, sin hablar se dirigen al sepulcro de Jesús. Ella, ahora que está sola, se ha puesto nuevamente a orar de rodillas teniendo ante sí el velo que está extendido contra la cara de una especie de cofre, sostenido con clavos. María ora y habla a su Hijo. Es siempre la misma aflicción, mezclada con una esperanza de angustia.
« ¡Jesús, Jesús! ¿No vuelves todavía? Tu pobre Madre no sufre más el pensar que estás muerto allá. Tú lo dijiste y nadie te comprendió. ¡Pero yo sí! “Destruid el Templo de Dios y Yo lo reedificaré en tres días”. Ha empezado el tercer día. ¡Oh, Jesús mío! No esperes que se termine para regresar a la vida, para regresar a tu Mamá que tiene necesidad de verte vivo para no morir recordándote muerto, que tiene necesidad de verte bello, triunfante, para no morir recordándote en ese sepulcro en que te he dejado.
¡Oh, Padre, Padre, devuélveme a mi Hijo! Que lo vea regresar como Hombre y no como un cadáver, como a Rey y no como a un sentenciado. Después, lo sé, El volverá a Ti, al cielo. Pero lo habré visto curado de tanto mal, lo habré visto fuerte después de su gran debilidad, lo habré visto triunfante después de su gran lucha, lo habré visto como a Dios después de que tanto sufrió por los hombres. Me sentiré feliz aun cuando no lo tenga cerca. Sabré que estará contigo, Padre Santo, sabré que para siempre está fuera del dolor. Pero ahora no puedo, no puedo olvidar que está en el sepulcro, está allí muerto por los dolores que le hicieron sufrir, que El, mi Hijo-Dios, está sujeto a la suerte de los hombres en la oscuridad de un sepulcro, El, tu Viviente.
Padre, Padre, escucha a tu sierva. Por aquel “sí”… Nunca te he pedido nada porque siempre he obedecido tu voluntad, tu voluntad que es la mía. Nada debía exigirte por haber sacrificado mi voluntad a Ti, Padre Santo. ¡Pero ahora, ahora, por aquel “sí” que di al Ángel mensajero ‘, escúchame, oh Padre!

Después de las crueldades que padeció por la mañana, sufrió aquella agonía de tres horas, y ahora está ya fuera del alcance del dolor. Pero yo hace tres días que estoy agonizando. Tú ves mi corazón v oyes su palpitar. Nuestro Jesús ha dicho que ningún pájaro pierde una pluma sin que Tú no lo veas, que no se marchita ninguna flor en el campo, sin que no consueles su agonía con tu sol y tu rocío. ¡Oh Padre, muero de este dolor! Trátame como al pajarito que revistes de nuevo plumaje, como a la flor que refrescas, que calmas su sed con tu piedad. Estoy yerta del dolor. No tengo más sangre en las venas. Hubo un tiempo en que se convirtió en leche para alimentar a tu Hijo y mío; ahora es todo llanto porque no lo tengo más. Me lo han matado, matado, Padre, y ¡Tú sabes en qué forma!

¡No tengo más sangre! La he derramado con El en la noche del jueves, en el terrible viernes. Tengo frío como el que se ha desangrado. No tengo más sol, porque El está muerto, mi santo Sol, mi Sol bendito, el Sol nacido de mi seno para alegría de su Mamá, para la salvación del mundo. No tengo más descanso porque no lo tengo más a El que es la más dulce de las fuentes para su Mamá que bebía su palabra, que calmaba su sed con su presencia. Soy como una flor en seco arenal. Me muero, me muero, Padre santo. No tengo miedo a morir, porque también mi Hijo ha muerto. ¿Pero qué harán estos pequeños, la pequeña grey de mi Hijo, tan débil, miedosa, voluble, si no hay quien la sostenga? No soy nada, Padre, pero por deseos de mi Hijo soy como un ejército armado. Defiendo, defenderé su doctrina, su herencia como una loba defiende a sus lobeznos. Yo, cordera, seré una loba para defender lo que es de mi Hijo y, por consiguiente, lo que es tuyo.

Tú lo has visto, Padre. Hace ocho días esta ciudad arrancó las ramas de sus olivares, de sus jardines, sacó de sus casas a sus habitantes que todos hasta enronquecer gritaron: “¡Hosanna al Hijo de David; bendito el que viene en el nombre del Señor!” Y mientras pasaba sobre alfombras de ramos, de vestidos, de telas, de flores, los habitantes se lo señalaban diciendo: “Es Jesús, el profeta de Nazaret de Galilea. Es el Rey de Israel”. Y cuando todavía no se habían secado esos ramos y las gargantas todavía estaban roncas de los hosannas, cambiaron sus gritos y se pusieron a acusar, a maldecir, a pedir su muerte; y con las ramas que emplearon para el triunfo hicieron garrotes para golpear al Cordero que llevaron a la muerte.
Si tanto han hecho cuando vivió entre ellos, les habló, les sonreía, los miraba con esos ojos que derriten el corazón, y hasta las mismas piedras se sienten conmovidas, les hacía bien, les enseñaba, ¿qué harán cuando El haya regresado a Ti?
Tú has visto cómo se portaron sus discípulos. Uno lo traicionó, los otros huyeron. Fue suficiente que hubiera sido aprehendido para que hubieran huido como ovejas cobardes; y no supieron estar a su alrededor cuando moría. Uno solo, el más joven, se quedó. Ahora viene el anciano. Renegó de El. Cuando Jesús no esté más aquí a defenderlo, ¿sabrá permanecer en la fe?

Yo soy nada, pero hay un poco de mi Hijo en mí, y mi amor suple lo que falta y lo anula. De este modo me convierto en algo útil a la causa de tu Hijo, a su Iglesia que no encontrará jamás paz y que tiene necesidad de echar raíces profundas para que los vientos no la arranquen. Seré yo quien cuide de ella. Como hortelana diligente vigilaré para que crezca fuerte y derecha en su amanecer. Después no me preocupará el morir. Pero no puedo vivir más si sigo sin Jesús.
¡Oh Padre!, que has abandonado a tu Hijo por el bien de los hombres, que después lo has consolado, porque ciertamente lo has aceptado en tu seno después de su muerte, no me dejes más en el abandono. Lo que sufro lo ofrezco por el bien de los hombres. Pero confórtame ahora, Padre. ¡Padre, piedad! ¡Piedad, Hijo mío! ¡Piedad, Espíritu divino! Acuérdate de tu Virgen.»
Después, postrada contra el suelo, parece orar. Realmente es un ser destrozado. Se parece a esa flor muerta de sed de que habló. Ni siquiera advierte el sacudimiento de un terremoto breve que hace gritar y huir a los dueños de la casa, mientras que Pedro y Juan, pálidos cual muertos, se arrastran hasta el umbral de la habitación. Al ver a la Virgen tan absorta en su oración, lejana de todo lo que no sea Dios, se retiran cerrando la puerta, y espantados regresan al cenáculo.

 

3. La resurrección
(Escrito el 1° de abril de 1945)

Resurrección de JesúsEn el huerto todo es silencio y brillar de rocío. Después de haber olvidado su azul-negro, con pespuntes de estrellas que por toda la noche han contemplado el mundo, el cielo va tomando los tintes de un zafiro más claro. El alba va empujando de oriente a occidente las zonas todavía oscuras, como la onda durante la marea alta que avanza siempre más, cubriendo la oscura playa, y sustituyendo el gris negro de la mojada arena y de los arrecifes con el azul marino del agua.
Alguna que otra estrella no quiere morir, aunque su parpadear es cada vez más débil, bajo la onda de luz blanco-verdosa del alba, de un color gris-lechoso, como la fronda de aquellos soñolientos olivos que coronan a ese montecillo poco lejano. Y luego naufraga sumergida por la onda del alba, como tierra que el agua cubre. El cielo pierde sus ejércitos de estrellas, y sólo, allá en las extremidades occidentales, tres, luego dos, finalmente una, se quedan a con templar ese prodigio diario que es la aurora cuando surge.

Y cuando un hilo de color rosa tira una línea sobre la seda de color turquesa del cielo oriental, un suspiro de viento pasa por la fronda, por las hierbas diciendo: «Despertaos. El día ha salido.» Pero no despierta sino la fronda y la hierba, que se estremecen bajo sus diamantes de rocío y hacen un tenue movimiento, acompañado de las melodías que las gotas dejan al caer.
Los pajarillos aún no se despiertan entre el tupido ramaje de un altísimo ciprés que parece dominar como señor en su reino, ni en el seto vivo de laureles que defiende del cierzo.
Los guardias, fastidiados, temblando de frío, muriéndose de sueño guardan el sepulcro en diversas actitudes. La puerta del sepulcro, a su extremidad, ha sido reforzada con una gruesa capa de cal, como si fuese un contrafuerte. Sobre el color blanco opaco golpean las largas ramas del rosal, como sobre el sello del templo.
Seguramente que las guardias hicieron alguna fogata en la noche porque hay ceniza y tizones por el suelo. Habrán jugado y comido pues todavía hay sobras de comida tiradas por el suelo y huesitos pulidos, que usaron en su juego, a modo de nuestro dominó, o al infantil de las canicas, sobre un tablero hecho en la vereda. Luego se cansaron, dejaron todo como estaba, y buscaron dónde poder acomodarse para dormir o velar.
En el cielo que tiene en el oriente una raya rosada que avanza hacia el firmamento sereno, donde todavía no hay ni un rayo de sol, se asoma, viniendo de desconocidas profundidades, un meteoro brillantísimo que desciende, cual bola de fuego de un resplandor inimaginable, seguido de una brillante estela, que tal vez no es más que la huella de su fulgor en nuestra retina. Desciende velocísima hacia la tierra, derramando una luz tan intensa, que pese a su belleza infunde temor. La rosada luz de la aurora desaparece al contacto de esta blanquísima incandescencia.
Los guardias levantan espantados sus cabezas, porque junto con la luz llega un retumbo armónico, majestuoso que llena todo lo creado. Viene de las profundidades paradisíacas. Es el aleluya, la gloria angelical que sigue al Espíritu de Jesús, que vuelve a su cuerpo glorioso.

El meteoro da contra la inútil cerradura del sepulcro, lo destruye, lo echa por tierra, esparce terror y fragor sobre los guardias, que habían sido puestos de carceleros del Dueño del Universo, y al pegar contra la tierra provoca un nuevo terremoto como había sucedido cuando el Espíritu del Señor salió de la tierra. Entra en la oscuridad del sepulcro que se ilumina con esa luz indescriptible, y mientras permanece suspendida en el aire, inmóvil, el Espíritu vuelve a entrar en el cuerpo sin vida bajo las fúnebres bendas.

Todo esto no sucedió en un minuto, sino en fracción de minuto. El aparecer, descender, penetrar y desaparecer la luz de Dios ha sido velocísimo…
El «quiero» del divino Espíritu a su frío cuerpo no recibe contestación. El «quiero» lo dice la Esencia a la materia muerta. Sin embargo no se oye ni una palabra.
La carne recibe la orden, obedece con un profundo respiro…
No pasa más de un minuto.

Bajo el Sudario y la Sábana la carne gloriosa se transforma en una eterna belleza; despierta del sueño de la muerte, vuelve de la «nada» en que estaba. El corazón se despierta. Da el primer latido. Empuja en las venas la helada sangre que quedó e inmediatamente crea lo que necesitan las arterias vacías, lo que necesitan los pulmones inmóviles, el cerebro. Lleva calor, salud, fuerzas, pensamiento.
Un instante más, y un movimiento repentino se sucede bajo la Sábana, tan repentino que del instante en que El ciertamente mueve las manos cruzadas al momento en que aparece de pie, imponente, brillantísimo con su vestido de inmaterial materia, sobrenaturalmente hermoso y majestuoso, con esa solemnidad que lo cambia, lo eleva, siendo siempre el mismo, apenas si el ojo humano tiene tiempo de captar los cambios.

Y ahora lo admiro: tan diverso de lo que mi memoria me presenta, limpio, sin heridas, ni sangre. Despide luz de sus cinco llagas y brota también de cada poro de su piel.
Cuando da el primer paso — y al moverse los rayos que brotan de manos y pies le forman como aureola de luz, desde la cabeza nimbada de una corona que le hicieron las heridas de las que no brota sangre sino resplandor, hasta la orla del vestido, cuando al abrir sus brazos que tiene cruzados sobre el pecho, descubre una luminosidad vivísima que se trasluce por el vestido encendiéndole a la altura del corazón — entonces realmente es la «Luz» que ha tomado cuerpo. No se trata de la pobre luz terrena, ni de la de los astros, ni de la del sol, sino de la de Dios. Todo el brillo paradisíaco se junta en un solo Ser y le da su azul inimaginable por pupilas, su fuego de oro por cabellos, su candidez angelical por vestiduras y colorido, y lo que no puede describir la palabra humana, el inmenso ardor de la Santísima Trinidad, que anula con su potencia abrasadora cualquier fuego del paraíso, absorbiéndolo en Sí para engendrarlo de nuevo en cada instante del tiempo eterno, Corazón del cielo que atrae y difunde su sangre, las incontables gotas de su sangre incorpórea: los bienaventurados, los ángeles, todo cuanto es el paraíso: el amor de Dios, el amor a El. Lo que forma al Jesús resucitado todo es luz.

Cuando se dirige hacia la salida, mis ojos ven además de su resplandor, dos luminosidades hermosísimas, cual estrellas con respecto al sol. Las veo a cada una a un lado del umbral, postradas en adoración ante su Dios que pasa envuelto en su luz, derramando dicha en su sonrisa. Sale. Deja su fúnebre gruta. Vuelve a pisar la tierra que se despierta de alegría y se adorna con el brillo del rocío, con los colores de las hierbas, de los rosales, con las innumerables corolas de los manzanos que se abren milagrosamente al primer beso que les da el sol. La tierra saluda adorando al Sol eterno que por ella pasa.

Los guardias están allí, medio muertos… Los ojos mortales no ven a Dios, pero sí los puros del universo. Ven y admiran las flores, las hierbas, los pajaritos al Poderoso que pasa en un nimbo de Luz que es suya, en un nimbo de luz solar.
Su sonrisa, su mirada que se posa sobre las flores, sobre las ramitas, que se levanta al cielo, todo lo reviste de su belleza. Más suaves y transparentes que el del más bello rosal son los pétalos que forman una corona sobre la cabeza del vencedor. El rocío le brinda sus diamantes. En el cielo sus ojos resplandecientes se reflejan. El sol alegre pinta con sus colores una nubecilla de una ligera brisa para que venga a besar a su Rey, trayéndole los perfumes de los jardines que extrajo y las caricias de los delicados pétalos.
Jesús levanta su mano. Bendice. Los pajarillos se desgranan en trinos. El viento en perfumes. Jesús desaparece de mi vista, pero me deja sumergida en una alegría que me borra aun el más leve recuerdo de tristezas, sufrimientos y titubeos del día de mañana…

 

4. Jesús se aparece a su Madre
(Escrito el 21 de febrero de 1944)

Jesús ResucitadoLa Virgen está postrada con el rostro en tierra. Parece un ser abatido, como la flor muerta de sed de que ha hablado.
La cerrada ventana se abre bruscamente, y con el primer rayo del sol entra Jesús.
María, que se estremeció al ruido y levanta su cabeza para ver qué clase de viento hubiera abierto las hojas de la ventana, mira a su radiante Hijo: hermoso, infinitamente más hermoso de lo que era antes de su pasión, sonriente, vivo, luminoso más que el sol, de un vestido blanco que parece tejido con la luz, y que se acerca a Ella.
María se endereza sobre sus rodillas y juntando sus manos sobre el pecho, en cruz, habla con un sollozo que es risa y llanto: «Señor, Dios mío.» Y se queda extasiada al contemplarlo. Las lágrimas que bañaban su rostro se detienen. Su rostro se hace sereno, tranquilo con la sonrisa y el éxtasis.

Jesús no quiere ver a su Madre de rodillas como a una esclava. Tendiéndole las manos de cuyas llagas salen rayos que hacen más luminoso su cuerpo, le dice: « ¡Madre!»
No es la palabra desconsolada de las conversaciones y de los adioses anteriores a la pasión, ni el lamento desgarrador de su encuentro en el Calvario y en su último suspiro. Es un grito de triunfo, de alegría, de victoria, de fiesta, de amor, de gratitud. Se inclina sobre su Madre que no se atreve a tocarlo, le pasa las manos por los codos doblados, la pone de pie, la estrecha contra su corazón y la besa.

¡Oh!, entonces María comprende que no es una visión, que es realmente su Hijo resucitado, que es su Jesús, su Hijo quien la sigue amando como a tal. Y con un grito se le echa al cuello, lo abraza, lo besa, entre lágrimas y sonrisas. Lo besa en la frente donde no hay más heridas; en la cabeza que no está despeinada, ni ensangrentada; en los brillantes ojos, en las mejillas sanas, en la boca que está hinchada. Luego le toma las manos, besa el dorso y la palma. Se arrodilla, besa sus pies al levantar la resplandeciente vestidura. Luego se pone de pie, lo mira, pero no se atreve a hacer más.
Entonces El sonría y comprende. Entreabre su vestido, muestra el pecho y pregunta: « ¿Madre, no besas ésta, que tanto te hizo sufrir y que eres la única digna de besar? Bésame en el corazón, Madre. Tu beso me borrará el último recuerdo de todo lo que fue dolor y me dará la alegría que falta aun a mi júbilo de resucitado.» Toma entre sus manos el rostro de la Virgen, le apoya sus los labios en la herida del costado de que manan ríos de vivísima luz.

El rostro de María se nimba con esa luz, pues está envuelto en sus rayos. Besa una y otra vez la herida, mientras Jesús la acaricia. No se cansa de besar. Parece un sediento que bebe de un manantial, y que bebe con las linfas la vida, que iba perdiendo.
Jesús habla.
«Ha terminado todo, Madre. Ahora no tienes más por qué llorar a tu Hijo. La prueba ha acabado. La redención se ha realizado. Madre, gracias por haberme concebido, alimentado, ayudado en la vida y en la muerte.
Tus plegarias llegaron hasta Mí. Fueron mi fuerza en el dolor, mis compañeros en mi viaje por la tierra y más allá. Conmigo fueron a la cruz y al limbo. Fueron el incienso que precedían al Pontífice que fue a llamar a sus siervos para llevarlos al templo que no muere: a mi cielo. Fueron conmigo al paraíso, adelantándose cual voz angelical el cortejo de los redimidos a cuya cabeza iba para que los ángeles estuviesen prontos a saludarme corno al Vencedor, que regresaba a su reino. El Padre y el Espíritu vieron, oyeron tus plegarias, que tuvieron la sonrisa de la flor más bella, que fueron más melodiosas que el más dulce cántico que en el paraíso hubiera brotado. Los patriarcas, los nuevos santos, los primeros ciudadanos de mi Jerusalén las oyeron, y te traigo ahora su agradecimiento. Madre, al mismo tiempo que el beso y bendición de nuestros parientes, te traigo los de tu esposo de alma, José.
Todo el cielo canta sus hosannas a ti, Madre mía, ¡Madre santa! Un hosanna que no muere, que no es falaz como el que hace pocos días me brindaron.
Ahora me voy al Padre con mi vestido humano. El Paraíso debe ver al Vencedor en su vestido de Hombre con el que vencí el pecado del hombre. Pero luego volveré otra vez. Debo confirmar en la fe a quien aun no cree y que tiene necesidad de creer para llevar a otros; debo fortificar a los pusilánimes que tendrán necesidad de mucha fortaleza para resistir el ataque del mundo.
Luego subiré al cielo. Pero no te dejaré sola. Madre, ¿ves ese velo? En mi aniquilamiento, quise mostrarte una vez mi poder con un milagro, para que te consolase.

Ahora realizo otro. Me tendrás en el Sacramento, real como cuando me llevabas en tu seno. No estarás jamás sola. En estos días lo has estado.
Este dolor tuyo era necesario a mi redención. Mucho se le irá añadiendo porque seguirá aumentando el pecado. Llamaré a todos mis siervos para que comparticipen de esta redención. Tú eres la que sola harás más que todos los santos juntos. Por esto era necesario también este abandono. Ahora no más.
No estoy más separado del Padre. Tú no lo estarás más de tu Hijo. Y al tener al Hijo, tienes a nuestra Trinidad. Cielo viviente, llevarás sobre la tierra a la Trinidad entre los hombres; santificarás la Iglesia, tú, Reina del sacerdocio y Madre de los que creerán en Mí. Luego vendré a llevarte. No estaré ya más en ti, sino tu en Mí, en mi reino, para que hagas más bello mi Paraíso.
Ahora me voy, Madre. Voy a hacer feliz, a la otra María. Luego subiré a donde mi Padre, y de ahí vendré a ver a quien no cree.
Madre, dame tu beso por bendición. Mi paz te acompañe. Hasta pronto.»
Jesús desaparece en el sol que baja a torrentes del cielo matinal y tranquilo.

 

5. Las mujeres piadosas van al sepulcro
(Escrito el 2 de abril de 1945)

Entre tanto las mujeres que habían partido, caminan a lo largo del muro sumido en la penumbra. Por algunos minutos no hablan. Van bien arropadas y miedosas de tanto silencio y soledad. Luego, cobrando ánimo a la vista de la absoluta tranquilidad que reina en la ciudad, se reúnen en grupo y, dejando el miedo, hablan.
« ¿Estarán ya abiertas las puertas?» pregunta Susana.
«Claro. Mira allá al primer hortelano que entra con verduras. Se dirige al mercado» responde Salomé.
« ¿Nos dirán algo?» torna a preguntar.
« ¿Quién?» interroga Magdalena.
«Los soldados, en la puerta Judiciaria… Por allí… entran pocos y salen menos… Podríamos dar sospecha…»
« ¡Y qué con eso! Nos verán, y verán a cinco mujeres que van al campo. Nos pueden tomar por quienes, después de haber celebrado la pascua, regresan a su ciudad.»
«Pero… para no llamar la atención de ningún malintencionado, ¿por qué no salimos por otra puerta y luego damos vuelta a lo largo del muro?…»
«Se haría más largo el camino.»
«Pero estaríamos más seguras. Vamos a la puerta del Agua…»

« ¡Oh, Salomé! ¡Si yo fuera tú, escogería la puerta Oriental! Sería más largo el recorrido. Hay que hacerlo pronto y volver presto» responde Magdalena secamente.

«Entonces escojamos otra, pero no la Judiciaria. Sé buena…» ruegan todas. «Está bien, y ya que lo queréis, pasaremos por donde Juana. Nos pidió que se lo hiciéramos saber. Si fuéramos derecho, no habría necesidad. Pero como queréis dar una vuelta más larga, pasemos por su casa…»
« ¡Oh, sí! También por los guardias que hay allí… Juana es conocida y respetada…»
«Propondría que se pasase por la casa de José de Arimatea. Es el dueño del lugar.»
« ¡Claro! ¡Hagamos ahora un cortejo para que nadie repare en nosotras! ¡Oh, qué cobarde hermana tengo! Más bien, Marta, hagamos así. Yo me adelanto y espero. Vosotras venís con Juana. Me pondré en medio del camino si hay peligro alguno, me veréis y regresaremos. Os aseguro que los guardias ante esto que lo he pensado (enseña una bolsa llena de monedas) nos dejarán hacer todo.»
«Lo diremos también a Juana. Tienes razón.»
«Entonces id, que yo me voy por mi parte.»
« ¿Te vas sola, María? Voy contigo» dice Marta, temerosa por su hermana.
«No. Tú vete con María de Alfeo a la casa de Juana. Salomé y Susana te esperarán cerca de la puerta, del lado del afuera de los muros. Luego tomaréis juntas el camino principal. Hasta pronto.»

Magdalena no da pie a otros posibles pareceres, poniéndose veloz en camino con su bolsa de perfumes y el dinero en el seno.
Rápidamente camina como invitada por los primeros parpadeos de la aurora. Pasa por la puerta Judiciaria para llegar más pronto. Nadie la detiene…
Las otras la miran. Luego vuelven las espaldas en el cruce de los caminos donde estuvieron y toman otro, estrecho y oscuro, que al llegar al Sixto se ensancha en una calle más grande en que hay hermosas casas. Vuelven a dividirse. Salomé y Susana siguen por la calle, entre tanto que Marta y María de Alfeo llaman al portón de hierro y se muestran por la ventanilla, que apenas si abre el portero.
Van a donde está Juana, que ya se había levantado y vestido de un color morado muy oscuro que resalta su palidez. Está preparando también con su nutriz y una sirvienta los aceites.
« ¿Ya habéis llegado? Dios os lo pague. Si no hubierais venido, habría ido yo… para buscar consuelo… porque muchas cosas han quedado mal, desde aquel terrible día. Y para no sentirme sola debo ir donde esa piedra, llamar y decir: “Maestro, soy la pobre Juana… No me dejes sola tampoco Tú…”» Juana llora desconsoladamente en silencio, mientras Ester, su nutriz, hace muchas señales indescifrables detrás de la espalda de su dueña mientras le pone el manto.
«Me voy, Ester.»
« ¡Dios te consuele!»

Salen de palacio para reunirse con sus compañeros. Es en este momento en que sucede el breve y fuerte terremoto que echa de nuevo en brazos del terror a los jerosolimitanos, que no han olvidado los sustos del viernes.
Las tres mujeres precipitadamente vuelven pasos atrás, y se quedan en el ancho vestíbulo llenas de miedo entre sus siervas y siervos que gritan, que invocan al Señor…
…Magdalena por su parte está exactamente en los bordes del caminillo que conduce al huerto de Arimeta cuando la sorprende el poderoso aunque armónico rugir de esta señal celestial, mientras, a la lux, apenas rosada de la aurora que avanza en el cielo donde todavía en el poniente una tenaz estrella se ve, que tiñe de rubio el aire hasta ahora verdoso, se enciende una potente luz que baja como un globo incandescente, brillantísimo, cortando en zigzag el tranquilo aire.
María siente el sacudimiento y cae por tierra. Por un momento murmura: « ¡Señor mío!» Luego se endereza como el tallo al pasar el viento y veloz corre hacia la huerta. Entra como un pajarillo perseguido en busca del nido y se dirige al sepulcro. Por más prisa que se da no puede estar cuando el celeste meteoro entra destruyendo sello y cal puestos para refuerzo de la piedra, ni cuando con fragor la puerta de piedra cae, provocando un golpe que se une al del terremoto, que si es breve, es violentísimo tanto que deja como muertos a los guardias aterrorizados.
Al llegar María ve a estos carceleros del Triunfador echados por tierra como un manojo de espigas segadas, pero no relaciona el terremoto con la resurrección, sino al contemplar aquel espectáculo piensa que haya sido un castigo de Dios contra los profanadores del sepulcro de Jesús y cayendo de rodillas grita: « ¡Ay de mí! ¡Lo han robado!»

Queda destrozada. Llora como una niña, que segura de encontrar a su padre en casa, la encuentra vacía. Se levanta y corre para ir a decirlo a Pedro y Juan. Y como no piensa sino en avisar a los dos, no se acuerda de ir al encuentro de sus compañeras, de esperar en el camino, más rápida cual gacela rehace el camino, pasa por la puerta Judiciaria y vuela por las calles que se van animando, se echa contra el portón de la casa y violentamente lo sacude.
La dueña le abre. « ¿Dónde están Juan y Pedro?» pregunta angustiada Magdalena.
«Allí.» La mujer señala el Cenáculo.
Magdalena apenas si entra. Ante los dos sorprendidos discípulos, con voz baja por compasión a la Virgen, pero llena de dolor, dice: « ¡Se han llevado al Señor del Sepulcro! ¡Quién sabe dónde lo habrán puesto!» Por vez primera tambalea, y para no caer se ase de donde puede.
« ¡Pero cómo! ¿Qué estás diciendo?» preguntan los apóstoles.
Ella con ansias: «Me adelanté… para comprar las guardias… para que nos dejasen embalsamarlo. Están allí como muertos… El sepulcro está abierto, la piedra por tierra… ¿Quién habrá sido? ¡Oh, venid! Corramos…»

Pedro y Juan salen inmediatamente. Magdalena los sigue por un trecho, luego regresa. Toma de los brazos a la dueña de casa, la sacude, llevada de su amor, y le ordena: «Por ningún motivo dejes pasar a alguien donde está Ella (señala la puerta de la habitación de la Virgen). Acuérdate que soy tu señora. Obedece y calla.»
Sumida en espanto la deja. Alcanza a los apóstoles que a grandes pasos se dirigen al sepulcro…
…Susana y Salomé han llegado a la muralla. En ese momento el terremoto las sobrecoge. Llenas de miedo se refugian bajo un árbol y se quedan allí, luchando entre el ansia de ir al sepulcro o en el de correr a la casa de Juana. Pero el amor sobrepuja el miedo y se dirigen al sepulcro.

Asustadas, entran en el huerto, ven a los guardias tirados por tierra… ven que sale una gran luz del sepulcro abierto. Su temor crece, llega a su climax cuando, teniéndose por la mano para darse valor mutuamente, se asoman al umbral y en la oscuridad de la gruta sepulcral ven a un ser luminosísimo, bellísimo, que dulcemente sonríe, que las saluda desde el lugar de donde está: apoyado a derecha de la piedra de la unción que desaparece con el inmenso resplandor.
Espantadas caen de rodillas.
Dulcemente el ángel les habla: «No temáis. Soy el ángel del divino Dolor. He venido para ser feliz con su término. Jesús no siente más el dolor, ni la humillación de la muerte. Jesús de Nazaret, el Crucificado a quien buscáis, ha resucitado. ¡No está más aquí! Vacío está el lugar donde lo pusieron. Alegraos conmigo. Id. Decid a Pedro y a los discípulos que ha resucitado, que se os adelanta en Galilea. Allá lo veréis por un poco de tiempo más, según lo había dicho.»
Las mujeres caen con el rostro a tierra y cuando lo levantan huyen como quien huye ante un duro castigo. Están aterrorizadas, murmuran: « ¡Ahora moriremos! ¡Hemos visto el ángel del Señor!»
En campo abierto se tranquilizan un tantico. Se consultan entre sí. ¿Qué hacer? Dicen que si cuentan lo que vieron nadie las creería. Si dicen que han ido allí, los judíos pueden acusarlas de haber matado a los guardias. No. No pueden decir nada ni a los amigos, ni a los enemigos…
Espantadas, enmudecidas regresan por otro camino a casa. Entran y se meten al cenáculo. Ni siquiera tratan de ver a la Virgen… Allí piensan si lo que han visto, no habrá sido un engaño del demonio. Como humildes que son, piensan que no «puede ser que se les haya concedido ver al enviado de Dios. Es Satanás que las quiso aterrorizar.»
Lloran, ruegan como dos niñas espantadas por una pesadilla…

…El tercer grupo, el de Juana, María de Alfeo y Marta, al ver que no pasa ninguna otra cosa decide ir a donde de seguro las estarán esperando sus compañeras. Salen a la calle donde la gente aterrorizada habla del recién terremoto, que lo une con el del viernes, que ve aun lo que no existe.
« ¡Mejor si todos están atemorizados! Tal vez hasta los guardias lo estarán y nos dejarán pasar» dice María de Alfeo.
Ligeras van a la muralla. Mientras caminan, Juan v Pedro han llegado al huerto, seguidos de Magdalena.
Juan, más rápido, llega primero al sepulcro. No hay más guardias. Tampoco el ángel. Juan se arrodilla temeroso y afligido en el umbral abierto, por respeto y por ver si algo puede darle alguna pista, pero no ve sino los lienzos colocados sobre la sábana, puestos en montón por tierra.

«Simón, ¡no está! María ha visto bien. Ven, entra, mira.»
Pedro, con el aliento entrecortado por la rapidez del paso, entra en el sepulcro. Por el camino había dicho: «No me atreveré a acercarme a aquel lugar.» Pero ahora no piensa sino en ver dónde está el Maestro. Lo llama, como si pudiera estar escondido en algún oscuro rincón.
La oscuridad, a estas horas de la mañana, es densa dentro del sepulcro, que sólo se ilumina por la abertura de la puerta en la que se dibujan las sombras de Juan y Magdalena… Pedro se esfuerza en ver y hasta con las manos se ayuda… Tembloroso toca la mesa de la unción y la siente vacía…
«Juan, ¡no está! ¡No está!… ¡Oh, ven también tú! Tanto he llorado que apenas si puedo ver algo con esta raquítica luz.»
Juan se levanta y entra. Mientras lo hace Pedro descubre el sudario colocado en un rincón, bien doblado y con él la Sábana enrollada cuidadosamente.
«De veras que lo han robado. No pusieron los guardias por nosotros, sino para hacer esto… Y nosotros permitimos que lo hicieran…»
«Oh, ¿dónde lo habrán puesto?»
« ¡Pedro, Pedro, ahora… todo se ha acabado!»

Los dos discípulos salen anonadados.
«Vamonos, Magdalena. Lo dirás a su Madre…»
«Yo no me voy. Me quedo aquí… Podrá venir alguien… No me voy… Aquí hay todavía algo de El. Su Madre tenía razón… Respirar el aire donde estuvo El es el único consuelo que nos queda.»
«El único consuelo… Ahora tú misma lo ves que era una tontería esperar…» dice Pedro.
Magdalena no objeta nada. Se abate hasta el suelo, junto a la puerta y llora mientras los otros despacio se van.
Levanta su cabeza, mira adentro, y entre lágrimas ve a dos ángeles sentados a la cabeza y a los pies de la mesa donde se hizo el embalsamamiento. Está tan atontada la pobre María, con la lucha que traba entre la esperanza que muere y la fe que no quiere morir, que los mira aturdida, sin sorprenderse de ello siquiera. Esta heroína no tiene otra cosa que lágrimas.
« ¿Por qué estás llorando, mujer?» le pregunta uno de los luminosos seres, bellísimos jovencillos.
«Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto.»
María no tiene miedo de hablar con ellos, ni pregunta: « ¿Quiénes sois?» Nada. Nada le espanta. Todo cuanto pueda sorprender a un hombre, lo ha ya experimentado. Ahora no es sino algo destruido que llora sin fuerzas, sin importarle nada.
El jovencillo angelical mira a su compañero, le sonríe. El otro hace lo mismo. Con una alegría angelical ambos miran hacia fuera, hacia el huerto florido con los miles de corolas que se han abierto a los primeros rayos del sol en los manzanos que hay allí.
María se vuelve para ver lo que miran. Y ve a un Hombre, hermosísimo que no comprendo cómo no pudo haberlo reconocido.

Un Hombre que la mira con piedad y le pregunta: «Mujer, ¿por qué estas llorando? ¿A quién buscas?»
Es verdad que Jesús llevado de su compasión para con Magdalena a quien las demasiadas emociones han debilitado y que podría morir de una alegría imprevista no se muestra claramente, pero me pregunto cómo no pudo haberlo reconocido.
Entre sollozos Magdalena dice: « ¡Me han quitado al Señor Jesús! Había venido para embalsamarlo con la esperanza de que resucitase… Todo mi valor, todas mis esperanzas, toda mi fe giraban en torno a mi amor por El… pero ahora no lo encuentro más… He puesto aun mi amor alrededor de mi fe, de la esperanza, del valor para defenderlos de los hombres… Pero ¡todo es inútil! Los hombres han robado a mi Amor y con ello todo se han llevado… ¡Oh Señor mío, si tú te lo llevaste, dime dónde lo pusiste! Yo lo tomaré… No lo diré a nadie… Será un secreto entre mí y ti. Mira: soy la hija de Teófilo, la hermana de Lázaro, pero estoy a tus pies para suplicártelo como una esclava. ¿Quieres que te compre su cuerpo? Lo haré. ¿Cuánto quieres? Soy rica. Puedo darte mucho oro y muchas piedras preciosas por lo que pesa. Pero devuélvemelo. No te denunciaré. ¿Quieres azotarme? Hazlo. Hasta que me saques sangre si así te parece. Si lo odias a El, desquítate conmigo. Pero devuélvemelo. ¡Oh, no me desoigas, Señor mío! ¡Ten compasión de una pobre mujer!… ¿No quieres hacerlo por mí? Entonces, hazlo por su Madre. ¡Dime, dime, dónde está mi Señor Jesús! Soy fuerte. Lo tomaré entre mis brazos y lo cargaré como a un niño. Señor… señor… lo ves… hace tres días que la ira de Dios nos ha castigado por lo que se hizo a su Hijo… No agregues profanación al delito…»

« ¡María!» Jesús centellea al llamarla por su nombre. Se revela en su triunfante fulgor.
« ¡Raboni!» El grito de María es el «gran grito» que cierra el ciclo de la muerte. Con el primero las tinieblas del odio envolvieron a la Víctima en sus bendas fúnebres, con el segundo las luces del amor aumentaron su brillo.
María al son de su grito que llena el huerto se levanta, se echa a los pies de Jesús. Quiere besarlos.
Jesús tocándola apenas con la punta de sus dedos sobre la frente la separa diciéndole: « ¡No me toques! Aun no he subido a mi Padre con este vestido. Ve donde están mis hermanos y amigos y diles que subo a mi Padre y vuestro, a mi Dios y vuestro. Y luego iré donde están ellos.» Jesús desaparece envuelto en una luz que no puede verse.
Magdalena besa el suelo donde estuvo y corre a casa. Entra como un cohete porque la puerta está semicerrada para que por ella pase el dueño, que ha salido para ir a la fuente. Abre la puerta de la habitación de María, se le echa sobre el pecho, gritando: « ¡Ha resucitado! ¡Ha resucitado! » y bienaventurada llora.

Mientras acuden Pedro y Juan, y del cenáculo salen espantadas Salomé y Susana, que escuchan lo sucedido, llegan de la calle María de Alfeo, Marta y Juana que con el aliento entrecortado dicen que «estuvieron allí, que vieron dos ángeles, que decían ser los custodios del Hombre-Dios, y el ángel de su Dolor, y que habían recibido la orden de decir a los discípulos que había resucitado.»
Y como Pedro mueve la cabeza, insisten diciendo: «Sí. Han dicho: “¿Porqué buscáis al Viviente entre los muertos? El no está aquí. Ha resucitado como lo predijo cuando estaba en Galilea. ¿No os acordáis de ello? Dijo: ‘El Hijo del hombre debe ser entregado en las manos de los pecadores y será crucificado. Pero resucitará al tercer día’ “.»
Pedro sacude su cabeza diciendo: « ¡Muchas cosas han sucedido en estos días! Os habéis quedado asustadas.»
Magdalena levanta la cabeza del regazo de María y confiesa: « ¡Lo he visto! Le he hablado. Me ha dicho que sube al Padre y que luego vendrá. ¡Qué bello es!» y llora como nunca lo había hecho, ahora que no tiene por qué atormentarse a sí misma al luchar contra las dudas que le asechan de todas partes.
Pedro y Juan dudan. Se miran. Su mirada dice: « ¡Imaginaciones de mujeres!»
Ahora Susana y Salomé se atreven a hablar. Pero la inevitable diversidad de detalles: de los guardias que antes estaban como muertos y después, no; de los ángeles que son uno y dos, que los apóstoles no vieron; de que Jesús viene aquí y de que se adelanta a ellos en Galilea, hace que la duda crezca más en los apóstoles y que se persuadan que son “imaginaciones de mujeres”.
María, la feliz Madre, guarda silencio sosteniendo a Magdalena… No comprendo la razón de este silencio maternal.
María de Alfeo dice a Salomé: «Vayamos nosotras dos. Veamos si todas estaban ebrias…» Y salen corriendo.
Las otras se quedan. Los dos apóstoles tranquilamente se burlan de ellas, cerca de María que no dice nada, absorta en un pensamiento que a su modo interpretan y que nadie comprende que sea un éxtasis.

Vuelven las dos mujeres entradas en años: « ¡Es verdad! ¡Es verdad! Lo hemos visto. Nos ha dicho, cerca del huerto de Barnabé: “La paz sea con vosotras. No tengáis miedo. Id a decir a mis hermanos que he resucitado y que vayan dentro de pocos días a Galilea. Allí estaremos todavía un poco juntos”. Así ha dicho. Magdalena tiene razón. Hay que decirlo a los que están en Galilea, a José, a Nicodemo, a los discípulos de mayor confianza, a los pastores. Id. Haced algo… ¡Oh, ha resucitado!…» todas llenas de felicitad lloran.
« ¡Estáis locas! ¡El dolor os ha trastornado la cabeza! Habéis creído que la luz fuese un ángel, que el viento fuese voz, que el sol fuese Jesús. No os critico. Os comprendo, pero no puedo creer sino en lo que yo he visto: el Sepulcro abierto y vacío y los guardias que huyeron después de haber sido robado el cadáver.»
« ¡Pero si los guardias mismos lo están diciendo que ha resucitado! ¡Si la ciudad está alborotada y los jefes de los sacerdotes están que se mueren de rabia porque los guardias, aterrorizados, han hablado! Ahora quieren que digan de modo diverso y para eso les han pagado. Pero ya se sabe. Si los judíos no creen en la resurrección, si no quieren creer, muchos otros creerán…»

« ¡Uhm, mujeres!…» Pedro levanta sus hombros y hace como que se va.
Entonces la Virgen, que continúa teniendo sobre su pecho a Magdalena que llora como un sauce bajo una llovizna por su inmensa alegría y a quien besa sobre sus rubios cabellos, levanta la mirada transfigurada y dice las siguientes breves palabras: «Realmente ha resucitado. Lo he tenido entre mis brazos. Lo he besado en sus llagas.» Y luego se inclina sobre los cabellos de Magdalena y agrega: «Sí, la alegría es más fuerte que el dolor, pero no es más que un grano de arena de lo que será tu océano de júbilo eterno. Bienaventurada tú que sobre la razón has hecho que hablase el espíritu.»
Pedro no se atreve a protestar… y con uno de sus arranques antiguos, que salen a la superficie, grita, como si de él y no de otros dependiese el retardo: «Entonces, si es así, hay que hacerlo saber a los demás. A los que andan por los campos… buscar… hacer algo. ¡Ea!, levantaos. Si viniese… que por lo menos nos encuentre» y no cae en la cuenta que confiesa que no cree aun ciegamente en la resurrección.

 

6. Con relación a la escena precedente
(Escrito el 21 de febrero de 1944)

Dice Jesús:

Resurrección«Las plegarias ardientes de mi Madre anticiparon mi resurrección.
Había yo dicho: “El Hijo del hombre está para ser matado, pero resucitará al tercer día”. A las tres de la tarde del viernes había ya muerto Yo. Bien calculéis los días como nombre, bien como horas, no era el alba dominical la que debía verme resucitar. Como horas, habían pasado solamente treinta y ocho en vez de las setenta y dos, durante las que mi cuerpo permaneció sin vida. Como días debía esperar por lo menos hasta el atardecer del tercer día para decir que había estado Yo durante ese tiempo en el sepulcro.

Pero mi Madre anticipó el milagro, como cuando con sus oraciones abrió el cielo, anticipándose al tiempo determinado para dar al mundo la Salvación, de igual modo ahora Ella alcanzó que se anticipara la hora para consolar su corazón agonizante.
Yo, a los primeros rayos del tercer día, bajé como sol, con mi resplandor destruí los sellos de los hombres, tan inútiles ante el poder de un Dios, con mi fuerza derribé aquella piedra inútil, con mi presencia aterroricé a los guardias que habían sido puestos para vigilar al que es Vida, a quien ninguna fuerza humana puede impedir que lo sea.
Mucho más poderoso que vuestra luz eléctrica, mi Espíritu entró como espada de fuego divino a calentar los fríos restos de mi cadáver y al nuevo Adán el Espíritu de Dios infundió la vida, diciéndose a Sí mismo: “Vive. Lo quiero”.

Yo que había resucitado muertos cuando no era más que el Hijo del hombre, la Víctima señalada a llevar las culpas del mundo, ¿no podía resucitarme ahora que era el Hijo de Dios, el Primero y el Ultimo, el Viviente eterno, el que tiene en sus manos las llaves de la Vida y de la Muerte? Y mi Cadáver sintió que la vida volvía a él.
Mira: como un hombre que se despierta después de su profundo sueño, doy un respiro profundo. Ni siquiera abro los ojos. La sangre vuelve a circular por las venas no muy rápidamente, y lleva al cerebro el pensamiento. Pero vengo de muy lejos. Mira, como sucede con un herido a quien un poder milagroso sana, la sangre llena las venas vacías, llena el corazón, da calor a los miembros, las heridas se cierran, los moretones y llagas desaparecen. ¡Cuan herido estaba Yo! Pero la Fuerza entra en actividad. Estoy curado. Me he despertado. He vuelto a la vida. Estuve muerto, ahora vivo. Ahora me levanto.
Me quito las sábanas en que estuve envuelto, me libro de los ungüentos. No tengo necesidad de ellos para aparecer cual soy, la Belleza eterna, la perfección absoluta. Me pongo un vestido que no es de esta tierra, sino que me lo tejió mi Padre, el que teje la suavidad de los cándidos lirios. Estoy vestido de resplandor. Mis llagas me sirven de adorno. No manan sangre, sino luz. Esa luz que será la alegría de mi Madre, de los bienaventurados, y el terror de los malditos, de los demonios en la tierra y en el último día.

El ángel de mi vida terrestre y el ángel que me acompañó en mi dolor, están postrados ante Mí y adoran mi gloria. Están los dos mis ángeles. El uno para sentirse bienaventurado a la vista del Hombre a quien guardó, que no tiene necesidad más de su protección angelical. El otro, que vio mis lágrimas para ver mi sonrisa, que vio mi lucha para ver mi victoria, que vio mi dolor para ver mi alegría.
Salgo al huerto lleno de flores en botón y de rocío. Los manzanos abren sus corolas para formar un arco sobre mi cabeza de Rey. Las hierbas se doblan para servir de alfombra a mis pies que vuelven a pisar la tierra redimida. Me saludan los primeros rayos del sol, el suave aire abrileño, la nubecilla que pasa, sonrosada cual mejilla de niño, y los pájaros de entre las ramas. Soy su Dios. Me adoran.
Paso por entre los guardias medio muertos, símbolo de las almas en pecado mortal que no sienten cuando pasa su Dios.

Es pascua, María. Es el ¡”Paso del Ángel de Dios”! Su paso de la muerte a la vida. Su paso para dar vida a los que creen en su Nombre. Es pascua. Es la paz que pasa por el mundo. La paz que no está más sujeta a las condiciones humanas, sino que está libre, perfecta y activa con su fuerza divina.
Voy a ver a mi Madre. Es justo que vaya a verla. Lo fue para mis ángeles, con mayor razón para con quien además de que me guardó y me consoló, fue la que me dio la vida. Antes de que regrese a mi Padre con mi vestido de Hombre glorificado, voy donde mi Madre. Voy con el resplandor de mi vestido sin igual y con el de diamantes. Ella me puede tocar, ella puede besarlo porque es la Pura, la Hermosa, la Amada, la Bendita, la Santa de Dios.
El nuevo Adán va donde la nueva Eva. El mal entró al mundo por la mujer, y por la Mujer fue vencido. El Fruto de la Mujer ha desintoxicado a los hombres del veneno de Lucifer. Ahora si quieren, pueden ser salvos. Ha salvado a la mujer que quedó tan frágil después de la herida mortal.

Después de ir a la Pura, que por derecho de santidad y maternidad es justo que vaya, me presento a la mujer redimida, a la representante de todas las mujeres a quienes he venido a librar de la mordida de la lujuria, para decirles que se acerquen a Mí para curarlas, que tengan fe en Mí, que crean en mi Misericordia que comprende y perdona, que para vencer a Satanás el cual instiga sus cuerpos, miren mi Carne adornada con las cinco llagas.
No permito que me toque. No es la Pura que puede tocar sin contaminar al Hijo que vuelve al Padre. Todavía le falta mucho que purificar con la penitencia. Pero su amor merece un premio. Ha sabido resucitar por su voluntad del sepulcro de su vicio, deshacerse de Satanás que la tenía aferrada, desafiar al mundo por amor a su Salvador, ha sabido despojarse de todo lo que no fuese amor, que ha sabido no ser otra cosa más que amor que arde por su Dios.

Y Dios la llama: “María”. Oye y responde: ¡Raboni!”. Y en ese grito se oye su corazón. Le doy el encargo, por haberlo merecido, de ser la mensajera de mi resurrección. Se le tacha de haber visto fantasmas. Pero no le importa a ella, María de Mágdala, María de Jesús, el juicio de los hombres. Me ha visto resucitado, y esto le produce una alegría tal que le impide cualquier otro sentimiento.
¿Ves cómo amo también a la que fue culpable, pero que quiso salir de la culpa? Ni siquiera me muestro primero a Juan, sino a Magdalena. A Juan lo había constituido hijo, y podía serlo porque era puro y podía ser hijo no sólo espiritual, sino que también podía ocuparse de todas aquellas necesidad propias del cuerpo humano de la Pura de Dios.
Magdalena, la resucitada a la gracia, es la primera en verme.
Cuando me amáis hasta vencer todo por Mí, tomo vuestra cabeza y vuestro corazón entre mis manos llagadas y con mi aliento os inspiro mi poder. Os salvo a vosotros, hijos, a quienes amo. Os hacéis hermosos, sanos, libres, felices. Os convertís en los hijos queridos del Señor. Os hago portadores de mi bondad entre los pobres hombres, para que los convenzáis de ella y de Mí.

Tened, tened fe en Mí. Amadme. No temáis. Todo lo que he sufrido para salvaros sea la prenda segura de mi Corazón, de vuestro Dios.»

Después de la Resurrección

Apariciones de Jesús Resucitado a varias personas en distintos lugares después del Domingo de Gloria

Jesús Resucitado se aparece a mucha gente luego del Domingo Glorioso, en muchas oportunidades en el mismo días a gente distinta a grandes distancias unos de otros, en la misma hora. Este testimonio del Jesús Vivo, que Vive hoy y por siempre, es importante como evidencia de que nuestra fe debe fundamentarse en la Cruz, y en la Resurrección. Sin Cruz no hay Triunfo, sin Resurrección no se consuma el Triunfo del Salvador del mundo. Elegimos algunos tramos del Poema del Hombre-Dios para regocijo de nuestros lectores, para reforzar nuestra fe.

 

Aparición en la orilla del lago y otorgamiento de la misión a Pedro.
Visiones del 19 de abril de 1947.

Es una noche tranquila y sofocante. No hay una brizna de viento. Las estrellas, extendidas, titilantes, atestan el cielo sereno. El lago, calmo e inmóvil tanto, que parece una vastísima pila resguardada de los vientos – refleja en su superficie la gloria de ese cielo que palpita por los astros que lo pueblan. Los árboles de las orillas son un bloque sin susurros. Tan quieto está el lago, que sus olas, en la orilla, se reducen a un levísimo murmullo. Hay alguna barca, lago adentro, apenas visible como forma errante que, a trechos, con su farolito atado en el mástil de la vela para dar claridad al interior del bote, pone una estrellita a poca distancia de la superficie de las aguas.
No sé qué parte del lago es. Yo diría que se trata de la parte más meridional, donde el lago se prepara a ser de nuevo río; diría que se trata de la periferia de Tariquea: no porque vea la ciudad me lo impide una espesura arbórea que penetra en el lago formando un pequeño promontorio montuoso , sino porque lo deduzco de las estrellitas de las luces de las barcas, que se alejan hacia el Norte separándose de las orillas del lago. Y digo “periferia” porque una pequeña agrupación de casuchas tan pocas, que no constituyen siquiera una aldea están allí concentradas, al pie del pequeño promontorio; casas pobres, situadas casi en la playa, pertenecientes, sin duda, a pescadores.
Hay algunas barcas fuera del agua, en la pequeña playa, y otras en el agua, junto a la orilla, preparadas ya para navegar, pero tan quietas que, en vez de estar flotando, parecen estar clavadas en el suelo.
Por la puerta de una de estas casuchas, Pedro asoma la cabeza. La luz oscilante de una lumbre encendida en la cocina humosa ilumina por detrás la figura torosa del apóstol, haciéndola resaltar como un boceto. Mira al cielo, mira al lago… Avanza hasta el límite de la playa. Luego lleva una túnica corta y va descalzo entra en el agua, hasta medio muslo, y acaricia el borde de una barca extendiendo su brazo musculoso.
Se unen a él los hijos de Zebedeo.
«Bonita noche».
«Dentro de poco saldrá la Luna».
«Noche de pesca».
« Pero con remos».
«No hay viento».
«¿Qué hacemos?».
Hablan bajo, con frases cortadas, como hombres acostumbrados a la pesca y a las maniobras de las velas y las redes, que requieren atención y, por tanto, pocas palabras.
«Convendría salir. Venderíamos parte de la pesca».
Se unen a ellos, en la orilla, Andrés, Tomás y Bartolomé.
«¡Qué calor esta noche!» exclama Bartolomé.
«¿Habrá tormenta? ¿Os acordáis de aquella noche?» pregunta Tomás.
«¡No! Calma chicha. Quizás niebla. Pero no tormenta. Yo… yo voy a pescar. ¿Quién viene conmigo?».
«Vamos todos. Quizás se esté mejor allá dentro» dice Tomás, que suda; y añade: «A la mujer le hacía falta esa lumbre, pero es como si hubiéramos estado en las termas calientes…».
«Voy a decírselo a Simón, que está allí todo solo» dice Juan.
3Pedro ya prepara la barca, junto con Andrés y Santiago.
«¿Vamos hasta casa? Una sorpresa para mi madre…» pregunta Santiago.
«No. No sé si puedo traer a Margziam. Antes de… de la… ¡bueno, sí!… antes de ir a Jerusalén estábamos todavía en Efraím el Señor me dijo que quería celebrar la segunda Pascua con Margziam. Pero luego no me ha vuelto a decir nada más…».
«A mí me parece que ha dicho que sí» dice Andrés.
«Sí. La segunda Pascua, sí. Pero hacerle venir antes, no sé si quiere. He cometido tantos errores, que… ¡Ah, ¿vienes también tú?!».
«Sí, Simón de Jonás. Me recordará muchas cosas esta pesca…».
«¡Ya, claro! A todos nos recordará muchas cosas… Cosas que ya no volverán… Ibamos con el Maestro en esta barca por el lago… Y yo la apreciaba como si fuera un palacio, y me parecía que no podía vivir sin ella. Pero, ahora que Él no está en la barca… pues… estoy en ella y no me produce alegría» dice Pedro.
«Ya ninguno siente alegría por las cosas pasadas. Ya no es la misma vida. Y, además, mirando hacia atrás… entre aquellas horas pasadas y estas presentes, están en medio esos momentos horrendos…» suspira Bartolomé.
«Preparados. Venid. Tú, al timón; nosotros, a los remos. Vamos hacia la curva de Ippo. Es buen sitio. ¡Upa! ¡Op! ¡Upa! ¡Op!».
Pedro dirige la boga y la barca se desliza por las aguas quietas. Bartolomé al timón. Tomás y el Zelote haciendo de mozos ayudantes, preparados para echar las redes (ya las tienen extendidas). Se alza la Luna, o sea, supera los montes de Gadara, si no me equivoco, o Gamala (en fin, los que están en la costa oriental, pero hacia el sur del lago), y el rayo de la Luna incide en el lago y traza un camino de diamantes sobre las aguas quietas.
«Nos acompañará hasta la mañana».
«Si no viene bruma».
«Los peces dejan el fondo atraídos por la luna».
«Bueno será que tengamos buena pesca. Porque ya no tenemos dinero. Compraremos pan, y a los que están en el monte les llevaremos pescado y pan».
Palabras lentas, con pausas largas entre una y otra voz.
«Remas bien, Simón. ¡No has perdido la boga!…» dice el Zelote, admirado.
«Sí… 4¡Maldición!».
«¿Qué te pasa?» preguntan los otros.
«Lo que me pasa… es que el recuerdo de ese hombre me persigue por todas partes. Me acuerdo de aquel día que íbamos con dos barcas viendo a ver quién remaba mejor, y él…».
«Yo, sin embargo, pensaba que una de las primeras veces que tuve la visión de su abismo de perfidia fue aquella vez que encontramos, o mejor: que chocamos, las barcas de los romanos. ¿Os acordáis?» dice el Zelote.
«¡Claro que nos acordamos! ¡En fin!… Él le defendía… y nosotros… entre las defensas del Maestro y la doblez del… del nuestro, nunca comprendimos bien…» dice Tomás.
«¡Mmm! Yo, más de una vez… Pero Él decía: “¡No juzgues, Simón!”».

«Judas Tadeo siempre sospechó de él».
«Lo que no puedo creer es que éste no haya sabido nunca nada» dice Santiago, dando un codazo a su hermano. Pero Juan agacha la cabeza y calla.
«Ya lo puedes decir…» dice Tomás.
«Me esfuerzo en olvidar. Es la orden que he recibido. ¿Por qué queréis hacerme desobedecer?».
«Tienes razón. Dejémosle en paz» dice el Zelote saliendo en defensa de Juan.
5«Echad las redes. Lentamente… Remad vosotros. Boga lento. Vira a la izquierda, Bartolomé. Acércate. Vira. Acércate. Vira. ¿Extendida la red? ¿Sí? Arriba los remos y esperamos» ordena Pedro.
¡Qué hermosura la de este lago, encantador, en la paz de la noche, bajo el beso de la Luna! Verdaderamente es paradisíaco, por su pureza. La Luna se refleja toda desde el cielo y viste de diamante las aguas. Su fosforescencia parpadea sobre las colinas y las muestra; viste de nieve las ciudades de las orillas…
De tanto en tanto sacan la red: cascada de diamantes y arpegios sobre la plata del lago; vacía. La sumergen de nuevo. Cambian de posición. No tienen suerte…
Las horas pasan. La Luna se pone, mientras la luz del alba se abre camino, incierta, verdeazul… Una cálida bruma, cerca de las orillas, huma, especialmente hacia el extremo sur del lago. Tiberíades se vela de bruma, y también Tariquea. Es una niebla baja, poco densa, que el primer sol disolverá. Para evitarla, prefieren costear el lado de Oriente, donde es menos densa (mientras que en el lado occidental, al venir del aguazal que hay más allá de Tariquea en la ribera derecha del Jordán, se hace más densa, como si el aguazal humara). Bogan atentos para evitar algún peligro del fondo, de este lago que ellos bien conocen.
6«¡Vosotros, los de la barca! ¿Tenéis algo para comer?». Una voz masculina viene de la orilla. Una voz que los estremece.
Pero se encogen de hombros y responden con fuerte voz: «No». Y luego comentan entre ellos: «¡Siempre nos parece oírle!…».
«Echad las redes a la derecha y encontraréis».
La derecha está lago adentro. Echan la red, con un poco de perplejidad. Sacudidas, peso que hace inclinar la barca hacia el lado de la red.
«¡Pero si es el Señor!» grita Juan.
«¿El Señor, dices?» pregunta Pedro.
«¿Pero lo dudas? Nos ha parecido su voz. Pero ésta es la prueba. ¡Mira la red! ¡Como aquella vez! ¡Te digo que es Él! ¡Oh, Jesús mío! ¿Dónde estás?».
Todos aguzan la vista, queriendo perforar los velos de la niebla, después de haber asegurado bien la red para arrastrarla tras la estela de la barca, puesto que pretender izarla sería una maniobra peligrosa; y reman para ir a la orilla. Pero Tomás debe agarrar el remo de Pedro, el cual, de prisa y corriendo, se ha puesto la túnica corta encima del cortísimo calzón que era su único vestido, como es también el único de los otros, excepto de Bartolomé , se ha echado a nadar al lago, y ahora hiende con grandes brazadas el agua quieta, precediendo a la barca, de forma que es el primero en llegar a la playita desierta, donde, sobre dos piedras protegidas por un matorral espinoso, brilla un fuego de hornija. Y allí, cerca del fuego, está Jesús, sonriente y benévolo.
«¡Señor! ¡Señor!». Pedro jadea a causa de la emoción y no puede decir nada más. Chorrea agua, de forma que no se atreve siquiera a tocar la túnica de su Jesús, y permanece postrado en la arena, con la túnica pegada a sus carnes, adorando.
La barca roza el fondo del guijarral y se detiene. Todos están de pie, inquietos por la alegría…
7«Traed aquí algunos de esos peces. La lumbre está preparada. Venid y comed» ordena Jesús.
Pedro corre hasta la barca y ayuda a izar la red. Mete la mano en el montón de peces zigzagueantes y agarra tres de ellos, grandes. Los golpea contra el borde de la barca, para matarlos, y los vacía con su cuchillo. Pero le tiemblan las manos (no de frío, ciertamente). Los enjuaga, los lleva a donde está el fuego, los coloca encima y vigila cómo se asan. Los otros están adorando al Señor, un poco separados de Él; temerosos ante Él, como siempre, ahora que, resucitado, se le ve tan divinamente poderoso.
«Mirad, aquí está el pan. Habéis trabajado toda la noche y estáis cansados. Ahora recuperaréis fuerzas. ¿Ya está, Pedro?».
«Sí, mi Señor» dice Pedro con una voz aún más ronca de lo habitual, inclinado hacia el fuego, y se seca los ojos, que gotean, como si el humo, irritándolos, les hiciera llorar, al mismo tiempo que irrita también la garganta. Pero no es el humo el que produce esa voz y esas lágrimas…
Lleva el pescado. Lo ha dispuesto encima de una hoja rasposa – parece una hoja de calabaza que le ha llevado Andrés después de haberla enjuagado en el lago.
Jesús hace el ofrecimiento y bendice, parte el pan y los peces. Hace ocho partes. Lo distribuye. Él también lo prueba. Comen con la reverencia con que celebrarían un rito. Jesús los mira y sonríe. Pero guarda silencio también Él, hasta que pregunta: «¿Dónde están los otros?».
«En el monte. Donde dijiste. Nosotros hemos venido para pescar porque ya no tenemos dinero y no queremos abusar de los discípulos».
«Hacéis bien. Pero, de ahora en adelante, vosotros, los apóstoles, estaréis en el monte, en oración, edificando con el ejemplo a los discípulos. Enviadlos a ellos a pescar. Conviene que vosotros estéis allí en oración, y también para escuchar a los que necesiten un consejo o puedan ir a daros noticias. Tened muy unidos a los discípulos. Pronto iré Yo».
«Lo haremos, Señor».
«¿Margziam no está contigo?».
«No me dijiste que le trajera tan pronto».

«Dispón que venga. Su obediencia ha terminado».
«Así lo haré, Señor».
8Un momento de silencio. Luego Jesús, que había estado un poco con la cabeza agachada, pensando, alza la cabeza y clava la mirada en Pedro. Le mira con su mirada de las horas de más poderosos milagros y de más poderoso imperio. Pedro se sobresalta, casi de miedo, y se echa un poco hacia atrás… Pero Jesús, poniendo una mano en el hombro de Pedro, le sujeta fuertemente y, teniéndole así, le pregunta: «Simón de Jonás, ¿me quieres?».
«¡Sí, Señor! Tú sabes que te quiero» responde Pedro con seguridad.
«Apacienta mis corderos… Simón de Jonás, ¿me quieres?» .
«Sí, mi Señor. Y Tú sabes que te quiero». En la voz hay menos sentido de seguridad; es más, hay un poco de estupor por la repetición de la pregunta.
«Apacienta mis corderos… Simón de Jonás, ¿me quieres?».
«Señor… Tú lo sabes todo… Tú sabes… sabes si te quiero…», le tiembla la voz a Pedro, que está seguro de su amor, pero que tiene la impresión de que Jesús no esté seguro.
«Apacienta mis ovejas. Tu triple profesión de amor ha borrado tu triple negación. Estás todo puro, Simón de Jonás. Y Yo te digo: asume la vestidura pontifical y lleva a mi rebaño la Santidad del Señor. Cíñete las vestiduras a tu cintura y tenlas bien ceñidas, hasta que, de Pastor, también tú pases a ser cordero. En verdad te digo que cuando eras más joven tú solo te ceñías a ibas a donde querías, pero, cuando seas anciano, extenderás las manos y otro te ceñirá y te llevará a donde no querrías ir. Pero ahora soy Yo el que te dice: “Cíñete y sígueme por mi mismo camino”. Álzate y ven».
Se alza Jesús y se alza Pedro. Van hacia la orilla. Los otros se ponen a apagar el fuego ahogándolo bajo la arena.
9Pero Juan, recogidos los restos del pan, sigue a Jesús. Pedro oye el roce de los pasos y vuelve la cabeza. Ve a Juan y, señalándoselo a Jesús, dice: «¿Y de él qué será?».
«Si quiero que permanezca hasta que Yo regrese, ¿a ti qué? Tú sígueme».
Ya están en la orilla. Pedro quisiera decir todavía algo, pero la majestuosidad de Jesús y las palabras que ha oído le retienen. Se arrodilla imitado en esto por los otros y adora. Jesús los bendice y se despide de ellos, que suben a la barca y se marchan remando. Jesús los mira mientras se alejan.

 

Aparición a la madre de Analía

Elisa, la madre de Analía, llora desconsoladamente en su casa, cerrada dentro de un cuarto de reducidas dimensiones, donde hay una cama pequeña sin cobertores, que quizás es la de Analía. Tiene la cabeza relajada sobre los brazos, desmayados a su vez, extendidos sobre la cama como para abrazarla por entero. El cuerpo pesa, desfallecido, sobre las rodillas. Lo único vigoroso es su llanto.

Poca luz entra por la ventana abierta. El día ha renacido hace poco. Pero una luz viva brilla cuando entra Jesús.

Digo “entra” para expresar que está en el cuarto, mientras que antes no estaba. Y lo diré siempre así para significar sus apariciones en lugares cerrados, sin repetirme respecto a cómo Él se descubre tras una gran luminosidad que recuerda a la de la Transfiguración, tras un fuego blanco se me permita la comparación que parece licuar paredes y puertas para permitirle entrar con su verdadero, respirador, sólido Cuerpo glorificado (un fuego, una luminosidad que se repliega sobre Él y le oculta cuando se marcha). Después, adquiere el aspecto hermosísimo de Resucitado, pero Hombre, verdaderamente Hombre, de una belleza centuplicada respecto a la que ya tenía antes de la Pasión. Es Él, pero glorioso, Rey.
«¿Por qué lloras, Elisa?».
No sé cómo la mujer no reconoce esa Voz inconfundible. Quizás el dolor la aturde. Responde como si hablara con un pariente que, quizás, ha ido donde ella después de la muerte de Analía.
«¿Has oído ayer por la tarde a esos hombres? Él no era nada. Poder mágico, no divino. Y yo que me resignaba a la muerte de mi hija figurándomela amada por un Dios, en paz… ¡Me lo había dicho!…», llora aún más fuerte.
«Pero muchos le han visto resucitado. Sólo Dios puede resucitarse por sí mismo».
«Esto se lo dije yo también a los de ayer. Tú lo oíste. Me opuse a sus palabras, porque sus palabras significaban la muerte de mi esperanza, de mi paz. Pero ellos ¿lo oíste? , ellos dijeron: “No es más que una comedia de sus seguidores, para no reconocer su falta de cordura. Él está muerto y bien muerto, y ya en estado de descomposición han robado su cadáver y lo han destruido, y dicen que ha resucitado”. Esto dijeron… Y también dijeron que por eso el Altísimo ha mandado el segundo terremoto, para hacerles sentir su ira por su sacrílego embuste. ¡Oh, ya no tengo consuelo!».
«Pero si vieras al Señor resucitado, con tus ojos, y le palparas con tus manos, ¿creerías?» .
«No soy digna de ello… Pero ¡claro que creería! Me bastaría con verle. No me atrevería a tocar sus Carnes, porque, si así fuera, serían carnes divinas, y una mujer no puede acercarse al Santo de los Santos».
«¡Alza la cabeza, Elisa, y mira quién tienes delante!».
La mujer alza la cabeza cana, alza la cara desfigurada por el llanto, y ve… Cae más aún su cuerpo, gravitando más en los talones; se restriega los ojos; abre la boca, por un grito que quiere subir pero que el estupor estrangula en la garganta…
«Soy Yo. El Señor. Toca mi Mano. Bésala. Me has sacrificado tu hija. Lo mereces. Y halla de nuevo, en esta Mano, el beso espiritual de tu hija. Está en el Cielo. Bienaventurada. Dirás esto a los discípulos, y se lo dirás este día».
La mujer está tan arrobada, que no se atreve a llevar a cabo ese gesto. Es Jesús mismo el que le aprieta la punta de sus dedos contra los labios.
«¡Oh! ¡¡¡Verdaderamente has resucitado!!! ¡Feliz! ¡Soy feliz! ¡Bendito seas, Tú que me has consolado!».
Se inclina para besarle los pies, y lo hace, y se queda así.

La luz sobrenatural envuelve en su esplendor a Cristo y la habitación queda vacía de Él; pero la madre tiene el corazón lleno de inquebrantable certeza.

A María de Simón (Madre de Judas Iscariote), en Keriot, con Ana, madre de Yoana, y el anciano Ananías.

Es la casa de Ana, madre de Yoana; la casa de campo donde Jesús, acompañado de la madre de Judas, obró el milagro* de la curación de Ana. También aquí una habitación, y una mujer que yace sobre un lecho; irreconocible ella, de tan desfigurada como está a causa de una mortal angustia. Su rostro aparece consumido, devorado por la fiebre que enciende los pómulos, salientes de tan ahondados como están los carrillos. Los ojos, dentro de un círculo negro, rojos de fiebre y llanto, están semicerrados bajos los párpados hinchados. Donde no hay enrojecimiento de fiebre hay amarillez intensa, verdastra, como por bilis esparcida en la sangre. Los brazos descarnados, las manos afiladas, están desmayados sobre las mantas que un veloz jadeo levanta.
Junto a la enferma, que no es sino la madre de Judas, está la madre de Yoana, Ana, secando lágrimas y sudor, agitando un paipái, cambiando en la frente y la garganta de la enferma paños impregnados en un vinagre aromatizado, acariciando a la enferma las manos, y los sueltos cabellos, esos cabellos que, en poco tiempo, han pasado a ser más blancos que negros y que están esparcidos sobre la almohada o aglutinados por el sudor tras las orejas ahora transparentes. Y llora también Ana, diciendo palabras de consuelo: «¡Así no, María! ¡Así no! ¡Basta! Él… él ha pecado. Pero tú, tú sabes cómo el Señor Jesús…».
«¡Calla! Ese Nombre… diciéndomelo a mí… se profana… ¡Soy la madre… del Caín… de Dios! ¡Ay!». El llanto quedo se transforma en extremo, lacerante sollozo. La mujer siente ahogarse, se agarra al cuello de su amiga, que la socorre; un vómito bilioso le sale por la boca.
«¡Cálmate! ¡Cálmate, María! ¡Así no! ¡Oh!, ¿qué puedo decirte para convencerte de que Él, el Señor, te quiere? ¡Te lo repito! ¡Te lo juro por las cosas para mí más santas: por el Salvador y por mi hija! Él me lo dijo cuando le condujiste a mí. Él tuvo para ti palabras y detalles de un amor infinito. Tú eres inocente. Él te quiere. Estoy segura, segura estoy de que se entregaría otra vez por darte paz, pobre madre mártir».
«¡Madre del Caín de Dios! ¿Oyes? El viento, ahí afuera… lo dice… Va por el mundo la voz… la voz del viento, y dice: “María de Simón, madre de Judas, el que traicionó al Maestro y lo entregó a sus crucifixores”. ¿Oyes? Todo lo dice… El arroyo, ahí afuera… Las tórtolas… las ovejas… Toda la Tierra grita que soy yo… No, no quiero curarme. ¡Morir es lo que quiero!… Dios es justo y no descargará su mano contra mí en la otra vida. Pero aquí, no. El mundo no perdona… no distingue… Me vuelvo loca porque el mundo grita…: “¡Eres la madre de Judas!”».
Vuelve a caer, exhausta, sobre la almohada. Ana la coloca y sale para llevarse los paños ya sucios…
María, con los ojos cerrados, exangüe después del esfuerzo realizado, gimiendo, dice: «¡La madre de Judas!, ¡de Judas!, ¡de Judas!». Jadea. Luego continúa: «Pero ¿qué es Judas? ¿Qué di a luz? ¿Qué es Judas? ¿Qué di…?».
Jesús está en la habitación, que una trémula luz clarea (y es que todavía la luz del día es demasiado escasa como para iluminar esta vasta habitación, en la que la cama está en el fondo, muy lejos de la única ventana que hay). Llama dulcemente: «¡Maria! ¡Maria de Simón!».
La mujer está casi en estado de delirio y no da relevancia a la voz. Está ausente, enajenada dentro de los torbellinos de su dolor, y repite las ideas que obsesionan su cerebro, monótonamente, como el tictac de un péndulo: « ¡La madre de Judas! ¿Qué di a luz? El mundo grita: “La madre de Judas”…» .
Jesús tiene dos lágrimas en el lagrimal de sus ojos dulcísimos. Me asombran mucho. No creía que Jesús pudiera llorar después de su resurrección…
Se agacha. ¡La cama es tan baja para Él tan alto…! Pone la mano en la frente febril, apartando los paños impregnados en vinagre, y dice: «Un desdichado. Esto. Nada más. Si el mundo grita, Dios cubre el grito del mundo diciéndote: “Ten paz, porque Yo lo quiero”. ¡Pobre madre, mírame! Recoge tu espíritu desorientado y ponlo en mis manos. ¡Soy Jesús!…».
María de Simón abre los ojos como saliendo de una pesadilla y ve al Señor, siente su Mano en su frente, se lleva las manos temblorosas a la cara y, gimiendo, dice: «¡No me maldigas! Si hubiera sabido lo que engendraba, me habría arrancado las entrañas para impedir que naciera».
«Y habrías pecado. ¡Maria! ¡Oh, María! No te apartes de tu justicia por el pecado de otro. Las madres que han cumplido con su tarea no deben considerarse responsables del pecado de sus hijos. Tú has cumplido con tu deber, María. Dame tus pobres manos. Pobre madre, tranquilízate».
«Soy la madre de Judas. Impura estoy como todo lo que ese demonio tocó. ¡Madre de un demonio! No me toques». Forcejea tratando de evitar las Manos divinas, que quieren sujetarla.
Las dos lágrimas de Jesús le caen a la mujer en la cara, que otra vez está encendida de fiebre. «Yo te he purificado, María. Tienes en ti mis lágrimas de piedad. Por ninguno he llorado desde que consumé mi dolor. Pero por ti lloro con toda mi amorosa piedad». Ha logrado tomarle las manos y se sienta, sí, realmente se sienta en el borde de la cama, y tiene esas manos temblorosas entre las suyas.
La piedad amorosa de sus fúlgidos ojos acaricia, envuelve, medica a la infeliz, que se calma y llora quedamente, y susurra: «¿No me guardas rencor?» .
«Te tengo amor. He venido por esto. Ten paz».
«¡Tú perdonas! ¡Pero el mundo! ¡Tu Madre! Me odiará».
«Ella piensa en ti como en una hermana. El mundo es cruel. Es verdad. Pero mi Madre es la Madre del Amor, y es buena. Tú no puedes ir por el mundo, pero Ella vendrá a ti cuando todo esté en paz. El tiempo pacifica…».
«Hazme morir, si me quieres…».
«Todavía un poco. Tu hijo no supo darme nada. Tú dame un tiempo de tu sufrimiento. Será breve».
«Mi hijo te dio demasiado… Te dio el horror infinito».
«Y tú el dolor infinito. El horror ha pasado. Ya no tiene utilidad. Tu dolor sí; se une a estas llagas mías, y tus lágrimas y mi Sangre lavan al mundo. Todo el dolor se une para lavar al mundo. Tus lágrimas están entre mi Sangre y el llanto de mi Madre, y alrededor está todo el dolor de los santos que sufrirán por Cristo y por los hombres, por amor mío y amor a los hombres. ¡Pobre María!».
La recuesta dulcemente, le cruza las manos, la mira mientras se tranquiliza…
Vuelve Ana. Se queda atónita en la puerta.
Jesús, que de nuevo se ha alzado, la mira diciendo: «Has obedecido a mi deseo. Para los obedientes, paz. Tu alma me ha comprendido. Vive en mi paz».
Baja de nuevo los ojos hacia María de Simón, que lo mira detrás de un fluir de lágrimas ahora más serenas; y le sonríe y le dice todavía: «Pon todas tus esperanzas en el Señor. Él te dará todas sus consolaciones». La bendice y hace ademán de marcharse.
María de Simón emite un grito apasionado: «¡Se dice que mi hijo te traicionó con un beso! ¿Es verdad, Señor? Si es así, deja que yo te lave besándote las Manos. ¡No puedo hacer otra cosa! No puedo hacer otra cosa para borrar… para borrar…». El dolor le vuelve, más fuerte.
Jesús, ¡oh!, no es que le dé a besar las Manos esas Manos que quedan semicubiertas por la ancha manga de la cándida túnica, que pende hasta la mitad del metacarpo y esconde las heridas , lo que hace es que toma la cabeza de la mujer entre sus manos y se agacha para rozar con los labios divinos la frente ardiente de esta mujer desdichadísima entre todas las mujeres. Y al alzarse le dice: «¡Mis lágrimas y mi beso! Ninguno ha recibido tanto de mí. Quédate, pues, con la paz de saber que entre tú y Yo no hay sino amor». La bendice y, cruzando rápidamente la habitación, sale detrás de Ana, que no se ha atrevido a entrar ni a hablar, sino que sólo llora de emoción.
Pero, una vez en el pasillo que lleva a la puerta de casa, Ana se atreve a hablar, a hacer la pregunta que tiene en su corazón: «¿Mi Yoana?».
«Desde hace quince días goza en el Cielo. No lo he dicho ahí porque demasiado grande es el contraste entre tu hija y su hijo».
«¡Es verdad! ¡Gran congoja! Creo que morirá de ello».
«No. No enseguida».
«Ahora tendrá más paz. La has consolado. ¡Tú, Tú que más que nadie… !».
«Yo que más que nadie me compadezco de ella. Yo soy la divina Compasión. Soy el Amor. Te digo, mujer, que hubiera bastado con que Judas me hubiera dirigido una mirada de arrepentimiento para que le hubiera obtenido el perdón de Dios…». ¡Qué tristeza hay en el rostro de Jesús!
La mujer se siente impresionada por esta tristeza. Palabras y silencio luchan en sus labios, pero es mujer, y la curiosidad la vence. Pregunta: «Pero fue una… un… Sí, lo que quiero decir es que si ese desdichado pecó de repente o…».
«Hacía meses que pecaba. Y tan fuerte era su voluntad de pecar, que ninguna palabra mía ni acto mío valieron para frenarle. Pero no le digas esto a ella…».
«¡No se lo diré!… ¡Señor! Fíjate, cuando Ananías, que en la misma noche de la Parasceve había huido de Jerusalén sin siquiera concluir la Pascua, entró aquí gritando: “¡Tu hijo ha traicionado al Maestro y le ha entregado a sus enemigos! Con un beso le ha traicionado. Y yo he visto al Maestro cargado de golpes y esputos, flagelado, coronado de espinas, cargando con la cruz, crucificado y muerto por obra de tu hijo. Y los enemigos del Maestro gritan nuestro nombre con un repugnante sentido de triunfo. Y se narran las hazañas de tu hijo, que ha vendido al Mesías por menos de lo que cuesta un cordero y le ha señalado ante la gente armada con un beso de traición”, María cayó al suelo, ennegrecida de repente. Y el médico dice que se esparció su hiel y se rompió su higado, quedando corrompida toda su sangre. Y… el mundo es malo… ella tiene razón… Tuve que traerla aquí, porque en Keriot se acercaban a la casa para gritar: “¡Tu hijo deicida y suicida! ¡Se ha ahorcado! Belcebú ha atrapado su alma, y hasta ha ido por el cuerpo Satanás”. ¿Es verdad que ha sucedido este horrendo prodigio?».
«No, mujer. Fue hallado muerto colgado de un olivo…».
«¡Ah! Y gritaban: “Cristo ha resucitado y es Dios. Tu hijo ha traicionado a Dios. Eres la madre del traidor de Dios. Eres la madre de Judas”. De noche, con Ananías y un criado fiel, el único que me ha quedado, porque ninguno ha querido permanecer al lado de ella… la traje aquí. Pero María oye esos gritos en el viento, en el rumor de la tierra, en todo».
«¡Pobre madre! Es horrendo, sí».
«¿Pero ese demonio no pensó en esto, Señor?».
«Era una de las razones que yo usaba para pararle. Pero no fue eficaz. Judas, que nunca había amado con verdadero amor ni a su padre ni a su madre ni a ningún prójimo suyo, llegó a odiar a Dios».
«¡Sí, nunca había amado!».
«Adiós, mujer. Que mi bendición te conforte para soportar los ultrajes del mundo por tu piedad con María. Besa mi mano. A ti te la puedo enseñar; a ella le habría hecho demasiado daño el ver esto». Retira la manga, descubriendo así la muñeca traspasada.
Ana emite un gemido mientras roza apenas con los labios la punta de los dedos.
8Se oye el ruido de una puerta que se abre y un grito ahogado: «¡El Señor!». Un hombre ya entrado en años se arrodilla y permanece postrado.
«Ananías, bueno es el Señor. Ha venido a confortar a tu pariente y también a nosotros» dice Ana, que quiere también confortar al anciano en su demasiado grande emoción.
Pero el hombre no se atreve a hacer movimiento alguno. Llora mientras dice: «Somos de una sangre horrible. No puedo mirar al Señor».
Jesús se acerca a él. Le toca la cabeza y dice las mismas palabras ya dichas a María de Simón: «Los parientes que han cumplido con su deber no deben considerarse responsables del pecado de su pariente. ¡Ánimo, Ananías! Dios es justo. La paz a ti y a esta casa. Yo he venido y tú irás a donde te envío. Para la Pascua suplementaria los discípulos estarán en Betania. Irás a ellos y les dirás que el duodécimo día después de su muerte viste en Keriot al Señor, vivo y verdadero, en Carne y Alma y Divinidad. Te creerán, porque ya mucho he estado con ellos. Pero los confirmará en la fe en mi Naturaleza divina el saber que estoy en todas partes en el mismo día. Y antes, hoy mismo, irás a Keriot y le pedirás al arquisinagogo que reúna al pueblo, y dirás en presencia de todos que Yo he venido
aquí, y que recuerden las palabras de mi despedida*. Te dirán: “¿Por qué no ha venido a nosotros?”. Responderás así: “El Señor me ha dicho que os diga que, si hubierais hecho lo que Él os había dicho que hicierais respecto a la madre no culpable, se habría mostrado. Habéis faltado contra el amor y el Señor no se ha mostrado por eso”. ¿Lo harás?».
«¡Es difícil esto, Señor! ¡Difícil de hacer! Todos nos consideran leprosos del corazón… No me escuchará el arquisinagogo y no me dejará que hable al pueblo. Quizás me pegue… De todas formas, puesto que Tú lo quieres, lo haré». El anciano no alza la cabeza; habla permaneciendo inclinado en actitud de postración profunda.
«¡Mírame, Ananás!».
El hombre alza un rostro trémulo de veneración.
Jesús refulge y está hermoso como en el Tabor… La luz le cubre, celando su aspecto y su sonrisa… Y vacío de Él se queda el pasillo, sin que ninguna puerta se haya movido para abrirle paso.
Los dos adoran, siguen adorando, en adoración viviente convertidos por la divina manifestación.

 

A los niños de Yuttá con su mamá Sara

Es el huerto de la casa de Sara. Los niños juegan bajo los frondosos árboles. El más pequeño se revuelca junto a una tupida hilera de vides; los otros, más mayores, corren unos tras otros con gritos de golondrinas festivas, jugando a esconderse tras los setos y las vides y a descubrirse.
Jesús se aparece junto al pequeñuelo a quien dio el nombre**. ¡Oh, santa sencillez de los inocentes! Iesaí no se asombra al verle ahí de repente, sino que tiende a Él sus bracitos para que Jesús le suba en brazos, y Jesús lo hace: la máxima naturalidad en el acto de ambos.
Acuden presurosos, los otros y también aquí se ve esa sencillez beata de los niños , sin expresiones de asombro, se acercan a Él felices. Parece como si para ellos nada hubiera cambiado. Quizás no saben lo que ha sucedido. Pero, después de la caricia de Jesús a cada uno de ellos, María, la más grandecita y de juicio más maduro, dice: «Entonces, ahora que has resucitado, ¿ya no sufres, Señor? ¡He sufrido mucho!…».
«Ya no sufro. He venido a bendeciros antes de subir al Cielo, al Padre mío y vuestro. Pero desde allí seguiré bendiciéndoos siempre, si sois siempre buenos. Decid a los que me quieren que os he dejado hoy a vosotros mi bendición. Recordad este día».
«¿No entras en casa? Está nuestra mamá. A nosotros no nos creerán» dice María. Pero su hermano no pregunta. Grita: «¡Mamá! ¡Mamá! ¡El Señor está aquí!…» y, corriendo hacia la casa, repite ese grito.
Sara, presurosa, sale, se asoma… a tiempo de ver a Jesús, hermosísimo en el linde del huerto, anulándose en la luz que le absorbe…
«¡El Señor! ¿Pero por qué no me habéis llamado antes?…» dice Sara en cuanto puede hablar. «¿Pero cuándo? ¿por dónde ha venido? ¿Estaba solo? ¡Qué calamidades que sois!».
«Le hemos encontrado aquí. Un minuto antes no estaba… Por el camino no ha venido, ni tampoco por el huerto. Y tenía en brazos a Iesaí… y nos ha dicho que había venido a bendecirnos y a darnos la bendición para los que le quieren de Yuttá, y que recordemos este día. Ahora va al Cielo. Pero nos querrá si somos buenos. ¡Qué guapo estaba! Tenía las manos heridas. Pero ya no le hacen daño. También los pies estaban heridos. Los he visto entre la hierba. Esa flor de ahí tocaba justo la herida de un pie. Voy a cogerla…», hablan todos al tiempo, encendidos de emoción. Hasta sudan con la ansiedad de hablar.
Sara los acaricia susurrando: «¡Dios es grande! Vamos. Venid. Vamos a decírselo a todos. Hablad vosotros, que sois inocentes. Vosotros podéis hablar de Dios».

 

Al jovencito Yaia, en Pella

El jovencito está trabajando con ardor en cargar un carrito de verduras (recogidas en un huerto cercano). El burrito golpea con su pezuña en el suelo duro del camino campestre.
Al volverse para coger un canasto de lechugas, ve a Jesús, que le sonríe. Deja caer el cesto al suelo y se arrodilla; se restriega los ojos, incrédulo de lo que ve, y susurra: «¡Altísimo, no me pongas ante un espejismo; no permitas, Señor, que me engañe Satanás con falsas imágenes seductoras! ¡Mi Señor está bien muerto! Y fue sepultado y ahora dicen que robaron el cadáver. ¡Piedad, Señor altísimo! Muéstrame la verdad».
«Yo soy la Verdad, Yaia. Yo soy la Luz del mundo. Mírame. Veme. Por esto te devolví la vista*, para que pudieras dar testimonio de mi poder y de mi Resurrección».
«¡Oh, es realmente el Señor! ¡Eres Tú! ¡Sí! ¡Tú eres Jesús!». Se arrastra de rodillas para besarle los pies.
«Dirás que me has visto y que has hablado conmigo, y que estoy bien vivo. Dirás que me has visto hoy. La paz a ti y mi bendición».
Yaia está otra vez solo. Feliz. Se olvida del carrito y de las verduras. En vano el burro patea inquieto el camino y rebuzna protestando por la espera… Yaia está en éxtasis.
Una mujer sale de la casa cercana al huerto y le ve allí, pálido de emoción y con un rostro ausente. Grita: «¡Yaia! ¿Qué te pasa? ¿Qué te ha sucedido?». Se acerca a él, le zarandea, le hace volver a este mundo…
«¡El Señor! He visto al Señor resucitado. Le he besado los pies y le he visto las llagas. Han mentido. Era realmente Dios y ha resucitado. Yo tenía miedo de que fuera un engaño. ¡Pero es Él! ¡Es Él!».
La mujer tiembla por un escalofrío de emoción y susurra: «¿Estás completamente seguro?».
«Tú eres buena, mujer. Por amor a Él nos has aceptado como criados, a mí y a mi madre. ¡No quieras no creer!…».
«Si tú estás seguro, creo. ¿Pero era verdaderamente de carne y hueso? ¿Estaba caliente? ¿Respiraba? ¿Hablaba? ¿Tenía verdaderamente voz o sólo te lo ha parecido?».
«Estoy seguro. Su carne tenía el calor de la carne viva. Era una voz verdadera. Era respiración. Hermoso como Dios, pero Hombre como yo y como tú. Vamos, vamos a decírselo a los que sufren o dudan».

A Juan de Nob

El anciano está solo en su casa, pero sereno. Está arreglando una especie de silla que se ha desclavado por un lado. Sonríe (¡quién sabe ante qué sueño?).
Llaman a la puerta. El anciano, sin dejar su trabajo, dice: «¡Adelante! ¿Qué queréis, vosotros que venís? ¿Todavía de aquéllos? ¡Soy viejo para cambiar! Aunque todo el mundo me gritara: “¡Está muerto!”, yo diría: “Está vivo”. Aunque ello me acarreara la muerte. ¡Pasad, pues!».
Se levanta para ir a la puerta, para ver quién es el que llama y no entra. Pero, cuando está ya cerca, la puerta se abre y Jesús entra.
«¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! ¡Mi Señor! ¡Vivo! ¡He creído y viene a premiar mi fe! ¡Bendito! Yo no he dudado. En mi dolor dije: “Si me ha mandado el cordero* para el banquete de alegría, señal es de que este día resucitará”. Entonces comprendí todo. Cuando moriste y la tierra tembló, comprendí lo que hasta ese momento no había entendido. Y parecí un loco, en Nob, porque, tras la puesta del Sol del día siguiente del sábado, preparé el banquete y fui a invitar a unos mendigos diciendo: “¡Ha resucitado nuestro Amigo!”. Ya se decía que no era verdad. Se decía que habían robado tu cadáver por la noche. Pero yo creí, porque desde que moriste comprendí que morías para resucitar, y que ésta era la señal de Jonás».
Jesús, sonriendo, le deja hablar. Luego pregunta: «¿Y ahora quieres todavía morir**, o quieres seguir viviendo para dar testimonio de mi gloria?».
«¡Lo que Tú quieras, Señor!».
«No. Lo que tú quieras».El anciano piensa. Luego decide: «Sería hermoso salir de este mundo en el que ya no estás como antes. Pero renuncio a la paz del Cielo para decir a los incrédulos: “¡Yo le he visto!”».
Jesús le pone la mano en la cabeza, le bendice y añade: «Pero pronto llegará también la paz y tú vendrás a mí con el grado de confesor del Cristo».
Y se marcha. Aquí, quizás por piedad hacia el longevo anciano, no ha dado una forma maravillosa a su aparecer y desaparecer, sino que, en todo, se ha manifestado como si fuera el Jesús de antes, que entraba y salía de una casa humanamente.

A Matías, el solitario de los aledaños de Yabés Galaad

Está trabajando el anciano en sus verduras. Monologa: «Todos estos bienes los tengo por Él. Y Él no los saboreará ya nunca más. En vano he trabajado. Yo creo que Él era el Hijo de Dios, que ha muerto y resucitado. Pero ya no es el Maestro que se sienta a la mesa del pobre o del rico y comparte con igual amor… quizás, bueno, seguro, con más amor… el alimento con el pobre y con el rico. Ahora es el Señor resucitado. Ha resucitado para confirmarnos en la fe a nosotros sus fieles. Y esa gente dice que no es verdad. Que nadie nunca se ha resucitado a sí mismo. Nadie. No. Ningún hombre. Pero Él sí. Porque Él es Dios».
Da unas palmadas para que se alejen sus palomas, que bajan a robar semillas de la tierra recientemente layada y sembrada, y dice: «¡Ya es inútil que criéis! ¡Él no comerá ya de vuestra prole! ¿Y vosotras, inútiles abejas? ¿Para qué fabricáis la miel? Había abrigado la esperanza de tenerle conmigo, al menos una vez ahora que soy menos pobre. Todo ha prosperado aquí después de su venida… ¡Ah!, pero con ese dinero que nunca he tocado quiero ir a Nazaret, donde su Madre, y decirle: “Hazme siervo tuyo, pero déjame aquí donde tú estás, porque tú eres todavía Él”…». Se seca una lágrima con el dorso de la mano…
«Matías, ¿tienes un pan para un peregrino?».
Matías alza la cabeza. Pero estando, como está, de rodillas, no ve quién es el que habla detrás del alto seto que rodea su pequeña propiedad perdida en esta soledad verde que es este lugar de la Transjordania. Pero responde: «Quienquiera que seas, ven, en nombre del Señor Jesús». Y se pone en pie para abrir la barrera.
Se encuentra enfrente a Jesús y se queda con la mano en el cerrojo, sin poder hacer ya ningún movimiento.
«¿No me quieres como huésped, Matías? Una vez me abriste* tu casa. Te estabas lamentando de no poder hacerlo ya. Estoy aquí… ¿y no me abres?» dice Jesús sonriendo.
«¡Oh! Señor… yo… yo… no soy digno de que mi Señor entre aquí… Yo…».
Jesús pasa la mano por encima de la barrera y libera el cerrojo diciendo: «El Señor entra donde quiere, Matías».
Entra, se adentra en el humilde huerto, va hacia la casa y, ya en el umbral de la puerta, dice: «Sacrifica, pues, a los hijos de tus palomas. Saca de la tierra tus verduras. Recoge la miel de tus abejas. Compartiremos el pan, y no habrá sido inútil tu trabajo ni vano tu deseo. Y amarás este lugar; sin ir a Nazaret, donde pronto habrá silencio y abandono. Yo estoy en todas parte, Matías. El que me ama está conmigo, siempre. Mis discípulos estarán en Jerusalén. Allí surgirá mi Iglesia. Haz plan de estar en la Pascua suplementaria».
«Perdóname, Señor, pero no supe resistir en aquel lugar, y huí. Había llegado a la hora nona del día antes de la Parasceve, y al día siguiente… ¡Oh, huí por no verte morir! Sólo por eso, Señor».
«Lo sé. Y sé que volviste uno de los primeros para llorar ante mi sepulcro. Pero ya estaba vacío. Yo ya no estaba en él. Sé todo. Mira, Yo me siento aquí y descanso. Aquí siempre he descansado… Y los ángeles lo saben».
El hombre se pone manos a la obra. Pero se mueve con gestos tan reverentes, que parece moverse dentro de una iglesia. De vez en cuando se seca una lágrima que quiere mezclarse con su sonrisa, mientras va y viene para tomar los pichones, matarlos, prepararlos, atizar la lumbre, arrancar y enjuagar las verduras, disponer en un plato los higos tempranos, aparejar la pobre mesa con las mejores piezas de vajilla. Ya está todo preparado. Pero ¿cómo sentarse a comer? Quiere servir, y ello ya le parece mucho; no quiere nada más.
Pero Jesús, que ha ofrecido y bendecido los alimentos, le da la mitad del pichón (lo ha cortado y ha puesto la carne en un trozo de hogaza que antes ha untado en el jugo).
«¡Como a un predilecto!» dice el hombre, y come, llorando de alegría y de emoción, sin quitar los ojos de Jesús, que come… que bebe, que saborea las verduras, la fruta, la miel, y que le ofrece su copa después de haber bebido un sorbo de vino. Antes había bebido sólo agua.
Termina la comida.
«Estoy bien vivo. Ya lo ves. Y tú bien contento. Recuerda que hace doce días Yo moría por voluntad de los hombres. Pero que nula es la voluntad de los hombres cuando no goza del consenso de la voluntad de Dios. Es más, la voluntad contraria de los hombres se vuelve instrumento servil de la Voluntad eterna. Adiós, Matías. Porque he dicho que conmigo estará quien me haya dado de beber, quien dio de beber cuando era el Peregrino al respecto del cual todavía era lícito tener dudas; así, Yo te digo: tú tendrás parte en mi Reino celeste».
«¡Pero ahora te pierdo, Señor!».
«Veme en todos los peregrinos, en todos los mendigos, en todos los enfermos, en todos los que necesitan pan, agua y ropa. Yo estoy en todos los que sufren, y lo que se hace con uno que sufre a mí se me hace».
Abre los brazos bendiciendo y desaparece.

A Abraham de Engadí, que muere en sus brazos

La plaza de Engadí: templo hipóstilo de palmeras susurrantes. La fuente: espejo para este cielo abrileño. Las palomas: murmullo bajo de órgano.
El anciano Abraham la cruza con sus instrumentos de trabajo cargados al hombro. Aún más viejo, pero sereno, como quien hubiera hallado calma después de mucha tempestad. Cruza también el resto de la ciudad y va a las viñas cercanas a las fuentes, las hermosas viñas fecundas, ya llenas de promesas de vendimia copiosa. Entra, se pone a sachar, a podar, a atar. De vez en cuando se endereza, se apoya en la azada y piensa. Se alisa esa barba suya patriarcal, suspira, menea la cabeza… desarrollando un discurso interior.
Un hombre muy arropado en su manto sube por el camino hacia las fuentes y las viñas. Digo: un hombre. Pero es Jesús, porque es su indumento y es su modo majestuoso de andar. Pero para el viejo es: un hombre. Y el Hombre pregunta a Abraham: «¿Puedo hacer un alto aquí?».
«Sagrada es la hospitalidad. No se la he negado nunca a nadie. Ven. Entra. Te sea dulce el descanso a la sombra de mis vides. ¿Quieres leche? ¿Pan? Te daré lo que poseo, aquí».
«¿Y Yo que te puedo dar? No tengo nada».
«El que es el Mesías me ha dado todo, por todos los hombres. Y por mucho que dé, nada doy respecto a lo que Él me ha dado».
«¿Sabes que le han crucificado?».
«Sé que ha resucitado. ¿Eres tú un crucifixor? Yo no puedo odiar, porque Él no quiere odio. Pero, si pudiera, te odiaría si lo fueras».
«No soy un crucifixor suyo. Estáte tranquilo. Tú, entonces, sabes todo sobre Él».
«Todo. Y Eliseo, que es mi hijo, no ha vuelto de Jerusalén. Había dicho: “Despídeme, padre, porque dejo todos los bienes para predicar al Señor. Iré a Cafarnaúm, a buscar a Juan, y me uniré a los discípulos fieles”».
«¿Entonces tu hijo te ha dejado? ¿Tan anciano y tan solo?» .
«Esto que llamas abandono es mi gozo soñado. ¿No me había despojado de él la lepra? ¿Y quién me lo devolvió? El Mesías. ¿Y le pierdo, acaso, porque predique al Señor? ¡Por supuesto que no! Le encontraré de nuevo en la vida eterna. Pero… hablas de una manera que despierta en mí sospechas. ¿Eres un emisario del Templo? ¿Vienes a perseguir a los que creen en el Resucitado? ¡Descarga tu mano! No huyo. No imito a los tres sabios* del pasado lejano. Yo me quedo. Porque, si caigo por Él, le encuentro en el Cielo y se cumple mi súplica del año anterior a éste».
«Es verdad. Tú dijiste entonces: “He esperado ansiosamente al Señor y Él se ha inclinado hacia mí”».
«¿Cómo lo sabes? ¿Eres uno de sus discípulos? ¿Estabas aquí con Él cuando le hice esta súplica? ¡Oh, si lo eres, ayúdame a hacerle llegar mi grito, para que lo
recuerde». Se postra, creyendo que está hablando con un apóstol.
«Abraham de Engadí, Soy Yo, y te digo: “Ven”». Jesús le abre los brazos manifestándose, y le invita a lanzarse a ellos, a abandonarse en su Corazón.
Entra en ese momento en la viña un niño, seguido por un jovencito; viene llamando: «¡Padre! ¡Padre! Venimos en tu ayuda».
Pero el trinado grito del niño queda ahogado por el poderoso grito del anciano, un verdadero grito de liberación: «¡Sí, voy!». Y Abraham se arroja a los brazos de Jesús, gritando todavía estas palabras: «¡Jesús, Mesías Santo! ¡En tus manos encomiendo mi espíritu!».
¡Oh, muerte dichosa! ¡Muerte que envidio! Sobre el Corazón de Cristo, en la paz serena del campo floreciente de abril…
Jesús deposita serenamente al anciano sobre la hierba florecida que ondea con la brisa; le deposita al pie de una hilera de vides, y, a los niños, que se han quedado casi llorando atónitos y asustados, les dice: «No lloréis. Ha muerto en el Señor. ¡Bienaventurados los que mueren en Él! Id, niños, a avisar a los de Engadí de que su arquisinagogo ha visto al Resucitado y Él ha escuchado su súplica. ¡No lloréis! ¡No lloréis!». Los acaricia mientras los guía hacia la salida.
Luego vuelve donde el difunto y le alisa la barba y el pelo, le baja los párpados que habían quedado semicerrados, le extiende encima del manto que Abraham se había quitado para trabajar y le coloca los brazos y las piernas.
Está allí hasta que oye voces procedentes del camino. Entonces se yergue. Espléndido… Los que llegan le ven. Gritan. Aceleran su ya veloz marcha para llegar donde Jesús. Pero Él se cela a sus miradas en el fulgor de un rayo más vivo que el Sol.

A Elías, el esenio del Carit

La soledad áspera de la abrupta montaña por cuyo pie corre el Carit. Elías orando, aún más flaco y barbado, vestido con una áspera túnica de lana, ni gris ni marrón, que le hace semejante a las rocas que le rodean.
Oye un ruido como de viento o trueno. Alza la cabeza. Jesús ha aparecido sobre una peña suspendida en equilibrio sobre el precipicio por cuyo fondo corre el torrente.
«¡El Maestro!». Se arroja al suelo, rostro en tierra.
«Yo, Elías. ¿No sentiste el terremoto* de Parasceve?».
«Lo sentí y bajé a Jericó y a casa de Nique. No encontré a ninguno de los que te quieren. Pedí noticias sobre ti. Me pegaron. Luego sentí otra vez temblar la tierra, pero más ligeramente, y volví aquí, en actitud de penitencia, pensando que se había abierto el dique de la ira celeste».
«De la Misericordia divina. Yo he muerto y he resucitado. Mira mis llagas. Únete, en el Tabor, a los siervos del Señor y diles que te he enviado Yo».
Le bendice y desaparece.

 

A Dorca y a su hijo, en el castillo de Cesarea de Filipo

El hijo de Dorca, sujetado por su madre, da los primeros pasos sobre el bastión de la fortaleza. Dorca, estando encorvada, no ve aparecer al Señor. Pero cuando, habiendo dejado un poco libre al niñito y viendo que éste camina seguro y rápido hacia el ángulo del bastión, se yergue para correr (para impedir que se caiga, y quizás perezca, si pasa por entre las almenas o pasajes hábilmente hechos para las armas ofensivas), entonces ve a Jesús, que está recogiendo en su pecho al infante y le está besando.
La mujer no se atreve a moverse. Pero grita, grita fuerte; un grito que hace levantar la cabeza a los que están en los patios, y hace asomar las caras por las ventanas: «¡El Señor! ¡El Señor! ¡El Mesías está aquí! Ha resucitado verdaderamente». Pero, antes de que la gente pueda acudir, Jesús ya ha desaparecido.
«¡Estás loca! ¡Soñabas! Un juego de luz te ha hecho ver un fantasma».
«¡Estaba bien vivo! Mirad cómo mira mi hijo hacia allá. Mirad, tiene en sus manos una linda manzana, tan linda como su carita. La está mordiendo con sus dientecitos y sonríe. Yo no tengo manzanas…».
«Nadie tiene manzanas maduras en estos días, y tan frescas…» dicen impresionados.
«Vamos a preguntarle a Tobías» dicen algunas mujeres.
«¿Pero qué pretendéis! ¡Apenas sabe decir “mamá”!» dicen algunos hombres en tono sarcástico.
Pero las mujeres se agachan hacia el niñito y dicen: «¿Quién te ha dado la manzana?».
Y esa boca, que casi no sabe pronunciar las más elementales palabras, sonriente toda con sus diminutos dientecitos y sus encías todavía vacías, dice segura: «Jesús».
«¡Oh!».
«¡Claro, le llamáis Iesaí! Sabe decir su nombre».
«¿Jesús tú o Jesús el Señor? ¿Qué Señor? ¿Dónde le has visto?» insisten, apremiantes, las mujeres.
«Allí, el Señor. Jesús el Señor».
«¿Dónde está? ¿A dónde se ha ido?».
«Allí». Señala hacia el cielo lleno de sol, y ríe feliz mordiendo su manzana.
Y, mientras los hombres se marchan meneando la cabeza, Dorca dice a las mujeres: «Estaba hermoso. Parecía vestido de luz. Y tenía en las manos la señal de los clavos, rojas como una gema en medio de una gran blancura. He visto bien, porque tenía al niño así» y repite el gesto de Jesús.
24Acude el superintendente. Pide que le repitan lo acaecido, piensa, concluye: «El salmo lo dice*: “En la boca de los niños y de los lactantes has puesto la
alabanza perfecta”. ¿Y por qué no va a ser así? Ellos son inocentes. Y nosotros… Recordemos este día… ¡Qué va, hombre… lo que hago es que voy al pueblo donde están los discípulos! Voy a ver si está allí el Rabí… Pero el caso es que… había muerto… ¡En fin!…».
Y diciendo este «¡en fin!», que se concluye internamente, el superintendente se marcha, mientras las mujeres, exaltadas, siguen haciendo preguntas al niño, que ríe y repite: «Jesús, allí. Y luego allí. Jesús Señor», y señala al lugar donde estaba Jesús, luego hacia el Sol, tras el que le vio desaparecer, feliz, feliz.

 

A las personas reunidas en la sinagoga de Quedes

La gente de Quedes está reunida en la sinagoga y comenta con el viejo Matías, el arquisinagogo, los últimos acontecimientos. La sinagoga aparece más bien semiobscura, y es que las puertas están cerradas y las cortinas de las ventanas echadas, cortinas gruesas apenas movidas por el viento de abril.
Un relámpago ilumina el interior de la sinagoga. Parece un relámpago, pero es la luz que precede a Jesús. Y Jesús, ante el estupor de las muchas personas presentes, se manifiesta. Abre los brazos y, bien visibles, aparecen las heridas de las manos; y también de los pies, porque se ha presentado en el último de los tres peldaños que conducen a una puerta cerrada. Dice: «He resucitado. Os recuerdo la disputa* que hubo entre mí y los escribas. A esta generación malvada le he dado la señal que había prometido. La señal de Jonás. A quien me ama y me es fiel le doy mi bendición». Nada más. Ha desaparecido.
«¡Era Él! ¿De dónde? ¡Y estaba vivo! ¡Él lo había dicho! ¡Ahora comprendo! La señal de Jonás: tres días en las entrañas de la Tierra y luego la resurrección…».
Murmullo de comentarios…

A un grupo de rabies en Yiscala

Un grupo venenoso de rabíes que tratan de persuadir de sus exigencias a algunos hombres que titubean. Lo que quieren es conseguir que éstos vayan donde Gamaliel, que se ha encerrado en su casa y no quiere ver a nadie.
Dicen estos hombres: «Os decimos que no está aquí. No sabemos dónde está. Ha venido. Ha consultado unos rollos. Se ha marchado. No ha dicho una sola palabra». Y otros añaden: «Tenía un aspecto tan alterado, y estaba tan envejecido, que metía miedo».
Con gesto de descortesía, los rabíes dan la espalda a estos que están hablando, y se marchan diciendo: «¡Gamaliel también está loco, como Simón! ¡No es verdad que el Galileo ha resucitado! No es verdad. ¡No es verdad! No es verdad que es Dios. No es verdad. Nada es verdad. Sólo nosotros estamos en la verdad». El propio afán con que dicen que no es verdad muestra su miedo a que sea verdad y su necesidad de afianzarse.
Han bordeado la pared de la casa, ahora van en dirección a la tumba de Hil.lel. Mientras siguen ladrando sus negaciones, alzan la cara… y huyen lanzando un grito. Jesús, bonísimo con los buenos, está allí, lleno de terrible potencia, con los brazos abiertos como en la cruz… Las llagas en las manos rojean como si todavía gotearan sangre. No dice una sola palabra. Pero sus miradas fulminan.
Los rabíes huyen, caen, vuelven a levantarse, se hieren contra plantas y piedras, enloquecidos, trastornados por el miedo. Asemejan a homicidas a los que se condujera a la presencia de la víctima.


A Joaquín y María, en Bosra

«¡María! ¡María! ¡Joaquín y María! Venid afuera».
Los dos, que están en una habitación tranquila e iluminada por una lámpara, ella cosiendo, él haciendo cuentas, alzan la cabeza, se miran… Joaquín, palideciendo de miedo, susurra: «¡La voz del Rabí! Viene de la otra vida…». La mujer, aterrada, se abraza al hombre.
Pero la llamada se repite, y los dos, bien estrechados el uno con el otro, para infundirse valor recíprocamente, se atreven a salir, a ir en la dirección de la voz.
En el jardín, iluminado por el hocino de una luna nueva, resplandece, envuelto por una luz más fuerte que muchas lunas, Jesús. La luz le rodea y le hace Dios; la sonrisa dulcísima y la mirada amorosa le hacen Hombre: «Id a decir a los de Bosra que me habéis visto vivo y real. Y decidlo en el Tabor, tú, Joaquín, a los que estén congregados allí». Los bendice. Desaparece.
«¡Era Él! ¡No era un sueño! Yo… Mañana voy a Galilea. ¿Ha dicho al Tabor, verdad?…».


A María de Jacob, en Efraím

La mujer está amasando harina para hacer pan. Se vuelve al oír que la llaman. Ve a Jesús. Rostro en tierra, las manos en el suelo, muda de adoración, un poco asustada.
Jesús habla: «Dirás a todos que me has visto y que te he hablado. El Señor no está sujeto al sepulcro. He resucitado al tercer día, como había predicho. Perseverad, vosotros que estáis en mi camino, y no os dejéis seducir por las palabras de los que me crucificaron. Mi paz a ti».

A Síntica, en Antioquía

Síntica está preparando una bolsa de viaje. Es de noche. En efecto, puesta encima de una mesa, junto a la mujer, que está doblando unos vestidos, arde una lámpara pequeña, temblorosa, de luz bastante limitada.
La habitación se ilumina vivamente. Síntica alza la cabeza, asombrada, para ver qué es lo que sucede, de dónde viene esa luz tan clara en esa habitación enteramente cerrada. Pero, antes de ver, Jesús la previene: «Soy Yo. No temas. Me he mostrado a muchos para confirmarlos en la fe. También a ti me muestro, discípula obediente y fiel. He resucitado. ¿Ves? Ya no tengo dolor. ¿Por qué lloras?».
La mujer, ante la belleza del Glorificado, no encuentra las palabras… Jesús le sonríe para animarla, y añade: «Soy el mismo Jesús que te acogió* en el camino cerca de Cesarea. Supiste hablar entonces, estando tan atemorizada como estabas y siendo Yo para ti “el Desconocido”, ¿y ahora no sabes decirme una palabra?».
«¡Oh, Señor! Yo me estaba marchando… para quitarme del corazón tanta inquietud y dolor».
«¿Por qué dolor? ¿No te han dicho que había resucitado?».
«Han dicho y han contradicho. Pero no me han turbado sus contradicciones. Yo sabía que no podías descomponerte en un sepulcro. He llorado por tu martirio. He creído en tu resurrección antes incluso de que me la refirieran. Y he seguido creyendo cuando han venido otros a decirme que no era verdad. Pero quería ir a Galilea. Pensaba: a Él ya no le puedo perjudicar. Él ahora es más Dios que Hombre. No sé si me sé expresar bien…».
«Comprendo tu pensamiento».
«Y decía: le adoraré, y veré a María. Pensaba que Tú no ibas a permanecer mucho tiempo entre nosotros. De forma que estaba acelerando la partida. Decía: una vez vuelto al Padre, como Él decía, su Madre estará un poco triste dentro de su alegría. Porque es un alma, pero es también una madre… Y voy a tratar de consolarla, ahora que está sola… ¡Era soberbia yo!».
«No. Compasiva. Le referiré a mi Madre este pensamiento tuyo. Pero no vayas allá. Quédate aquí donde estás y sigue trabajando para mí. Ahora más que antes. Tus hermanos, los discípulos, tienen necesidad del trabajo de todos para poder propagar mi doctrina. Me has visto. María está confiada a Juan. Cesen todas tus penas. Podrás fortalecer tu espíritu en la certidumbre de haberme visto y con la potencia de mi bendición».
Síntica siente grandes deseos de besarle. Pero no se atreve. Jesús le dice: «Ven». Y ella se determina a arrastrarse de rodillas hasta Jesús, y hace el ademán de besarle los pies. Pero ve las dos llagas y no se atreve a hacerlo. Susurra: «¿Qué te hicieron?».
Luego pregunta: «¿Y Juan Félix?».
«Vive feliz. Sólo recuerda el amor, y en él vive. La paz a ti, Síntica». Desaparece.
La mujer permanece en su actitud de adoración, de rodillas, alzada la cara, las manos un poco tendidas hacia delante, lágrimas en el rostro, una sonrisa en los labios…

 

Al levita Zacarías

Es una habitación pequeña. Pensativo está sentado, reclinada la cabeza sobre una mano, Zacarías, el levita*.
«No abrigues dudas, no acojas las voces que te turban. Yo soy la Verdad y la Vida. Mírame. Tócame».
El joven, que al oír las primeras palabras ha levantado la cara y ha visto a Jesús, y luego ha caído de rodillas, grita: «¡Perdóname, Señor! He pecado. He acogido dentro de mí la duda acerca de tu verdad».
«Más que tú, son culpables los que tratan de seducir tu espíritu. No cedas a sus tentaciones. Soy cuerpo vivo y real. Siente el peso y el calor, la consistencia y la fuerza de mi Mano». Le toma por un antebrazo y le alza con fuerza, diciendo: «Álzate y camina por los caminos del Señor. Al margen de la duda y del miedo. Bienaventurado serás si sabes perseverar hasta el final». Le bendice y desaparece.
El joven, pasados unos instantes de perpleja maravilla, sale precipitadamente de la habitación gritando: «¡Madre! ¡Padre! He visto al Maestro. ¡No es verdad lo que dicen los otros! No estaba loco. No queráis persistir en creer en la mentira. No. Bendecid conmigo al Altísimo, que ha tenido piedad de su siervo. Me marcho. Voy a Galilea. Encontraré a algunos de los discípulos. Voy a decirles que crean, que realmente ha resucitado».
No toma consigo ninguna bolsa con alimento o vestidos. Se echa el manto encima y sale presuroso, sin dar siquiera tiempo a sus padres de salir de su estupor y poder intervenir para retenerle.

A una mujer de la llanura de Sarón, que obtiene la curación de su hijo enfermo

Un camino litoral. Quizás es el que une Cesarea con Joppe, o quizás otro; no lo sé. Lo que sé es que veo campos hacia dentro y el mar hacia fuera, azul vivo después de la línea amarillenta de la orilla. El camino es, esto sí es seguro, una arteria romana: su pavimentación lo atestigua.
Una mujer llorando va por él en las primeras horas de una mañana serena. La aurora poco ha que ha nacido. La mujer debe estar cansadísima porque de vez en cuando se detiene y se sienta en un cipo o en el mismo camino. Y luego vuelve a alzarse y sigue, como si algo la aguijara a andar a pesar del fuerte cansancio.
Jesús, un viandante arropado en su manto, se pone a su lado. La mujer no le mira. Camina absorta en su dolor. Jesús le pregunta: «¿Por qué lloras, mujer? ¿De dónde vienes? ¿A dónde vas tan sola?».
«Vengo de Jerusalén y vuelvo a mi casa».
«¿Lejos?».
«A mitad de camino entre Joppe y Cesarea».
«¿A pie?».
«En el valle, antes de Modín, unos bandidos me han quitado el burro y todo lo que llevaba el animal».
«Ha sido una imprudencia venir sola. No es costumbre ir solos para la Pascua».
«No había venido para la Pascua. Me había quedado en casa, porque tengo, espero tenerlo todavía, un hijito enfermo. Mi marido había ido con los otros. Yo dejé que se adelantara, y cuatro días después fui yo. Porque dije: “Sin duda, Él estará en Jerusalén para la Pascua. Le buscaré”. Tenía un poco de miedo. Pero dije: “No hago nada malo. Dios lo ve. Yo creo. Y sé que es bueno. No me rechazará, porque…”». Para de hablar, como con miedo, y dirige una fugaz mirada al hombre que va caminando a su lado, tan tapado que apenas se le ven los ojos, esos inconfundibles ojos de Jesús.
«¿Por qué callas? ¿Tienes miedo de mi? ¿Crees que soy enemigo del que tú buscabas? Porque buscabas al Maestro de Nazaret, para pedirle que fuera a tu casa a curar al niño mientras tu marido estaba ausente…».
«Veo que eres profeta. Así es. Pero cuando llegué a la ciudad el Maestro había muerto». El llanto la ahoga…
«Ha resucitado. ¿No lo crees?».
«Lo sé. Lo creo. Pero yo… Pero yo… durante algunos días, también he tenido la esperanza de verle… Se dice que se ha mostrado a algunos. Y he retardado mi salida de la ciudad… cada día que pasaba una congoja, porque… mi hijo está muy enfermo… Mi corazón está dividido… Ir para consolarle en su muerte… Quedarme para buscar al Maestro… No pretendía que fuera a mi casa; pero sí, que me prometiera la curación».
«¿Y habrías creído? ¿Tú piensas que desde lejos?…».
«Creo. ¡Oh, si me hubiera dicho: “Ve en paz, que tu hijo se curará”, no habría dudado. Pero no lo merezco porque…», llora, apretándose el velo contra los labios como para impedirles hablar.
«Porque tu marido es uno de los acusadores y verdugos de Jesucristo. Pero Jesucristo es el Mesías. Es Dios. Y Dios es justo, mujer. No castiga a un inocente por el culpable. No tortura a una madre porque un padre sea pecador. Jesucristo es Misericordia viva…».
«¿No serás tú uno de sus apóstoles! ¡Quizás sabes dónde está Él! Tú… Quizás te ha enviado a mí Él para decirme esto. Ha sentido, ha visto mi dolor, mi fe, y te envía a mí igual que a Tobías el Altísimo mandó al arcángel Rafael*. Dime si es así, y yo, a pesar de estar tan cansada que hasta tengo fiebre, volveré sobre mis pasos para buscar al Señor».
«No soy un apóstol. Pero en Jerusalén se quedaron los apóstoles bastantes días después de su Resurrección…».
«Es verdad. Hubiera podido dirigirme a ellos».
«Eso es. Ellos continúan al Maestro».
«No creía que pudieran hacer milagros».
«Aún los han hecho…».
«Pero ahora… Me han dicho que sólo uno permaneció fiel, y yo no creía…».
«Sí. Tu marido te ha dicho eso, escarneciéndote movido por su delirio de falso triunfador. Pero Yo te digo que el hombre puede pecar, porque sólo Dios es perfecto. Y puede arrepentirse. Y, si se arrepiente, su fortaleza crece, y Dios le aumenta sus gracias por su contrición. ¿No perdonó, acaso, a David el Señor altísimo?*».
«¿Pero quién eres? ¿Quién eres, que hablas con tanta dulzura y sabiduría, si no eres apóstol? ¿Eres un ángel? El ángel de mi hijo. Quizás es que ha expirado y Tú has venido a prepararme…».
Jesús deja caer, de la cabeza y de la cara, el manto, y, pasando del aspecto modesto de un peregrino común a la majestuosidad suya de Dios Hombre, resucitado de la muerte, dice con dulce solemnidad: «Soy Yo. El Mesías crucificado en vano. Soy la Resurrección y la Vida. Ve, mujer. Tu hijo vive porque he premiado tu fe. Tu hijo está curado. Porque, aunque la misión del Rabí de Nazaret haya terminado, la del Emmanuel continúa hasta el final de los siglos para todos los que tienen fe en el Dios Uno y Trino, y esperanza en el Dios Uno y Trino, y caridad hacia el Dios Uno y Trino, del que el Verbo encarnado es una Persona, que por divino amor ha dejado el Cielo para venir a enseñar, a padecer y morir para dar a los hombres la Vida. Ve en paz, mujer. Y sé fuerte en la fe, porque ha llegado el tiempo en que en una familia el marido esté contra su esposa, el padre contra los hijos y éstos contra su padre, por odio o amor hacia mí. ¡Y bienaventurados aquellos a los que la persecución no aparte de mi Camino!».
La bendice y desaparece.

 

A unos pastores en el Gran Hermón

Un grupo de rebaños y pastores. Han hecho un alto en su marcha en unas laderas de espléndidos pastos. Hablan de los acontecimientos de Jerusalén. Están apenados. Se dicen unos a otros: «Ya no tendremos en la Tierra al Amigo de los pastores», y evocan los muchos momentos en que se encontraron, acá o allá, con Él… «Encuentros» dice un anciano «que no volveremos a tener».
Jesús aparece, como saliendo de una espesura de tupidas y enmarañadas frondas, de un bosque de altos troncos abrazados por matorrales que impiden la visión del sendero. No le reconocen en este hombre solitario, y, viéndole tan envuelto en vestiduras blancas, comentan en tono bajo: «¿Quién es? ¿Un esenio? ¿Aquí? ¿Un fariseo rico?». Muestran perplejidad.
Jesús pregunta: «¿Por qué decís que no volveréis a encontraros con el Señor? Porque este de que habláis es el Señor».
«Lo sabemos. ¿Y Tú no sabes lo que le hicieron? Ahora hay quien dice que ha resucitado, y hay quien dice que no. Pero aunque, como preferimos creer nosotros,
haya resucitado, se habrá marchado. ¿Cómo puede seguir amando a un pueblo que le ha crucifcado? ¿Cómo puede seguir entre la gente de ese pueblo? Y nosotros, que le queríamos, aunque no todos le habíamos conocido, estamos tristes porque le hemos perdido».
«Hay una manera de tenerle todavía. Él lo enseñaba».
«¡Sí! Haciendo lo que Él enseñaba. Entonces se tiene el Reino de los Cielos y se está con Él. Pero antes uno debe vivir y luego morir. Y Él ya no está en medio de nosotros para confortarnos». Menean la cabeza.
«Hijitos míos, los que viven lo que Él ha enseñado, teniendo en el corazón su enseñanza, es como si tuvieran a Jesús en su corazón. Porque Palabra y Doctrina son una sola cosa. No era un Maestro que enseñara cosas que no fueran como Él era. Por eso, el que hace lo que Él ha dicho tiene a Jesús vivo dentro y no está separado de Él».
«Así es. Pero somos pobres seres humanos y… queremos ver también con los ojos para sentir bien la alegría… Yo no le vi nunca, y tampoco mi hijo; ni Jacob, ése; ni Melquías, ése; ni ése, Santiago; ni Saúl. ¿Ves? Ya entre nosotros, sin ir más lejos, hay muchos que no le han visto. Le buscábamos siempre, y cuando llegábamos ya se había marchado».
«¿No estabais en Jerusalén ese día?».
«¡Sí que estábamos! Pero cuando supimos lo que querían hacerle huimos como locos a los montes, y volvimos a la ciudad después del sábado. No somos culpables de su Sangre, porque no estábamos en la ciudad. Pero hicimos mal siendo cobardes. Al menos, le habríamos visto, y dirigido nuestro saludo. Sin duda, nos habría bendecido por nuestro saludo… Pero no, verdaderamente no tuvimos el valor de verle entre tormentos…» .
«Él os bendice ahora. Mirad a Aquel cuyo Rostro deseáis conocer».
Se manifiesta, espléndidamente divino sobre el verdor del prado. Y ante su estupor, que les hace arrojarse al suelo, pero que también clava sus pupilas en el Rostro divino, desaparece envuelto en un fulgor de luz.

Al niño que era ciego de nacimiento, en Sidón

El niño está jugando completamente solo bajo una tupida enramada. Oye que le llaman y se encuentra delante a Jesús. Le pregunta, bien poco tímido: «¿Pero Tú eres el Rabí que me dio los ojos*?», y clava sus límpidos ojos de niño, de un azul igual que el de los de Jesús, en los fulgurantes ojos divinos.
«Soy Yo, niño. ¿Tú no tienes miedo de mí?». Le acaricia en la cabeza.
«Miedo no. Pero yo y mamá lloramos mucho cuando mi padre volvió antes de lo previsto y nos dijo que había huido porque habían apresado al Rabí para matarle. No hizo la Pascua y tiene que marcharse otra a vez para hacerla. Pero ¿entonces no moriste?».
«Morí. Mira las heridas. Morí en la cruz. Pero he resucitado. Vas a decirle a tu padre que se detenga un tiempo en Jerusalén después de la segunda Pascua, y que esté en las cercanías del Monte de los Olivos, en Betfagé. Allí encontrará a alguien que le dirá lo que ha de hacer».
«Mi padre pensaba buscarte. Durante la Fiesta de los Tabernáculos no pudo hablar contigo. Quería decirte que te quería por los ojos que me diste. Pero no pudo hacerlo entonces, ni tampoco ha podido esta vez…».
«Lo hará con la fe en mí. Adiós, niño. La paz a ti y a tu familia».

A los campesinos de Jocanán

La Luna besa los campos de Jocanán. Silencio absoluto. Las pobres moradas de los labriegos, en una noche de bochorno que obliga a tener abierta al menos la puerta para no morir de calor en esas habitaciones bajas en que se agrupan demasiados cuerpos respecto a la cabida de los espacios.
Jesús entra en una de esas habitaciones. Parece como si la propia Luna alargara su rayo para poner una alfombra regia sobre el suelo de tierra. Se inclina hacia uno de los que duermen, que está boca abajo por el pesado sueño cargado de fatiga. Le llama. Pasa a otro, y a otro. Llama a todos estos fieles y pobres amigos suyos. Pasa ligero y rápido como un ángel en vuelo. Entra en otros cuchitriles… Luego va a esperarlos afuera, al pie de un grupo de árboles.
Los labriegos, medio dormidos, salen de sus chamizos: dos, tres, uno solo, cinco juntos, algunas mujeres. Están asombrados de haber sido llamados así, por una voz conocida que ha dicho a todos las mismas palabras: «Venid al pomar». Van allí, terminando de ponerse las pobres ropas los hombres, o de fijarse los cabellos las mujeres, y hablan en voz baja.
«A mí me ha parecido la voz de Jesús de Nazaret».
«Quizás su espíritu. Le han matado. ¿Habéis oído?».
«Yo no puedo creerlo. Era Dios».
«Pues Joel le vio incluso pasar cargado de la cruz…».
«A mí me han dicho ayer, mientras esperaba a que el encargado hiciera sus compraventas, que han pasado por Jesrael los discípulos y han dicho que realmente ha resucitado».
«¡Calla! Ya sabes lo que dice el patrón. Al que diga esto le espera la flagelación».
«La muerte, quizás. Pero ¿no sería mejor que sufrir de esta manera?».
«¡Y ahora ya no está Él!».
«Ahora que han conseguido matarle son incluso peores».
«Son malos porque ha resucitado».
Hablan en voz baja mientras se dirigen al punto que les ha sido indicado.
«¡El Señor!» grita una mujer (y es la primera en caer de rodillas).
«¡Su fantasma!» gritan otros. Y algunos tienen miedo.
«Soy Yo. No temáis. No gritéis. Acercaos. Soy realmente Yo. He venido a confirmar vuestra fe, quo sé quo se ve insidiada por otros. ¿Veis? Mi Cuerpo proyecta sombra porque es verdadero cuerpo. No estáis soñando, no. Mi voz es verdadera voz. Soy el mismo Jesús quo compartía con vosotros el pan y os daba amor. También ahora os doy amor. Enviaré a mis discípulos a vosotros. Y seguiré siendo Yo, porque ellos os darán lo que Yo os daba y lo que les he dado para entrar en comunión con los quo creen en mí. Soportad vuestra cruz, como Yo he soportado la mía. Sed pacientes. Perdonad. Os dirán cómo morí. Imitadme. El camino del dolor es el camino del Cielo. Seguidlo con paz y tendréis el Reino mío. No hay otro camino sino el de la resignación a la voluntad de Dios y la generosidad y la caridad hacia todos. Si hubiera habido otro, os lo habría indicado. Yo lo he recorrido, porque es el auténtico camino. Sed fieles a la Ley del Sinaí, quo es inmutable en sus diez preceptos, y a mi Doctrina. Vendrán los quo os van a instruir para quo no estéis abandonados a las maniobras de los malvados. Yo os bendigo. Recordad siempre quo os he amado y quo he venido a vosotros antes y después de mi glorificación. En verdad os digo quo muchos desearían verme ahora, pero no me verán. Muchos grandes. Pero Yo me muestro a los quo amo y me aman».
Uno de los hombres se resuelve a decir: «Entonces… ¿existe verdaderamente el Reino de los Cielos? ¿Tú eres verdaderamente el Mesías? Ellos tratan de influir en nosotros…».
«No escuchéis sus palabras. Recordad las mías y acoged las de los discípulos míos quo conocéis. Son palabras veraces. Y quien las acoge y practica, aunque aquí sea siervo o esclavo, será ciudadano y coheredero de mi Reino».
Los bendice abriendo los brazos y desaparece.
«¡Oh; ¡Yo… yo ya no temo nada!».

«Y yo tampoco. ¿Has oído? ¡También para nosotros hay un lugar!».
«¡Debemos ser buenos!».
«¡Perdonar!».
«¡Tenor paciencia!».
«Saber resistir».
«Buscar a los discípulos».
«Ha venido a visitarnos a nosotros, quo somos unos pobres siervos».
«Se lo diremos a sus apóstoles».
«¡Si lo supiera Jocanán!».
«¡Y Doras!».
«Nos matarían para quo no habláramos».
«Pero nosotros guardaremos silencio. Sólo se lo diremos a los siervos del Señor».
«Miqueas, ¿no tienes que ir con aquella carga a Seforí? ¿Por qué no vas a Nazaret a decir…?».
«¿A quién?».
«A la Madre. A los apóstoles. Quizás estén con Ella…».
Se alejan comentando en voz baja sus proyectos.

Gloriosa asunción de María Santísima

¿Cuántos días han pasado? Es difícil establecerlo con seguridad. A juzgar por las flores que forman una corona alrededor del cuerpo exánime, debería decirse que han pasado pocas horas. Pero si se juzga por las ramas de olivo sobre las cuales están las flores frescas, ramas con hojas ya lacias, y por las otras flores mustias puestas -cada una de ellas como una reliquia- sobre la tapa del arca, se debe concluir que ya han pasado algunos días.

Pero el cuerpo de María presenta el aspecto que tenía instantes después de haber expirado. Ninguna señal de muerte hay en su cara, ni en sus pequeñas manos. Ningún olor desagradable hay en la habitación; es más, aletea en ella un perfume indefinible, que huele a mezcla de incienso, lirios, rosas, muguetes y hierbas montanas. Juan -a saber cuántos días lleva velandose ha dormido vencido por el cansancio, sentado en el taburete, con la espalda apoyada en la pared, junto a la puerta abierta que da a la terraza. La luz de la lámpara, colocada en el suelo, lo ilumina de abajo hacia arriba y permite ver su rostro cansado, palidísimo, excepto en torno a los ojos, enrojecidos por el llanto.

El alba debe haber empezado ya; en efecto, su débil claror hace visibles la terraza y los olivos que rodean a la casa, un claror que se va haciendo cada vez más intenso y que, entrando por la puerta, hace más nítidos los contornos de los objetos de la habitación, de esos objetos que, por estar lejos de la lamparita, antes apenas se vislumbraban.

De repente, una gran luz llena la habitación, una luz argéntea con tonalidades azules, casi fosfórica; y aumenta sin cesar, anulando la del alba y la de la lamparita. Una luz igual que la que inundó la gruta de Belén en el momento de la Natividad divina. Luego, en esta luz paradisíaca, se hacen visibles criaturas angélicas (luz aún más espléndida en la luz, ya de por sí poderosísima, que ha aparecido antes).

Como ya sucedió cuando los ángeles se aparecieron a los pastores, una danza de centellas de todos los colores surge de sus alas dulcemente agitadas, de las cuales procede un armónico susurro ornado de arpegios, dulcísimo. Las criaturas angélicas se disponen en corona en torno al lecho, se inclinan hacia él, levantan el cuerpo inmóvil y, con un batir más fuerte de sus alas -que aumenta el sonido que antes existía-, por una abertura que se ha creado prodigiosamente en el techo (como prodigiosamente se abrió el Sepulcro de Jesús), se van, llevándose consigo el cuerpo de su Reina, santísimo, sin duda, pero aún no glorificado y, por tanto, sujeto a las leyes de la materia, sujeción que no tuvo Cristo porque cuando resucitó de la muerte ya estaba glorificado. El sonido producido por las alas angélicas aumenta, y ahora es potente como sonido de órgano.

Juan, que ya -aun permaneciendo adormecido- se había movido dos o tres veces en su taburete, como si le molestaran la gran luz y el sonido de las alas angélicas, se despierta totalmente por ese sonido potente y por una fuerte corriente de aire
que, descendiendo del techo destapado y saliendo por la puerta abierta, forma como un remolino que agita las cubiertas del lecho ya vacío y las vestiduras de Juan, y que apaga la lámpara y cierra, con un fuerte golpe, la puerta abierta.

El apóstol mira a su alrededor, todavía soñoliento, para percatarse de lo que está sucediendo. Se da cuenta de que el lecho está vacío y el techo está descubierto. Intuye que ha tenido lugar un prodigio. Sale corriendo a la terraza y, como por un
instinto espiritual, o por llamada celeste, alza la cabeza protegiendo sus ojos con la mano para mirar sin el obstáculo del naciente Sol.

Y ve. Ve el cuerpo de María, todavía inerte, e igual en todo al de una persona que duerme; lo ve subir cada vez más alto, sostenido por la multitud angélica. Como dirigiendo un último saludo, un extremo del manto y del velo se mueven, quizás por la acción del viento producido por la rápida asunción y por el movimiento de las alas angélicas; y unas flores, las que Juan había colocado y renovado alrededor del cuerpo de María, y que se habían quedado entre los pliegues de las vestiduras, llueven sobre la terraza y la tierra del Getsemaní, mientras el potente himno de alabanza de la multitud angélica se va haciendo cada vez más lejano y, por tanto, más leve.

Juan sigue mirando fijamente a ese cuerpo que sube hacia el Cielo y, sin duda, por un prodigio que Dios le concede, para consolarlo o premiarlo por su amor a su Madre adoptiva, ve, con claridad, que María, envuelta ahora por los rayos del Sol, que ya ha salido, sale del éxtasis que le ha separado el alma del cuerpo, vuelve a la vida y se pone en pie (porque ahora Ell a también goza de los dones propios de los cuerpos glorificados).

Juan mira, mira… el milagro que Dios le concede le da la facultad, contra toda ley natural, de ver a María como es ahora mientras sube en rapto hacia el Cielo, rodeada, ya no ayudada a subir, por los ángeles que entonan cantos de júbilo. Y Juan se ve raptado por esa visión de hermosura que ninguna pluma usada por mano humana, ninguna palabra humana ni obra alguna de artista podrán jamás describir o reproducir, porque es de una belleza indescriptible.

Juan, permaneciendo apoyado en el antepecho de la terraza, sigue mirando fijamente esa espléndida y resplandeciente forma de Dios -porque realmente puede llamarse así a María, formada en modo único por Dios, que la quiso inmaculada, para que fuera forma para el Verbo encarnado- que sube cada vez más. Y un último, supremo prodigio concede Dios-Amor a este perfecto amante suyo: el de ver el encuentro de la Madre Santísima con su Santísimo Hijo, quien – también Él espléndido y resplandeciente, hermoso con una hermosura indescriptible- desciende rápido del Cielo, llega junto a su Madre, la abraza contra su corazón y, juntos, más refulgentes que dos astros mayores, con Ella regresa al lugar de donde ha venido.
La visión de Juan ha terminado. Baja la cabeza. En su rostro cansado están presentes el dolor por la pérdida de María y el júbilo por su glorioso destino. Pero ahora ya el júbilo supera al dolor.

Dice:
-¡Gracias, Dios mío! ¡Gracias! Presentía que habría sucedido esto. Y quería estar en vela para no perder ningún episodio de su Asunción. ¡Pero llevaba ya tres días sin dormir! El sueño, el cansancio, unidos al dolor, me han abatido y vencido en el
momento en que era inminente la Asunción… Pero quizás Tú mismo lo has querido, oh Dios, para que no perturbara ese momento y no sufriera demasiado… Sí, sin duda, Tú lo has querido así, de la misma forma que ahora has querido que viera lo
que sin un milagro tuyo no habría podido ver. Me has concedido verla otra vez, aun estando ya muy lejana, ya glorificada y gloriosa, como si estuviera cerca de mí. ¡Y ver de nuevo a Jesús! ¡Oh, visión beatísima, inesperada, inesperable! ¡Oh, don de los dones de Jesús-Dios a su Juan! ¡Gracia suprema! ¡Volver a ver a mi Maestro y Señor! ¡Verlo a Él junto a su Madre! ¡Él semejante a un Sol y Ella a una Luna, esplendidísimos ambos por su estado glorioso y por la felicidad de estar unidos de nuevo y eternamente! ¿Qué será el Paraíso, ahora que vosotros resplandecéis en él, vosotros, astros mayores de la Jerusalén celestial?

¿Cuál será el júbilo de los angélicos coros y de los santos? Es tal la alegría que me ha producido el ver a la Madre con el Hijo – cosa que anula toda pena suya, toda pena de ambos-, que también mi pena cesa y, en su lugar, en mí entra la paz. De los tres milagros que había pedido a Dios, dos se han cumplido. He visto volver la vida a María, y siento que vuelve a mí la paz. Todas mis angustias cesan, porque os he visto unidos de nuevo en la gloria. Gracias por ello, oh Dios. Y gracias por haberme dado la forma de ver, incluso respecto a una criatura (santísima, pero, en todo caso, humana), cuál es el destino de los santos, cual será después del último juicio y la resurrección de los cuerpos y su nueva unión, su fusión con el espíritu subido al Cielo a la hora de la muerte. No tenía necesidad de ver para creer. Porque siempre he creído firmemente en todas las palabras del Maestro. Pero muchos dudarán de que, después de siglos y milenios, la carne, convertida en polvo, pueda volver a ser cuerpo vivo. A éstos les podré decir, jurando por las cosas más excelsas, que no sólo Cristo volvió a la vida, por su propio poder divino, sino que también
la Madre suya, tres días después de la muerte, si tal muerte puede llamarse muerte, reemprendió vida, y, con la carne unida de nuevo al alma, tomó su eterna morada en el Cielo, al lado de su Hijo. Podré decir: “Creed, cristianos todos, en la resurrección de la carne al final de los siglos, y en la vida eterna del alma y de los cuerpos, vida bienaventurada para los santos y horrenda para los culpables impenitentes. Creed y vivid como santos, de la misma forma que como santos vivieron Jesús y María, para alcanzar su mismo destino. Yo vi a sus cuerpos subir al Cielo. Os lo puedo testificar. Vivid como justos para poder un día estar en el nuevo
mundo eterno, en alma y cuerpo, junto a Jesús-Sol y junto a María, Estrella de todas las estrellas”. ¡Gracias otra vez, oh Dios! Y ahora recojamos todo lo que queda de Ella. Las flores que han caído de sus vestiduras, las ramas de olivo que han quedado en su lecho, y conservémoslo. Servirán… sí, servirán para ayudar y consolar a mis hermanos, en vano esperados. Antes o después los encontraré…

Recoge incluso los pétalos de las flores que se han deshojado al caer. Y con las flores y pétalos en un extremo de su túnica, entra en la habitación. Advierte entonces más atentamente la abertura del techo y exclama:

-¡Otro prodigio! ¡Y otro admirable paralelismo en los prodigios de las vidas de Jesús y María! Él, Dios, por sí sólo resucitó, y sólo con su voluntad volcó la piedra del Sepulcro, y sólo con su poder ascendió al Cielo. Por sí solo. Para María, santísima pero hija de hombre, con ayuda angélica se abrió la vía para su asunción al Cielo, y con ayuda angélica se ha verificado su asunción al Cielo. En Cristo el espíritu volvió a animar al Cuerpo mientras el Cuerpo estaba todavía en la Tierra, porque así debía ser, para hacer callar a sus enemigos y confirmar en la fe a todos sus seguidores. En María el espíritu ha vuelto cuando el santísimo Cuerpo estaba ya en el umbral del Paraíso, porque para Ella no era necesaria ninguna otra cosa. ¡Oh, potencia perfecta de la infinita Sabiduría de Dios!…

Juan ahora recoge en una tela las flores y las ramas que han quedado en el lecho, une a ello lo que había recogido afuera, y pone todo encima de la tapa del arca. Luego abre el arca y mete dentro la almohadita de María y la cubierta de la cama. Baja a la cocina, recoge otros objetos usados por Ella -el huso y la rueca y las piezas de la vajilla usados por Ella- y los une a las otras cosas.

Cierra el arca y se sienta en el taburete. Exclama:
-¡Ahora todo está cumplido también para mí! ¡Ahora puedo marcharme, libremente, a donde el Espíritu de Dios me conduzca! ¡Ir y sembrar la divina Palabra que el Maestro me ha dado para que yo se la dé a los hombres! Enseñar el Amor. Enseñarlo para que crean en el Amor y en su poder. Dar a conocer a los hombres lo que Dios-Amor ha hecho por ellos. Su Sacrificio y su Sacramento y Rito perpetuos por los que, hasta el final de los siglos, podremos estar unidos a Jesucristo por la
Eucaristía y renovar el rito y el sacrificio como Él mandó hacer. ¡Dones, todos ellos, del Amor perfecto! Hacer amar al Amor, para que crean en el Amor como nosotros hemos creído y creemos. Sembrar el Amor, para que sea abundante la recolección y la pesca, para el Señor. María me ha dicho, en sus últimas palabras, que el amor todo lo obtiene; en sus últimas palabras a mí, a quien Ella cabalmente ha definido, en el colegio apostólico, como el que ama, el amante por excelencia, la antítesis de Judas Iscariote, que fue el odio; como Pedro la impulsividad y Andrés la mansedumbre; y los hijos de Alfeo la santidad y sabiduría unidas a nobleza de modos; etc. Yo, el amante, ahora que ya no tengo ni al Maestro ni a la Madre, a quienes amar en la Tierra,

iré a esparcir el amor entre las gentes. El amor será mi arma y doctrina. Y con él venceré al demonio y al paganismo, y conquistaré a muchas almas. Continuaré así a Jesús y a María, que fueron el amor perfecto en la Tierra.

Sobre el tránsito, la asunción y la realeza de María Santísima

Dice María:
-¿Yo morí? Sí, si se quiere llamar muerte a la separación acaecida entre la parte superior del espíritu y el cuerpo; no, si por muerte se entiende la separación entre el alma vivificante y el cuerpo, la corrupción de la materia carente ya de la vivificación del alma y, antes, la lobreguez del sepulcro, y, como primera de todas estas cosas, el angustioso sufrimiento de la muerte.

¿Cómo morí, o, mejor, cómo pasé de la Tierra al Cielo, antes con la parte inmortal, después con la perecedera? Como era justo que fuera para la Mujer que no conoció mancha de culpa. En ese anochecer -ya había empezado el descanso sabático- hablaba con Juan. De Jesús. De sus cosas. Aquella hora vespertina estaba llena de paz. El sábado había apagado todos los rumores de humanas obras. Y la hora apagaba toda voz de hombre o de ave. Sólo los olivos de alrededor de la casa emitían su frufrú con la brisa del anochecer: parecía como si un vuelo de ángeles acariciara las paredes de la casita solitaria.

Hablábamos de Jesús, del Padre, del Reino de los Cielos. Hablar de la Caridad y del Reino de la Caridad significa encenderse con el fuego vivo, consumir las cadenas de la materia para dejar libre al espíritu en sus vuelos místicos. Si el fuego está contenido dentro de los límites que Dios pone para conservar a las criaturas en la Tierra a su servicio, es posible arder y vivir, encontrando en el fuego no consumición sino perfeccionamiento de vida. Pero cuando Dios quita los límites y deja libertad
al Fuego divino de incidir sin medida en el espíritu y de atraerlo hacia sí sin medida, entonces el espíritu, respondiendo a su vez sin medida al Amor, se separa de la materia y vuela al lugar desde donde el Amor le incita y a donde el Amor le invita: y es el final del destierro y el regreso a la Patria.

Aquel atardecer, al ardor incontenible, a la vitalidad sin medida de mi espíritu, se unió una dulce postración, una misteriosa sensación de que la materia se alejaba de todo lo que la rodeaba; como si el cuerpo se durmiera, cansado, mientras
el intelecto, avivado más su razonar, se abismara en los divinos esplendores.
Juan, amoroso y prudente testigo de todos mis actos desde que fue mi hijo adoptivo según la voluntad de mi Unigénito, dulcemente me persuadió de que buscara descanso en el lecho, y me veló orando. El último sonido que oí en la Tierra fue el
susurro de las palabras del virgen Juan. Para mí fueron como la nana de una madre junto a la cuna. Y acompañaron a mi espíritu en el último éxtasis, demasiado sublime como para ser descrito. Acompañaron a mi espíritu hasta el Cielo.

Juan, único testigo de este delicado misterio, me avió. Él solo me avió, envolviéndome en el manto blanco, sin cambiarme de túnica ni de velo, sin lavacro y sin embalsamamiento. El espíritu de Juan – como se ve claro por sus palabras del
segundo episodio de este ciclo que va de Pentecostés a mi Asunción- ya sabía que no me iba a descomponer, e instruyó al apóstol sobre lo que había de hacerse. Y él, casto y amoroso, prudente respecto a los misterios de Dios y a los compañeros
lejanos, decidió custodiar el secreto y esperar a los otros siervos de Dios, para que me vieran todavía y sacaran, de verme, consuelo y ayuda para las penas y fatigas de sus misiones. Esperó como estando seguro de que llegarían.

Pero el decreto de Dios era distinto. Como siempre, bueno para el Predilecto; justo, como siempre, para todos los creyentes. Cargó los ojos del primero, para que el sueño le ahorrara la congoja de ver cómo se le arrebataba también mi cuerpo;
dio a los creyentes otra verdad que los ayudara a creer en la resurrección de la carne, en el premio de una vida eterna y bienaventurada concedida a los justos; en las verdades más poderosas y dulces del Nuevo Testamento -mi inmaculada
Concepción, mi divina Maternidad virginal-; en la naturaleza divina y humana de mi Hijo, verdadero Dios y verdadero Hombre,nacido no por voluntad carnal sino por desposorio divino y por divina semilla depositada en mi seno; en fin, para que creyeran que en el Cielo está mi Corazón de Madre de los hombres, palpitante de vibrante amor por todos, justos y pecadores, deseoso de teneros a todos junto a sí, en la Patria bienaventurada, por toda la eternidad.

Cuando los ángeles me sacaron de la casita, ¿mi espíritu había vuelto a mí? No. El espíritu ya no tenía que bajar de nuevo a la Tierra. Estaba en adoración delante del trono de Dios. Pero cuando la Tierra, el destierro, el tiempo y el lugar de la separación de mi Señor Uno y Trino fueron dejados para siempre, entonces el espíritu volvió a resplandecer en el centro de mi alma, despertando a la carne de su dormición; por lo que es cabal hablar, respecto a mí, de Asunción al Cielo en alma y cuerpo, no por mi propia capacidad, como sucedió en el caso de Jesús, sino por ayuda angélica. Me desperté de aquella misteriosa y mística dormición, me alcé, en fin, volé, porque ya mi carne había conseguido la perfección de los cuerpos glorificados. Y amé.
Amé a mi Hijo y a mi Señor, Uno y Trino, de nuevo hallados, los amé como es destino de todos los eternos vivientes.

Dice Jesús:

-Llegada su última hora, como una azucena cansada que, después de haber exhalado todos sus aromas, se pliega bajo las estrellas y cierra su cáliz de candor, María, mi Madre, se recogió en su lecho y cerró los ojos a todo lo que la rodeaba, para recogerse en una última, serena contemplación de Dios.

Velando reverente su reposo, el ángel de María esperaba ansioso que el éxtasis urgente separara ese espíritu de la carne, durante el tiempo designado por el decreto de Dios, y lo separara para siempre de la Tierra, mientras ya del Cielo
descendía el dulce e invitante imperativo de Dios.

Inclinado también Juan, ángel terreno, hacia ese misterioso reposo, velaba a su vez a la Madre que estaba para dejarlo. Y cuando la vio extinguida siguió velando, para que, no tocada por miradas profanas y curiosas, siguiera siendo, incluso más allá
de la muerte, la inmaculada Esposa y Madre de Dios que tan plácida y hermosa dormía. Una tradición dice que en la urna de María, abierta por Tomás, se encontraron sólo flores. Pura leyenda. Ningún sepulcro engulló el cadáver de María, porque nunca hubo un cadáver de María, según el sentido humano, dado que María no murió como todos los que tuvieron vida.

Ella se había separado, por decreto divino, sólo del espíritu, y con éste, que la había precedido, se unió de nuevo su carne santísima. Invirtiendo las leyes habituales, por las cuales el éxtasis termina cuando cesa el rapto, o sea, cuando el espíritu vuelve al estado normal, fue el cuerpo de María el que se unió de nuevo con el espíritu, después de la larga permanencia en el lecho fúnebre.

Todo es posible para Dios. Yo salí del Sepulcro sin ayuda alguna; sólo con mi poder. María vino a mí, a Dios, al Cielo, sin conocer el sepulcro con su horror de podredumbre y lobreguez. Es uno de los más fúlgidos milagros de Dios. No único, en
verdad, si se recuerda a Enoc y a Elías, (Génesis 5, 24; Eclesiástico 44, 16; 49, 14 (para Enoc); 2 Reyes 2, 1-13; Eclesiástico 48, 9, para Elías) quienes, por el amor que el Señor les tenía, fueron raptados de la Tierra sin conocer la muerte, y fueron
transportados a otro lugar, a un lugar que sólo Dios y los celestes habitantes de los Cielos conocen. Justos eran, y, de todas formas, nada respecto a mi Madre, la cual es inferior en santidad sólo a Dios.

Por eso no hay reliquias del cuerpo y del sepulcro de María, porque María no tuvo sepulcro, y su cuerpo fue elevado al Cielo.

Dice María:
-Un éxtasis fue la concepción de mi Hijo. Un éxtasis aún mayor el darlo a luz. El éxtasis de los éxtasis fue mi tránsito de la Tierra al Cielo. Sólo durante la Pasión ningún éxtasis hizo soportable mi atroz sufrimiento. La casa en que se produjo mi Asunción se debió a uno de los innumerables actos de generosidad de Lázaro para con Jesús y su Madre: la pequeña casa del Getsemaní, cercana al lugar de la Ascensión. Inútil es buscar los restos. Durante la destrucción de Jerusalén, por obra de los romanos, fue devastada, y sus ruinas fueron dispersadas durante el transcurso de los siglos.

De la misma forma que para mí fue un éxtasis el nacimiento de mi Hijo, y que, del rapto en Dios que en aquella hora se apoderó de mí, volví a la presencia de mí misma y a la Tierra teniendo ya a mi Hijo en los brazos, así mi impropiamente llamada “muerte” fue un rapto en Dios.

Confiando en la promesa recibida en el esplendor de la mañana de Pentecostés, yo pensaba que el acercamiento de la hora de la última venida del Amor, para llevarme consigo en rapto, debía manifestarse con un aumento del fuego de amor que
siempre ardía en mí; y no me equivoqué.

Por parte mía, a medida que iba pasando la vida, en mí iba aumentando el deseo de fundirme con la eterna Caridad. Me instaba a ello el deseo de unirme de nuevo con mi Hijo, y la certidumbre de que nunca haría tanto por los hombres como
cuando estuviera, orando y obrando en favor de ellos, a los pies del trono de Dios. Y con impulso cada vez más encendido y acelerado, con todas las fuerzas de mi alma, gritaba al Cielo: “¡Ven, Señor Jesús! ¡Ven, Eterno Amor!”.

La Eucaristía, que para mí era como el rocío para una flor sedienta, era, sí, vida; pero a medida que iba pasando el tiempo, cada vez era más insuficiente para satisfacer la incontenible ansia de mi corazón. Ya no me bastaba recibir en mí a mi
divina Criatura y llevarla en mi interior en las Sagradas Especies, como la había llevado en mi carne virginal. Todo mi ser deseaba al Dios uno y trino, pero no celado tras los velos elegidos por mi Jesús para ocultar el inefable misterio de la Fe, sino como Él -en el centro del Cielo- era, es y será. El propio Hijo mío, en sus arrobos eucarísticos, ardía dentro de mí con abrazos de infinito deseo; y cada vez que a mí venía, con la potencia de su amor, casi arrancaba de cuajo mí alma en el primer impulso y luego permanecía, con infinita ternura, llamándome “¡Mamá!”, y yo lo sentía ansioso de tenerme consigo.

Yo no deseaba ya otra cosa. Ni siquiera ya estaba en mí, en los últimos tiempos de mi vida mortal, el deseo de tutelar a la naciente Iglesia: todo estaba anulado en el deseo de poseer a Dios, por la persuasión que tenía de que todo se puede cuando
se le posee.

Alcanzad, oh cristianos, este total amor. Pierda valor todo lo terreno. Mirad sólo a Dios. Cuando seáis ricos de esta pobreza de deseo que es inconmensurable riqueza, Dios se inclinará hacia vuestro espíritu, primero para instruirlo, luego para tomarlo en sus manos, y ascenderéis con vuestro espíritu al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo, para conocerlos y amarlos en toda la bienaventurada eternidad y para poseer sus riquezas de gracias para los hermanos. Nunca somos tan activos para los hermanos
como cuando no estamos ya con ellos, sino que somos luces unidas de nuevo con la divina Luz.

El acercarse del Amor eterno tuvo el signo que pensaba. Todo perdió luz y color, voz y presencia, bajo el fulgor y la Voz que, descendiendo de los Cielos, abiertos a mi mirada espiritual, descendían hacia mí para tomar mi alma.

Suele decirse que habría exultado de júbilo si me hubiera asistido en aquella hora mi Hijo. ¡Ah!, mi dulce Jesús estaba muy presente con el Padre cuando el Amor, o sea, el Espíritu Santo, Tercera Persona de la Trinidad Eterna, me dio su tercer beso
en mi vida, ese beso tan potentemente divino, que en él mi alma se fundió, perdiéndose en la contemplación cual gota de rocío aspirada por el sol en el cáliz de una azucena. Y ascendí con mi espíritu en canto de júbilo hasta los pies de los Tres a quienes siempre había adorado.
Luego, en el momento exacto, como perla en un engaste de fuego, ayudada primero y luego seguida por el cortejo de los espíritus angélicos venidos a asistirme en mí eterno, celeste nacimiento, esperada ya antes del umbral de los Cielos por mi
Jesús y en el umbral de ellos por mi justo esposo terreno, por los Reyes y Patriarcas de mi estirpe, por los primeros santos y mártires, entré como Reina, después de tanto dolor y tanta humildad de pobre sierva de Dios, en el reino del júbilo sin límite.

Y el Cielo volvió a cerrarse en este acto de la alegría de tenerme, de tener a su Reina, cuya carne, única entre todas las carnes mortales, conocía la glorificación antes de la resurrección final y del último juicio.

Mi humildad no podía dejarme pensar que me estuviera reservada tanta gloria en el Cielo. En mi pensamiento estaba casi la certidumbre de que mi carne humana, santificada por haber llevado a Dios, no conocería la corrupción, porque Dios es
Vida y, cuando de sí mismo satura y llena a una criatura, esta acción suya es como ungüento preservador de la corrupción de la muerte.

Yo no sólo había permanecido inmaculada, no sólo había estado unida a Dios con un casto y fecundo abrazo, sino que me había saturado, hasta en mis más profundas entrañas, de las emanaciones de la Divinidad escondida en mi seno y que quería velarse de carne mortal. Pero el que la bondad del Eterno tuviera reservado a su sierva el gozo de volver a sentir en sus miembros el toque de la mano de mi Hijo, su abrazo, su beso, y de volver a oír con mis oídos su voz, y de ver con mis ojos su rostro… esto no podía pensar que me fuera concedido, y no lo anhelaba. Me habría bastado que estas bienaventuranzas le fueran concedidas a mi espíritu, y con ello ya se habría sentido lleno de beata felicidad mi yo.

Pero, como testimonio de su primer pensamiento creador respecto al hombre, destinado por el Creador a vivir, pasando sin muerte del Paraíso terrenal al celestial, en el Reino eterno, Dios quiso que yo, Inmaculada, estuviera en el Cielo en alma y cuerpo… inmediatamente después del fin de mi vida terrena.

Yo soy el testimonio cierto de lo que Dios había pensado y querido para el hombre: una vida inocente y sin conocimiento de culpas; un dulce paso de esta vida a la Vida eterna, paso con el que, como quien cruza el umbral de una casa para entrar en un palacio, el hombre, con su ser completo hecho de cuerpo material y de alma espiritual, habría pasado de la Tierra al Paraíso, aumentando esa perfección de su yo que Dios le había dado, con la perfección completa, tanto de la carne como del espíritu, que el pensamiento divino tenía destinada para todas las criaturas que permanecieran fieles a Dios y a la Gracia. Perfección que habría sido alcanzada en la luz plena que hay en el Cielo y lo llena, pues que de Dios viene; de Dios, Sol
eterno que ilumina el Cielo.

Delante de los Patriarcas, Profetas y Santos, delante de los Ángeles y los Mártires, Dios me puso a mí, elevada a la gloria del Cielo en alma y cuerpo, y dijo:
-Esta es la obra perfecta del Creador; la obra que, de entre todos los hijos del hombre, Yo creé a mi más verdadera imagen y semejanza; fruto de una obra maestra divina y creadora, maravilla del Universo que ve, dentro de un solo ser, a lo
divino en el espíritu eterno como Dios y como Él espiritual, inteligente, libre, santo, y a la criatura material en el más inocente y santo de los cuerpos, criatura ante la que todos los demás vivientes de los tres reinos de la Creación están obligados a inclinarse.

Aquí tenéis el testimonio de mi amor hacia el hombre, para el que quise un organismo perfecto y un bienaventurado destino de eterna vida en mi Reino.
Aquí tenéis el testimonio de mi perdón al hombre, al que, por la voluntad de un Trino Amor, he concedido nueva habilitación y creación ante mis ojos.

Ésta es la mística piedra de parangón, éste es el anillo de unión entre el hombre y Dios, Ella es la que lleva de nuevo el tiempo a sus días primeros, y da a mis ojos divinos la alegría de contemplar a una Eva como Yo la creé, aún más hermosa y santa por ser Madre de mi Verbo y por ser Mártir del mayor de los perdones.
Para su Corazón inmaculado que jamás conoció mancha alguna, ni siquiera la más leve, Yo abro los tesoros del Cielo; y para su Cabeza, que jamás conoció la soberbia, con mi fulgor hago una corona, y la corono, porque es para mí santísima, para que sea vuestra Reina.

En el Cielo no hay lágrimas. Pero, en lugar del jubiloso llanto que habrían derramado los espíritus si les estuviera concedido el llanto -humor que rezuma destilado por una emoción-, hubo, después de estas divinas palabras, un centelleo de luces, y visos de esplendores resplandeciendo aún más esplendorosos, y un incendio de fuegos de caridad que ardían con más encendido fuego, y un insuperable e indescriptible sonido de celestes armonías, a las cuales se unió la voz del Hijo mío, en alabanza a Dios Padre y a su Sierva bienaventurada para toda la eternidad.

Dice Jesús:
-Hay diferencia entre que el alma se separe del cuerpo por verdadera muerte y que momentáneamente el espíritu se separe del cuerpo y del alma vivificante por un éxtasis o rapto contemplativo. El que el alma se separe del cuerpo provoca la verdadera muerte, pero la contemplación extática, o sea, la temporal evasión del espíritu fuera de las barreras de los sentidos y de la materia, no provoca la muerte. Y ello porque el alma no se aleja y separa totalmente del cuerpo, sino que lo hace sólo con su parte mejor, que se sumerge en los fuegos de la contemplación.
Todos los hombres, mientras viven, tienen en sí el alma, sea que esté muerta por el pecado, sea que esté viva por la justicia; pero sólo los grandes amantes de Dios alcanzan la contemplación verdadera.

Esto demuestra que el alma, que conserva la vida mientras está unida al cuerpo -y esta particularidad está presente igual en todos los hombres-, tiene en sí misma una parte superior: el alma del alma, o espíritu del espíritu, que en los justos es
fortísima, mientras que en los que desprecian a Dios y su Ley -incluso sólo con su tibieza y los pecados veniales- se hace débil, privando a la criatura de la capacidad de contemplar y conocer -hasta donde puede hacerlo una humana criatura, según el grado de perfección alcanzado- a Dios y sus eternas verdades. Cuanto más ama y sirve a Dios la criatura con todas sus fuerzas y posibilidades, esa parte superior de su espíritu tiene más capacidad de conocer, de contemplar, de penetrar las eternas
verdades.

Elhombre, dotado de alma racional, es una capacidad que Dios llena de sí. María, siendo la más santa de las criaturas después del Cristo, fue una capacidad colmada -hasta el punto de rebosar sobre los hermanos en Cristo de todos los siglos, y por
los siglos de los siglos- de Dios, de sus gracias, de su caridad, de su misericordia.
El Tránsito de María se produjo sumergida Ella por las olas del amor. Ahora, en el Cielo, hecha océano de amor, derrama sobre los hijos que le son fieles, y también sobre los hijos pródigos, sus olas de caridad para la salvación universal, Ella que es Madre universal de todos los hombres.

Nacimiento de la Virgen María. Su virginidad en el eterno pensamiento del Padre

Veo a Ana saliendo al huerto – jardín. Va apoyándose en el brazo de una pariente (se ve porque se parecen). Está muy gruesa y parece cansada, quizás también porque hace bochorno, un bochorno muy parecido al que a mí me hace sentirme abatida.

A pesar de que el huerto sea umbroso, el ambiente es abrasador y agobiante. Bajo un despiadado cielo, de un azul ligeramente enturbiado por el polvo suspendido en el espacio, el aire es tan denso, que podría cortarse como una masa blanda y caliente. Debe persistir ya mucho la sequía, pues la tierra, en los lugares en que no está regada, ha quedado literalmente reducida a un polvo finísimo y casi blanco. Un blanco ligeramente tendente a un rosa sucio. Sin embargo, por estar humedecida, es marrón oscura al pie de los árboles, como también a lo largo de los cortos cuadros donde crecen hileras de hortalizas, .y en torno a los rosales, a los jazmines o a otras flores de mayor o menor tamaño (que están especialmente a lo largo de todo el frente de una hermosa pérgola que divide en dos al huerto hasta donde empiezan las tierras, ya despojadas de sus mieses). La hierba del prado, que señala el final de la propiedad, está requemada; se ve rala. Sólo permanece la hierba más verde y tupida en los márgenes del prado, donde hay un seto de espino blanco silvestre, ya todo adornado de los rubíes de los pequeños frutos; en ese lugar, en busca de pastos y de sombra, hay unas ovejas con su zagalillo.

Joaquín, con otros dos hombres como ayuda, está dedicado a las hortalizas y a los olivos. A pesar de ser anciano, es rápido y trabaja con gusto. Están abriendo unas pequeñas protecciones de las lindes de una parcela para proporcionar agua a las sedientas plantas. Y el agua se abre camino borboteando entre la hierba y la tierra quemada, y se extiende en anillos que, en un primer momento, parecen como de cristal amarillento para luego ser anillos oscuros de tierra húmeda en torno a los sarmientos y a los olivos colmados de frutos.

Lentamente, Ana, por la umbría pérgola, bajo la cual abejas de oro zumban ávidas del azúcar de los dorados granos de las uvas, se dirige hacia Joaquín, el cual, cuando la ve, se apresura a ir a su encuentro.
-¿Has llegado hasta aquí?.
– La casa está caliente como un horno».
– Y te hace sufrir».
– Es mi único sufrimiento en este último período mío de embarazo. Es el sufrimiento de todos, de hombres y de nimales. No te sofoques demasiado, Joaquín.
– El agua que hace tanto que esperamos, y que hace tres días que parece realmente cercana, no ha llegado todavía. Las ierras arden. Menos mal que nosotros tenemos el manantial cercano, y muy rico en agua. He abierto los canales. Poco alivio para estas plantas cuyas hojas ya languidecen cubiertas de polvo. No obstante, supone ese mínimo que las mantiene en vida. ¡Si lo viera!…

Joaquín, con el ansia de todos los agricultores, escudriña el cielo, mientras Ana, cansada, se da aire con un abanico parece hecho con una hoja seca de palma traspasada por hilos multicolores que la mantienen rígida).

La pariente dice:
– Allí, al otro lado del Gran Hermón, están formándose nubes que avanzan elozmente. Viento del norte. Bajará la emperatura y dará agua.
– Hace tres días que se levanta y luego cesa cuando sale la Luna. Sucederá lo mismo esta vez – Joaquín está desalentado.
– Vamos a casa. Aquí tampoco se respira; además, creo que conviene volver – dice Ana, que ahora se le ha puesto de improviso pálida la cara. ¿Sientes dolor?
– No. Siento la misma gran paz que experimenté en el Templo cuando se me otorgó la gracia, y que luego volví a sentir tra vez al saber que era madre. Es como un éxtasis. Es un dulce dormir del cuerpo, mientras el espíritu exulta y se aplaca con una paz sin parangón humano. Yo te he amado, Joaquín, y, cuando entré en tu casa y me dije: “Soy esposa de un justo”, sentí paz, como todas las otras veces que tu próvido amor se prodigaba en mí. Pero esta paz es distinta. Creo que es una paz como la que debió invadir, como una deleitosa unción de aceite, el espíritu de Jacob, nuestro padre, después de su sueño de ángeles. O semejante, más bien, a la gozosa paz de los Tobías tras habérseles manifestado Rafael. Si me sumerjo en ella, al saborearla, crece cada vez más. Es como si yo ascendiera por los espacios azules del cielo… y, no sé por qué, pero, desde que tengo en mí esta alegría pacífica, hay un cántico en mi corazón: el del anciano Tobit. Me parece como si hubiera sido compuesto para esta hora… para esta alegría… para la tierra de Israel que es su destinataria… para Jerusalén, pecadora, mas ahora perdonada… bueno… no os riáis de los delirios de una madre… pero, cuando digo: “Da gracias al Señor por tus bienes y bendice al Dios de los siglos para que vuelva a edificar en ti su Tabernáculo”, yo pienso que aquel que reedificará en Jerusalén el Tabernáculo del Dios verdadero, será este que está para nacer… y pienso también que, cuando el cántico dice: “Brillarás con una luz espléndida, todos los pueblos de la tierra se postrarán ante ti, las naciones irán a ti llevando dones, adorarán en ti al Señor y considerarán santa tu tierra, porque dentro de ti invocarán el Gran Nombre. Serás feliz en tus hijos porque todos serán bendecidos y se reunirán ante el Señor.

¡Bienaventurados aquellos que te aman y se alegran de tu paz!…”, cuando dice esto, pienso que es profecía no ya de la Ciudad Santa, sino del destino de mi criatura, y la primera que se alegra de su paz soy yo, su madre feliz… El rostro de Ana, al decir estas palabras, palidece y se enciende, como una cosa que pasase de luz lunar a vivo fuego, y viceversa. Dulces lágrimas le descienden por las mejillas, y no se da cuenta, y sonríe a causa de su alegría. Y va yendo hacia casa entre su esposo y su pariente, que escuchan conmovidos en silencio.

Se apresuran, porque las nubes, impulsadas por un viento alto, galopan y aumentan en el cielo mientras la llanura se oscurece y tirita por efectos de la tormenta que se está acercando. Llegando al fibra! de la puerta, un primer relámpago lívido surca el cielo. El ruido del primer trueno se asemeja al redoble de un enorme bombo ritmado con el arpegio de las primeras gotas sobre las abrasadas hojas.

Entran todos. Ana se retira. Joaquín se queda en la puerta con unos peones que le han alcanzado, hablando de esta agua tan esperada, bendición para la sedienta tierra. Pero la alegría se transforma en temor, porque viene una tormenta violentísima con rayos y nubes cargadas de granizo.
– Si rompe la nube, la uva y las aceitunas quedarán trituradas como por rueda de molino. ¡Pobres de nosotros!».

Joaquín tiene además otro motivo de angustia: su esposa, a la que le ha llegado la hora de dar a luz al hijo. La pariente le dice que Ana no sufre en absoluto. Él está, de todas formas, muy inquieto, y, cada vez que la pariente u otras mujeres (entre
las cuales está la madre de Alfeo) salen de la habitación de Ana para luego volver con agua caliente, barreños y paños secados a la lumbre, que, jovial, brilla en el hogar central en una espaciosa cocina, él va y pregunta, y no le calman las explicaciones tranquilizadoras de las mujeres. También le preocupa la ausencia de gritos por parte de Ana. Dice:

– Yo soy hombre. Nunca he visto dar a luz. Pero recuerdo haber oído decir que la ausencia de dolores es fatal….
Declina el día antes de tiempo por la furia de la tormenta, que es violentísima. Agua torrencial, viento, rayos… de todo, menos el granizo, que ha ido a caer a otro lugar.
Uno de los peones, sintiendo esta violencia, dice:
– Parece como si Satanás hubiera salido de la Gehena con sus demonios. ¡Mira qué nubes tan negras! ¡Mira qué exhalación de azufre hay en el ambiente, y silbidos y voces de lamento y maldición! Si es él, ¡está enfurecido esta noche!.
El otro peón se echa a reír y dice:
– Se le habrá escapado una importante presa, o quizás Miguel de nuevo le habrá lanzado el rayo de Dios, y tendrá cuernos y cola cortados y quemados.
Pasa corriendo una mujer y grita:
-¡Joaquín! ¡Va a nacer de un momento a otro! ¡Todo ha ido rápido y bien!
Y desaparece con una pequeña ánfora en las manos.
Se produce un último rayo; tan violento, que lanza contra las paredes a los tres hombres. En la parte delantera de la casa, en el suelo del huerto, queda como recuerdo un agujero negro y humeante. Luego, de repente, cesa la tormenta. De detrás de la puerta de Ana viene un vagido (parece el lamento de una tortolita en su primer arrullo). Mientras, un enorme arco iris extiende su faja semicircular por toda la amplitud del cielo. Surge, o por lo menos lo parece, de la cima del Hermón (la cual, besada por un filo de sol, parece de alabastro de un blanco – rosa delicadísimo), se eleva hasta el más terso cielo septembrino y, salvando espacios limpios de toda impureza, deja debajo las colinas de Galilea y un terreno llano que aparece entre dos higueras, que está al Sur, y luego otro monte, y parece posar su punta extrema en el extremo horizonte, donde una abrupta cadena de montañas detiene la vista.
-¡Qué cosa más insólita!
-¡Mirad, mirad!
– Parece como si reuniera en un círculo a toda la tierra de Israel, y… ya… ¡fijaos!, ya hay una estrella y el Sol no se ha puesto todavía. ¡Qué estrella! ¡Reluce como un enorme diamante!…
-¡Y la Luna, allí, ya llena y aún faltaban tres días para que lo fuera! ¡Fijaos cómo resplandece!.

Las mujeres irrumpen, alborozadas, con un “ovillejo” rosado entre cándidos paños.
¡Es María, la Mamá! Una María pequeñita, que podría dormir en el círculo de los brazos de un niño; una María que al máximo tiene la longitud de un brazo, una cabecita de marfil teñido de rosa tenue, y unos labiecillos de carmín que ya no lloran sino que instintivamente quieren mamar (tan pequeñitos, que no se ve cómo van a poder coger un pezón), y una naricita diminuta entre dos carrillitos redondetes. Si la estimulan abre los ojitos: dos pedacitos de cielo, dos puntitos inocentes y azules que miran, y no ven, entre sutiles pestañas de un rubio tan tenue que es casi rosa. También el vello de su cabeza redondita tiene una veladura entre rosada y rubia como ciertas mieles casi blancas.

Tiene por orejas dos conchitas rosadas y transparentes, perfectas; y por manitas… ¿qué son esas dos cositas que gesticulan y buscan la boca? Cerradas, como están, son dos capullos de rosa de musgo que hubieran hendido el verde de los sépalos y asomaran su seda rosa tenue; abiertas, como están ahora, dos joyeles de marfil apenas rosa, de alabastro apenas rosa, con cinco pálidos granates por uñitas. ¿Cómo podrán ser capaces de secar tanto llanto esas manitas?
¿Y los piececitos? ¿Dónde están? Por ahora son sólo pataditas escondidas entre los lienzos. Pero, he aquí que la pariente se sienta y la destapa… ¡Oh, los piececitos! De la largura aproximada de cuatro centímetros, tienen por planta una concha coralina; por dorso, una concha de nieve veteada de azul; sus deditos son obras maestras de escultura liliputiense, coronados también por pequeñas esquirlas de granate pálido. Me pregunto cómo podrán encontrarse sandalias tan pequeñas que valgan para esos piececitos de muñeca cuando den sus primeros pasos, y cómo podrán esos piececitos recorrer tan áspero camino y soportar tanto dolor bajo una cruz. Pero esto ahora no se sabe. Se ríe o se sonríe de cómo menea los brazos y las
piernas, de sus lindas piernecitas bien perfiladas, de los diminutos muslos, que, de tan gorditos como son, forman hoyuelos y aritos, de su barriguita (un cuenco invertido), de su pequeño tórax, perfecto, bajo cuya seda cándida se ve el movimiento de la respiración y se oye ciertamente, si, como hace el padre feliz ahora, en él se apoya la boca para dar un beso, latir un corazoncito… Un corazoncito que es el más bello que ha tenido, tiene y tendrá la tierra, el único corazón inmaculado de hombre.

¿Y la espalda? Ahora la giran y se ve el surco lumbar y luego los hombros, llenitos, y la nuca rosada, tan fuerte, que la cabecita se yergue sobre el arco de las vértebras diminutas, como la de un ave escrutadora en torno a sí del nuevo mundo que ve, y emite un gritito de protesta por ser mostrada en ese modo; Ella, la Pura y Casta, ante los ojos de tantos, Ella, que jamás volverá a ser vista desnuda por hombre alguno, la Toda Virgen, la Santa e Inmaculada. Tapad, tapad a este Capullo de azucena que nunca se abrirá en la tierra, y que dará, más hermosa aún que Ella, su Flor, sin dejar de ser capullo. Sólo en el Cielo la Azucena del Trino Señor abrirá todos sus pétalos. Porque allí arriba no existe vestigio de culpa que pudiera involuntariamente profanar ese candor.

Porque allí arriba se trata de acoger, a la vista de todo el Empíreo, al Trino Dios – Padre, Hijo, Esposo – que ahora, dentro de pocos años, celado en un corazón sin mancha, vendrá a Ella.

De nuevo está envuelta en los lienzos y en los brazos de su padre terreno, al que asemeja. No ahora, que es un bosquejo de ser humano. Digo que le asemeja una vez hecha mujer. De la madre no refleja nada; del padre, el color de la piel y de los ojos, y, sin duda, también del pelo, que, si ahora son blancos, de joven eran ciertamente rubios a juzgar por las cejas. Del padre son las facciones — más perfectas y delicadas en Ella por ser mujer, ¡y qué Mujer!; también del padre es la sonrisa y la mirada y el modo de moverse y la estatura. Pensando en Jesús como lo veo, considero que ha sido Ana la que ha dado su estatura a su Nieto, así como el color marfil más cargado de la piel; mientras que María no tiene esa presencia de Ana (que es como una palma alta y flexible), sino la finura del padre. También las mujeres, mientras entran con Joaquín donde se encuentra la madre feliz para devolverle a su hijita, hablan de la tormenta y del prodigio de la Luna, de la estrella, del enorme arco iris.

Ana sonríe ante un pensamiento propio:
– Es la estrella – dice Su signo está en el cielo. ¡María, arco de paz! ¡María, estrella mía! ¡María, Luna pura! ¡María, perla nuestra!.
– ¿María la llamas?.
– Sí. María, estrella y perla y luz y paz…
– Pero también quiere decir amargura… ¿No temes acarrearle alguna desventura?
– Dios está con Ella. Es suya desde antes de que existiera. El la conducirá por sus vías y toda amargura se transformará en paradisíaca miel. Ahora sé de tu mamá… todavía un poco, antes de ser toda de Dios….
Y la visión termina en el primer sueño de Ana madre y de María recién nacida.
Dice Jesús:
– Levántate y apresúrate, pequeña amiga. Siento ardiente deseo de llevarte conmigo al azul paradisíaco de la contemplación de la Virginidad de María. Saldrás de él con el alma fresca como si tú también hubieras sido recientemente creada por el Padre, una pequeña Eva antes de conocer carne; saldrás con el espíritu lleno de luz, pues te habrás abismado en la contemplación de la obra maestra de Dios; con todo tu ser repleto de amor, pues habrás comprendido cómo sabe amar Dios.
Hablar de la concepción de María, la Sin Mancha, significa sumergirse en lo azul, en la luz, en el amor.

Ven y lee sus glorias en el Libro del Antepasado: “Dios me poseyó al inicio de sus obras, desde el principio, antes de la creación. Ab aeterno fui erigida, al principio, antes de que la tierra fuera hecha; aún no existían los abismos, y yo ya había sido concebida. Aún no manaba agua de los manantiales, aún no se elevaban con su pesada mole los montes, aún las colinas no eran para el Sol collares… y yo ya había nacido. Dios no había hecho todavía la tierra ni los ríos ni las columnas del mundo, y yo ya existía. Cuando preparaba los cielos, yo estaba presente, cuando con ley inmutable clausuró el abismo bajo la bóveda, cuando fijó arriba la bóveda celeste y colgó de ella las fuentes de las aguas, cuando al mar le establecía sus confines y daba leyes a las aguas, cuando daba leyes a las aguas de no sobrepasar su límite, cuando echaba los fundamentos de la tierra, yo estaba con Él ordenando todas las cosas. Siempre alegre jugueteaba ante Él continuamente, jugueteaba en el universo…”. Las habéis aplicado a la Sabiduría, pero hablan de Ella: la hermosa Madre, la santa Madre, la Virgen Madre de la Sabiduría, que soy Yo, el que te
habla.

He querido que escribieras, como encabezamiento del libro que habla de Ella, el primer verso de este himno, para que fuera confesado y conocido el consuelo y la alegría de Dios; la razón de la constante, perfecta, íntima alegría de este Dios Uno y Trino que os sostiene y ama y que del hombre recibió tantos motivos de tristeza; la razón de que perpetuara la raza aun cuando ésta, con la primera prueba, había merecido la destrucción; la razón del perdón que habéis recibido.

Que María le amara… ¡Oh, bien merecía la pena crear al hombre y dejarlo vivir y decretar perdonarlo, para tener a la Virgen bella, a la Virgen santa, a la Virgen inmaculada, a la Virgen enamorada, a la Hija dilecta, a la Madre purísima, a la Esposa amorosa! Mucho os ha dado, y más aún os habría dado, Dios, con tal de poseer a la Criatura de sus delicias, al Sol de su sol y Flor de su jardín. Y mucho os sigue dando por Ella, a petición de Ella, para alegría de Ella, porque su alegría se vierte en la alegría de Dios y la aumenta con destellos que llenan de resplandores la luz, la gran luz del Paraíso, y cada resplandor es una gracia para el universo, para la raza del hombre, para los mismos bienaventurados, que responden con un esplendoroso grito de aleluya a cada milagro que sale de Dios, creado por el deseo del Dios Trino de ver la esplendorosa sonrisa de alegría de la Virgen.

Dios quiso poner un rey en ese universo que había creado de la nada. Un rey que, por naturaleza material, fuera el primero entre todas las criaturas creadas con materia y dotadas de materia. Un rey que, por naturaleza espiritual, fuera poco menos que divino, fundido con la Gracia, como en su inocente primer día. Pero la Mente suprema, que conoce la totalidad de los hechos más lejanos en el tiempo, la Mente cuya vista ve incesantemente todo cuanto era, es y será, y que, mientras contempla el pasado y observa el presente, hunde su mirada en el extremo futuro, no ignorando cómo será el morir del último hombre, sin confusión ni discontinuidad, esa Mente no ignoró nunca que ese rey, creado para ser semidivino a su lado en el
Cielo, heredero del Padre, cuando llegara como adulto a su Reino después de haber vivido en la casa de su madre — la tierra con la que fue hecho —, durante su niñez de párvulo del Eterno en su jornada sobre la tierra, cometería hacia sí mismo el delito de matarse en la Gracia y el latrocinio de despojarse del cielo.
¿Por qué lo creó entonces? Sin duda muchos se hacen esta pregunta. ¿Habríais preferido no existir? ¿No merece ser vivida esta jornada incluso por sí misma, a pesar de ser tan pobre y desnuda, y tan severa a causa de vuestra maldad, para conocer y admirar la Belleza infinita que la mano de Dios ha sembrado en el universo? ¿Para quién, si no, habría hecho estos astros y planetas que pasan como saetas, como flechas, rayando la bóveda del firmamento, o van — y parecen lentos —, van majestuosos con su paso veloz de bólidos, regalándoos luces y estaciones, y dándoos, eternos, inmutables aunque siempre mutables, a leer en el cielo una nueva página, cada noche, cada mes, cada año, como queriendo deciros: “Olvidaos de la cárcel, abandonad esa imagen vuestra llena de cosas oscuras, podridas, sucias, venenosas, mentirosas, blasfemas, corruptoras, y elevaos, al menos con la mirada, a la ilimitada libertad de los firmamentos; haceos un alma azul mirando tanta limpidez de cielo, haceos con una reserva de luz que podáis llevar a vuestra oscura cárcel; leed la palabra que escribimos cantando en coro nuestra melodía sideral, más armoniosa que si proviniera de un órgano de catedral, la palabra que escribimos resplandeciendo, la palabra que escribimos amando, porque siempre tenemos presente a Aquel que nos dio la alegría de existir, y le amamos por habernos dado este existir, este resplandecer, este movemos, este ser libres y bellos en medio de este cielo delicado allende el cual vemos un cielo aún más sublime, el Paraíso; a Aquel cuyo precepto de amor en su segunda parte cumplimos al amaros a vosotros, prójimo universal nuestro, al amaros proporcionándoos guía y luz, calor y belleza. Leed la palabra que decimos, la palabra a la que ajustamos nuestro canto, nuestro resplandecer, nuestro reír:Dios”?

¿Para quién habría hecho ese líquido azul: para el cielo, espejo; para la tierra, camino; sonrisa de aguas; voz de olas; palabra, también, que, con frufrú de roce de seda, con risitas de muchachas serenas, con suspiros de ancianos que recuerdan y lloran, con bofetadas de violentos, y con envites y bramidos y estruendos, siempre habla y dice: “Dios”? El mar es para vosotros, como lo son el cielo y los astros. Y con el mar los lagos y los ríos, los estanques y los arroyos, y los manantiales puros, que sirven, todos, para transportaros, para nutriros, para apagar vuestra sed y limpiaros, y que os sirven, sirviendo al Creador, sin salir a sumergiros, como merecéis.

¿Para quién habría hecho las innumerables familias de los animales, que son flores que vuelan cantando, que son siervos que trabajan, que corren, que os alimentan, que os recrean a vosotros, los reyes? ¿Para quién habría hecho las innumerables familias de las plantas y de las flores, que parecen mariposas, que parecen gemas e inmóviles avecillas; de los frutos, que parecen collares de oro y piedras preciosas o cofres de gemas? Son alfombra para vuestros pies, protección para vuestras cabezas, recreo, beneficio, alegría para la mente, para los miembros del cuerpo, para la vista y el olfato.

Para quién, si no, habría hecho los minerales en las entrañas de la Tierra y las sales disueltas en manantiales de álgidas aguas o de agua hirviendo: los azufres, los yodos, los bromos?… Ciertamente, para que los gozara uno que no fuera Dios, sino hijo de Dios. Uno: el hombre.

Nada le faltaba a la alegría de Dios, nada necesitaba Dios. El se basta a sí mismo. No tiene sino que contemplarse para deleitarse, nutrirse, vivir y descansar. Toda la creación no ha aumentado ni en un átomo su infinidad de alegría, de belleza, de vida, de potencia. He aquí que todo lo ha hecho para la criatura a la que ha querido poner como rey de la obra de sus manos: para el hombre.

Aunque sólo fuera por ver una obra divina de tal magnitud y por manifestarle reconocimiento a Dios, que os la otorga, merecería la pena vivir. Y debéis sentir gratitud por el hecho de vivir. Gratitud que deberíais haber tenido aunque no hubierais sido redimidos sino al final de los siglos, porque, a pesar de que hayáis sido, en los Primeros, y ahora aun individualmente, prevaricadores, soberbios, lujuriosos, homicidas, Dios os concede todavía gozar de lo bello del universo, de lo bueno del universo, y os trata como si fuerais personas buenas, hijos buenos a los cuales todo se enseña y todo se concede para hacerles más suave y sana la vida. Cuanto sabéis, lo sabéis por luz de Dios. Cuanto descubrís, lo descubrís porque Dios os lo señala. Esto, en el Bien. Los otros conocimientos y descubrimientos que llevan el signo del mal vienen del Mal supremo: Satanás.

La Mente suprema, que nada ignora, antes de que el hombre fuese, sabía que sería ladrón y homicida de sí mismo. Y, dado que la Bondad eterna no conoce límites en su ser buena, antes de que la Culpa fuera, pensó el medio para anular la Culpa.
El medio, Yo; el instrumento para hacer del medio un instrumento operante, María. Y la Virgen fue creada en el pensamiento sublime de Dios.

Todas las cosas han sido creadas para mí, Hijo dilecto del Padre. Yo-Rey habría debido tener bajo mi pie de Rey divino alfombras y joyas como palacio alguno jamás tuviera, y cantos y voces, y tantos siervos y ministros en torno a Mí como soberano alguno jamás tuviera, y flores y gemas, y todo lo sublime, lo grandioso, lo fino, lo delicado que es posible extraer del pensamiento de todo un Dios. Mas Yo debía ser Carne además de Espíritu. Carne para salvar a la carne. Carne para sublimar la carne, llevándola al Cielo muchos siglos antes de la hora. Porque la carne habitada por el espíritu es la obra maestra de Dios, y para ella había sido hecho el Cielo. Para ser Carne tenía necesidad de una Madre. Para ser Dios tenía necesidad de que el Padre fuese Dios.

He aquí que entonces Dios se crea a su Esposa y le dice: “Ven conmigo. Junto a mí ve cuanto Yo hago para el Hijo nuestro. Mira y regocíjate, eterna Virgen, Doncella eterna, y tu risa llene este empíreo y dé a los ángeles la nota inicial y al Paraíso le enseñe la armonía celeste. Yo te miro, y te veo como serás, ¡oh, Mujer inmaculada que ahora eres sólo espíritu: el espíritu en que Yo me deleito! Yo te miro y doy al mar y al firmamento el azul de tu mirada; el color de tus cabellos, al trigo santo; el candor, a la azucena; el color rosa como tu epidermis de seda, a la rosa; de tus dientes delicados copio las perlas; hago las dulces fresas mirando tu boca; a los ruiseñores les pongo en la garganta tus notas y a las tórtolas tu llanto. Leyendo tus futuros pensamientos, oyendo los latidos de tu corazón, tengo el motivo guía para crear. Ven, Alegría mía, séante los mundos juguete hasta que me seas luz danzarina en el pensamiento, sean los mundos para reír tuyo. Tente las guirnaldas de estrellas y los collares de astros, ponte la luna bajo tus nobles pies, adórnate con el chal estelar de Galatea. Son para ti las estrellas y los planetas. Ven y goza viendo las flores que le servirán a tu Niño como juego y de almohada al Hijo de tu vientre. Ven y ve crear las ovejas y los corderos, las águilas y las palomas. Estate a mi lado mientras hago las cuencas de los mares y de los ríos, y alzo las montañas y las pinto de nieve y de bosques; mientras siembro los cereales y los árboles y las vides, y hago el olivo para ti, Pacífica mía, y la vid para ti, Sarmiento mío que llevarás el Racimo eucarístico. Camina, vuela, regocíjate, ¡oh, Hermosa mía!, y que el mundo universo, que en diversas fases voy creando, aprenda de ti a amarme, Amorosa, y que tu risa le haga más bello, Madre de mi Hijo, Reina de mi Paraíso, Amor de tu Dios”. Y, viendo a quien es el Error y mirando a la Sin Error, dice: “Ven a mí, tú que cancelas la amargura de la desobediencia humana, de la fornicación humana con Satanás y de la humana ingratitud.

Contigo me tomaré la revancha contra Satanás”.
Dios, Padre Creador, había creado al hombre y a la mujer con una ley de amor tan perfecta, que vosotros no podéis ni siquiera comprender sus perfecciones; vuestra mente se pierde pensando en cómo habría venido la especie si el hombre no la hubiera obtenido con la enseñanza de Satanás.

Observad las plantas de fruto y de grano. ¿Obtienen la semilla o el fruto mediante fornicación, mediante una fecundación por cada cien uniones? No. De la flor masculina sale el polen y, guiado por un complejo de leyes meteóricas y magnéticas, va hacia el ovario de la flor femenina. Éste se abre y lo recibe y produce; no como hacéis vosotros, para experimentar al día siguiente la misma sensación, se mancha y luego lo rechaza. Produce, y hasta la nueva estación no florece, y cuando florece es para reproducirse Observad a los animales. Todos. ¿Habéis visto alguna vez a un macho y a una hembra ir el uno hacia el otro para estéril abrazo y lascivo comercio? No. Desde cerca o desde lejos, volando, arrastrándose, saltando o corriendo, van, llegada la hora, al rito fecundativo, y no se substraen a él deteniéndose en el goce, sino que van más allá de éste, van a las consecuencias serias y santas de la prole, única finalidad que en el hombre, semidiós por el origen de gracia, de esa Gracia que Yo he devuelto completa, debería hacer aceptar la animalidad del acto, necesario desde que descendisteis un grado hacia los brutos. Vosotros no hacéis como las plantas y los animales. Vosotros habéis tenido como maestro a Satanás, lo habéis querido y lo queréis como maestro. Y las obras que realizáis son dignas del maestro que habéis querido. Mas si hubieseis sido fieles a Dios, habríais recibido la alegría de los hijos santamente, sin dolor, sin extenuaros en cópulas obscenas, indignas, ignoradas incluso por las bestias, las bestias sin alma racional y espiritual.

Dios quiso oponer, frente al hombre y a la mujer pervertidos por Satanás, al Hombre nacido de una Mujer suprasublimada por Dios hasta el punto de generar sin haber conocido varón: Flor que genera Flor sin necesidad de semilla; sólo por el beso del Sol en el cáliz inviolado de la Azucena-María.

¡La revancha de Dios!…
Echa resoplidos de odio, Satanás, mientras Ella nace. ¡Esta Párvula te ha vencido! Antes de que fueras el Rebelde, el Tortuoso, el Corruptor, eras ya el Vencido, y Ella es tu Vencedora. Mil ejércitos en formación nada pueden contra tu potencia, ceden las armas de los hombres contra tus escamas, ¡oh, Perenne!, y no hay viento capaz de llevarse el hedor de tu hálito. Y sin embargo este calcañar de recién nacida, tan rosa que parece el interior de una camelia rosada, tan liso y suave que comparada con él la seda es áspera, tan pequeño que podría caber en el cáliz de un tulipán y hacerse un zapatito de ese raso vegetal, he aquí que te comprime sin miedo, te confina en tu caverna. Y su vagido te pone en fuga, a ti que no tienes miedo de los ejércitos; y su aliento libera al mundo de tu hedor. Estás derrotado. Su nombre, su mirada, su pureza son lanza, rayo, losa que te traspasan, que te abaten, que te encierran en tu madriguera de Infierno, ¡oh, Maldito, que le has arrebatado a Dios la alegría de ser Padre de todos los hombres creados!

Se demuestra inútil ahora el haber corrompido a quienes habían sido creados inocentes, conduciéndolos a conocer y a concebir por caminos sinuosos de lujuria, privándole a Dios, en su criatura dilecta, de ser Él quien distribuyera magnánimamente los hijos según reglas que, si hubieran sido respetadas, habrían mantenido en la tierra un equilibrio entre los sexos y las razas que hubiera podido evitar guerras entre los hombres y desgracias en las familias.

Obedeciendo, habrían conocido también el amor. Es más, sólo obedeciendo lo habrían conocido y lo habrían poseído. Una posesión llena y tranquila de esta emanación de Dios, que de lo sobrenatural desciende hacia lo inferior, para que la carne también se goce santamente en ella, la carne que está unida al espíritu y que ha sido creada por el Mismo que le creó el espíritu.

¿Ahora, ¡oh, hombres!, vuestro amor, vuestros amores, qué son? O libídine vestida de amor o miedo incurable de perder el amor del cónyuge por libídine suya y de otros. Desde que la libídine está en el mundo, ya nunca os sentís seguros de la posesión del corazón del esposo o de la esposa; y tembláis y lloráis y enloquecéis de celos, asesináis a veces para vengar una traición, os desesperáis otras veces u os volvéis abúlicos o dementes.

Eso es lo que has hecho, Satanás, a los hijos de Dios. Estos que tú has corrompido habrían conocido la dicha de tener hijos sin padecer dolor, la dicha de nacer y no tener miedo a morir. Mas ahora has sido derrotado en una Mujer y por la Mujer. De ahora en adelante quien la ame volverá a ser de Dios, venciendo a tus tentaciones para poder mirar a su inmaculada pureza.

De ahora en adelante, no pudiendo concebir sin dolor, las madres la tendrán a Ella como consuelo. De ahora en adelante será guía para las esposas y madre para los moribundos, por lo que dulce será el morir sobre ese seno que es escudo contra ti,
Maldito, y contra el juicio de Dios.

María, (se dirige aquí a María Valtorta) pequeña voz, has visto el nacimiento del Hijo de la Virgen y el nacimiento de la Virgen al Cielo. Has visto, por tanto, que los sin culpa desconocen la pena del dar a luz y la pena del morir. Y, si a la superinocente Madre de Dios le fue reservada la perfección de los dones celestes, igualmente, si todos hubieran conservado la inocencia y hubieran permanecido como hijos de Dios en los Primeros, habrían recibido el generar sin dolores (como era justo por haber sabido unirse y concebir sin lujuria) y el morir sin aflicción.

La sublime revancha de Dios contra la venganza de Satanás ha consistido en llevar la perfección de la dilecta criatura a una superperfección que anulara, al menos en una, cualquier vestigio de humanidad susceptible de recibir el veneno de Satanás, por lo cual el Hijo vendría no de casto abrazo de hombre sino de un abrazo divino que, en el éxtasis del Fuego, arrebola el espíritu.

¡La Virginidad de la Virgen!…
Ven. Medita en esta virginidad profunda que produce al contemplarla vértigos de abismo! ¿Qué es, comparada con ella, la pobre virginidad forzada de la mujer con la que ningún hombre se ha desposado? Menos que nada. ¿Y la virginidad de la mujer que quiso ser virgen para ser de Dios, pero sabe serlo sólo en el cuerpo y no en el espíritu, en el cual deja entrar muchos pensamientos de otro tipo, y acaricia y acepta caricias de pensamientos humanos? Empieza a ser una sombra de virginidad. Pero bien poco aún. ¿Qué es la virginidad de una religiosa de clausura que vive sólo de Dios? Mucho. Pero nunca es perfecta virginidad comparada con la de mi Madre.

Hasta en el más santo ha habido al menos un contubernio: el de origen, entre el espíritu y la Culpa, esa unión que sólo el Bautismo disuelve. La disuelve, sí, pero, como en el caso de una mujer separada de su marido por la muerte, no devuelve la virginidad total como era la de los Primeros antes del pecado. Una cicatriz queda, y duele, recordando así su presencia, cicatriz que puede siempre en cualquier momento traducirse de nuevo en una llaga, como ciertas enfermedades agudizadas periódicamente por sus virus. En la Virgen no existe esta señal de un disuelto ligamen con la Culpa. Su alma aparece bella e intacta como cuando el Padre la pensó reuniendo en Ella todas las gracias.

Es la Virgen. Es la Única. Es la Perfecta. Es la Completa. Pensada así. Engendrada así. Que ha permanecido así. Coronada así. Eternamente así. Es la Virgen. Es el abismo de la intangibilidad, de la pureza, de la gracia que se pierde en el Abismo de que procede, es decir, en Dios, Intangibilidad, Pureza, Gracia perfectísimas.
Así se ha desquitado el Dios Trino y Uno: Él ha alzado contra la profanación de las criaturas esta Estrella de perfección; contra la curiosidad malsana, esta Mujer Reservada que sólo se siente satisfecha amando a Dios; contra la ciencia del mal, esta Sublime Ignorante. Ignorante no sólo en lo que toca al amor degradado, o al amor que Dios había dado a los cónyuges, sino más todavía: en Ella se trata de ignorancia del fomes, herencia del Pecado. En Ella sólo se da la gélida e incandescente sabiduría del Amor divino. Fuego que encoraza de hielo la carne para que sea espejo transparente en el altar en que un Dios se desposa con una Virgen, y no por ello se rebaja, porque su perfección envuelve a Aquella que, como conviene a una esposa, es sólo inferior en un grado al Esposo, sujeta a Él por ser Mujer, pero, como Él, sin mancha».

El viaje a Belén

Veo un camino principal. Viene por él mucha gente. Borriquillos cargados de utensilios y de personas. Borriquillos que regre­san. La gente los espolea. Quien va a pie, va aprisa porque hace frío.

El aire es limpio y seco. El cielo está sereno, pero tiene ese frío cortante de los días invernales. La campiña sin hojas parece más extensa, y los pastizales apenas si tienen hierba un poco cre­cida, quemada con los vientos invernales; en los pastizales las ovejas buscan algo de comer y buscan el sol que poco a poco se levanta; se estrechan una a la otra, porque también ellas tienen frío y balan levantando su trompa hacia el sol como si le dijesen: “ Baja pronto, ¡que hace frío! “. El terreno tiene ondulaciones que cada vez son más claras. Es en realidad un terreno de colinas. Hay concavidades con hierba lo mismo que valles pequeños. El camino pasa por en medio de ellos y se dirige hacia el sureste.

María viene montada en un borriquillo gris. Envuelta en un manto pesado. Delante de la silla está el arnés que llevó en el viaje a Hebrón, y sobre el cofre van las cosas necesarias. José camina a su lado, llevando la rienda. ¿Estás cansada?: le pregunta de cuando en cuando.

María lo mira. Le sonríe. Le contesta: « No. » A la tercera vez añade: « Más bien tu debes sentirte cansado con el camino que hemos hecho. »

« ¡Oh, yo ni por nada! Creo que si hubiese encontrado otro asno, podrías venir más cómoda y caminaríamos más pronto. Pero no lo encontré. Todos necesitan en estos días de una cabalgadura. Lo siento. Pronto llegaremos a Belén. Más allá de aquel monte está Efrata. »

Ambos guardan silencio. La Virgen, cuando no habla, parece como si se recogiese en plegaria. Dulcemente se sonríe con un pensamiento que entreteje en sí misma. Si mira a la gente, parece como si no viera lo que hay: hombres, mujeres, ancianos, pastores ricos, pobres, sino lo que Ella sola ve.

« ¿ Tienes frío? » pregunta José, porque sopla el aire. « No. Gracias. »

Pero José no se fía. Le toca los pies que cuelgan al lado del borriquillo, calzados con sandalias y que apenas si se dejan ver a través del largo vestido. Debe haberlos sentido fríos, porque sacude su cabeza y se quita una especie de capa pequeña, y la pone en las rodillas de María, la extiende sobre sus muslos, de modo que sus manitas estén bien calientes bajo ella y bajo el manto.

Encuentran a un pastor que atraviesa con su ganado de un lado a otro. José se le acerca y le dice algo. El pastor dice que sí, José toma el borriquillo y lo lleva detrás del ganado que está paciendo. El pastor toma una rústica taza de su alforja y ordeña una robusta oveja. Entrega a José la taza que la da a María.

« Dios os bendiga» dice María. « A ti por tu amor, y a ti por tu bondad. Rogaré por ti. »

« ¿ Venís de lejos? »

« De Nazaret» responde José.

« ¿Y vais?»

« A Belén. »

El camino es largo para la mujer en este estado. ¿Es tu mujer? »

« Sí. »

«¿ Tenéis a donde ir? »

« No. »

« ¡Va mal todo! Belén está llena de gente que ha llegado de todas partes para empadronarse o para ir a otras partes. No sé si encontréis alojo. ¿Conoces bien el lugar? »

« No muy bien. »

« Bueno.. . te voy a enseñar… porque se trata de Ella (y se­ñala a María). Buscad el alojo. Estará lleno. Te lo digo para darte una idea. Está en una plaza. Es la más grande. Se llega a ella por este camino principal. No podéis equivocaros. Delante de ella hay una fuente. El albergue es grande y bajo con un gran portal. Estará lleno. Pero si no podéis alojaros en él o en alguna casa, dad vuelta por detrás del albergue, como yendo a la campiña. Hay apriscos en el monte. Algunas veces los merca­deres que van a Jerusalén los emplean como albergue. Hay a­priscos en el monte, no lo olvidéis: húmedos, fríos y sin puerta, pero siempre son un refugio, porque la mujer… no puede que­darse en la mitad del camino. Tal vez allí encontréis un lugar… y también heno para dormir y para el asno. Que Dios os acompañe».

«Y a ti te dé su alegría» responde la Virgen. José por su par­te dice: « La paz sea contigo» .

Vuelve a continuar su camino. Una concavidad más extensa se deja ver desde la cresta a la que han llegado. En la concavi­dad, arribo y abajo, a lo largo de las suaves pendientes que la rodean, se ven casas y casas. Es Belén.

« Hemos llegado a la tierra de David, María. Ahora vas a des­cansar. Me parece que estás muy cansada… »

« No. Pensaba yo… estoy pensando… » María aprieta la ma­no de José y le dice con una sonrisa de bienaventurada: « Estoy pensando que el momento ha llegado. »

« ¡ Que Dios nos socorra! ¿ Qué vamos a hacer? »

« No temas, José. Ten constancia. ¿ Ves qué tranquila estoy yo? »

« Pero sufres mucho. »

« ¡ Oh no! ». Me encuentro llena de alegría. Una alegría tal, tan fuerte, tan grande, incontenible, que mi corazón palpita muy fuerte y me dice: ” i Va a nacer! ¡ Va a nacer! ” Lo dice a cada palpitar. Es mi Hijo que toca a mi corazón y que dice: “Mamá: ya vine. Vengo a darte un beso de parte de Dios. ¡Oh, qué ale­gría, José mío! »

Pero José no participa de la misma alegría. Piensa en lo urgen­te que es encontrar un refugio, y apresura el paso. Puerta tras puerta pide alojo. Nada. Todo está ocupado. Llegan al albergue. Está lleno hasta en los portales, que rodean el patio interior.

José deja a María que sigue sentada sobre el borriquillo en el patio y sale en busca de algunas otras casas. Regresa desconso­lado. No hay ningún alojo. El crepúsculo invernal pronto se echa encima y empieza a extender sus velos. José suplica al dueño del albergue. Suplica a viajeros. Ellos son varones y están sanos. Se trata ahora de una mujer próxima a dar a luz. Que tengan piedad. Nada. Hay un rico fariseo que los mira con manifiesto desprecio, y cuando María se acerca, se separa de ella como si se hubiera acercado una leprosa. José lo mira y la indignación le cruza por la cara. María pone su mano sobre la muñeca de José para cal­marlo. Le dice: « No insistas. Vámonos. Dios proveerá. »

Salen. Siguen por los muros del albergue. Dan vuelta por una callejuela metida entre ellos y casuchas. Le dan vuelta. Buscan. Allí hay algo como cuevas, bodegas, más bien que apriscos, por­que son bajas y húmedas. Las mejores están ya ocupadas. José se siente descorazonado.

« Oye, galileo » le grita por detrás un viejo. « Allá en el fondo, bajo aquellas ruinas, hay una cueva. Tal vez no haya nadie. »

Se apresuran a ir a esa cueva. Y que si es una madriguera. En­tre los escombros que se ven hay un agujero, más allá del cual se ve una cueva, una madriguera excavada en el monte, más bien que gruta. Parece que sean los antiguos fundamentos de una vieja construcción, a la que sirven de techo los escombros caídos sobre troncos de árboles.

Como hay muy poca luz y para ver mejor, José saca la yesca y prende una candileja que toma de la alforja que trae sobre la espalda. Entra y un mugido lo saluda. « Ven, María. Está vacía. No hay sino un buey. » José sonríe. « Mejor que nada … »

María baja del borriquillo y entra.

José puso ya la candileja en un clavo que hay sobre un tronco que hace de pilar. Se ve que todo está lleno de telarañas. El sue­lo, que está batido, revuelto, con hoyos, guijarros, desperdicios, excrementos, tiene paja. En el fondo, un buey se vuelve y mira con sus quietos ojos. Le cuelga hierba del hocico. Hay un rústico asiento y dos piedras en un rincón cerca de una hendidura. Lo negro del rincón dice que allí suele hacerse fuego.

María se acerca al buey. Tiene frío. Le pone las manos sobre su pescuezo para sentir lo tibio de él. El buey muge, pero no hace más, parece como si comprendiera. Lo mismo cuando José lo em­puja para tomar mucho heno del pesebre y hacer un lecho para María – el pesebre es doble, esto es, donde come el buey, y arri­ba una especie de estante con heno de repuesto, y de este toma José – no se opone. Hace lugar aun al borriquillo que cansado y hambriento, se pone al punto a comer. José voltea también un cubo con abolladuras. Sale, porque afuera vio un riachuelo, y vuelve con agua para el borriquillo. Toma un manojo de varas secas que hay en un rincón y se pone a limpiar un poco el suelo. Luego desparrama el heno. Hace una especie de lecho, cerca del buey, en el rincón más seco y más defendido del viento. Pero sien­te que está húmedo el heno y suspira. Prende fuego, y con una paciencia de trapista, seca poco a poco el heno junto al fuego.

María sentada en el banco, cansada, mira y sonríe. Todo está ya pronto. María se acomoda lo mejor que puede sobre el muelle de heno, con las espaldas apoyadas contra un tronco. José adorna todo aquel… ajuar, pone su manto como una cortina en la en­trada que hace de puerta, Una defensa muy pobre. Luego da a la Virgen pan y queso, y le da a beber agua de una cantimplora. « Duerme ahora» le dice. « Yo velaré para que el fuego no se apa­gue. Afortunadamente hay leña. Esperamos que dure y que arda. Así podemos ahorrar el aceite de la lámpara. »

María obediente se acuesta. José la cubre con el manto de ella, y con la capa que tenía antes en los pies.

« Pero tu vas a tener frío… »

« No, María. Estoy cerca del fuego. Trata de descansar. Maña­na será mejor. »

María cierra los ojos. No insiste. José se va a su rincón. Se sienta sobre una piedra, con pedazos de leña cerca. Pocos, que no durarán mucho por lo que veo.

Están del siguiente modo: María a la derecha con las espaldas a la… puerta, semi-escondida por el tronco y por el cuerpo del buey que se ha echado en tierra. José a la izquierda y hacia la puer­ta, por lo tanto, diagonalmente, y así su cara da al fuego, con las espaldas a María. Pero de vez en vez se voltea a mirarla y la ve tranquila, como si durmiese. Despacio rompe las varas y las echa una por una en la hoguera pequeña para que no se apague, para que dé luz, y para que la leña dure. No hay más que el brillo del luego que ahora se reaviva, ahora casi está por apagarse. Como está apagada la lámpara de aceite, en la penumbra resaltan sólo la figura del buey, la cara y manos de José. Todo lo demás es un montón que se confunde en la gruesa penumbra.

 

Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo
(Escrito el 6 de junio de 1944)

Veo el interior de este pobre albergue rocoso que María y José comparten con los animales. La pequeña hoguera está a punto de apagarse, como quien la vigila a punto de quedarse dormido. María levanta su cabeza de la especie de lecho y mira. Ve que José tiene la cabeza inclinada sobre el pecho como si estuviese pensando, y está segura que el cansancio ha vencido su deseo de estar despierto. ¡Qué hermosa sonrisa le aflora por los labios! Haciendo menos ruido que haría una mariposa al posarse sobre una rosa, se sienta, y luego se arrodilla. Ora. Es una sonrisa de bienaventurada la que llena su rostro. Ora con los brazos abiertos no en forma de cruz, sino con las palmas hacia arriba y hacia adelante, y parece como si no se cansase con esta posición. Luego se postra contra el heno orando más intensamente. Una larga plegaria.

José se despierta. Ve que el fuego casi se ha apagado y que el lugar está casi oscuro. Echa unas cuantas varas. La llama prende. Le echa unas cuantas ramas gruesas, y luego otras más, porque el frío debe ser agudo. Un frío nocturno invernal que penetra por todas las partes de estas ruinas. El pobre José, como está junto a la puerta – llamemos así a la entrada sobre la que su manto hace las veces de puerta – debe estar congelado. Acerca sus ma­nos al fuego. Se quita las sandalias y acerca los pies al fuego. Cuando ve que este va bien y que alumbra lo suficiente, se da me­dia vuelta. No ve nada, ni siquiera lo blanco del velo de María que formaba antes una línea clara en el heno oscuro. Se pone de pie y despacio se acerca a donde está María.

« ¿ No te has dormido? » le pregunta. Y por tres veces lo hace, hasta que Ella se estremece, y responde: « Estoy orando. »

« ¿ Te hace falta algo? »

« Nada, José. »

« Trata de dormir un poco. Al menos de descansar. »

« Lo haré. Pero el orar no me cansa. »

« Buenas noches, María. »

« Buenas noches, José».

María vuelve a su antigua posición. José, para no dejarse ven­cer otra vez del sueño, se pone de rodillas cerca del fuego y ora. Ora con las manos juntas sobre la cara. Las mueve algunas veces para echar más leña al fuego y luego vuelve a su ferviente plega­ria. Fuera del rumor de la leña que chisporrotea, y del que pro­duce el borriquillo que algunas veces golpea su pesuña contra el suelo, otra cosa no se oye.

Un rayo de luna se cuela por entre una grieta del techo y parece como hilo plateado que buscase a María. Se alarga, confor­me la luna se alza en lo alto del cielo, y finalmente la alcanza. Ahora está sobre su cabeza que ora. La nimba de su candor.

María levanta su cabeza como si de lo alto alguien la llamase, nuevamente se pone de rodillas. ¡Oh, qué bello es aquí! Levanta su cabeza que parece brillar con la luz blanca de la luna, y una sonrisa sobrehumana transforma su rostro. ¿Qué cosa está viendo? ¿Qué oyendo? ¿Qué cosa experimenta? Solo Ella puede decir lo que vio, sintió y experimentó en la hora dichosa de su Maternidad. Yo solo veo que a su alrededor la luz aumenta, aumenta, aumenta. Parece como si bajara del cielo, parece como si manara de las pobres cosas que están a su alrededor, sobre todo parece como si de Ella procediese.

Su vestido azul oscuro, ahora parece estar teñido de un suave color de miosotis, sus manos y su rostro parecen tomar el azuli­no de un zafiro intensamente pálido puesto al fuego. Este color, que me recuerda, aunque muy tenue, el que veo en las visiones del santo paraíso, y el que vi en la visión de cuando vinieron los Magos, se difunde cada vez más sobre todas las cosas, las viste, purifica, las hace brillantes.

La luz emana cada vez con más fuerza del cuerpo de María; absorbe la de la luna, parece como que Ella atrajese hacia sí la que le pudiese venir de lo alto. Ya es la Depositaria de la Luz. La que será la Luz del mundo. Y esta beatífica, incalculable, inconmensurable, eterna, divina Luz que está para darse, se anun­cia con un alba, una alborada, un coro de átomos de luz que au­mentan, aumentan cual marea, que suben, que suben cual incien­so, que bajan como una avenida, que se esparcen cual un velo…

La bóveda, llena de agujeros, telarañas, escombros que por mi­lagro se balancean en el aire y no se caen; la bóveda negra, llena de humo, apestosa, parece la bóveda de una sala real. Cualquier piedra es un macizo de plata, cualquier agujero un brillar de ópalos, cualquier telaraña un preciosismo baldaquín tejido de plata y diamantes. Una lagartija que está entre dos piedras, pare­ce un collar de esmeraldas que alguna reina dejara allí; y unos murciélagos que descansan parecen una hoguera preciosa de ónix. El heno que sale de la parte superior del pesebre, no es más hier­ba, es hilo de plata y plata pura que se balancea en el aire cual se mece una cabellera suelta.

El pesebre es, en su madera negra, un bloque de plata bruñida. Las paredes están cubiertas con un brocado en que el candor de la seda desaparece ante el recamo de perlas en relieve; y el suelo… ¿ qué es ahora? Un cristal encendido con luz blanca; los salientes parecen rosas de luz tiradas como homenaje a él; y los hoyos, copas preciosas de las que broten aromas y perfumes.

La luz crece cada vez más. Es irresistible a los ojos. En medio de ella desaparece, como absorbida por un velo de incandescen­cia, la Virgen… y de ella emerge la Madre.

Sí. Cuando soy capaz de ver nuevamente la luz, veo a María con su Hijo recién nacido entre los brazos. Un Pequeñín, de color rosado y gordito, que gesticula y mueve sus manitas gorditas co­mo capullo de rosa, y sus piecitos que podrían estar en la corola de una rosa; que llora con una vocecita trémula, como la de un corderito que acaba de nacer, abriendo su boquita que parece una fresa selvática y que enseña una lengûita que se mueve con­tra el paladar rosado; que mueve su cabecita tan rubia que pare­ce como si no tuviese ni un cabello, una cabecita redonda que la Mamá sostiene en la palma de su mano, mientras mira a su Hijito, y lo adora ya sonriendo, ya llorando; se inclina a besarlo no so­bre su cabecita, sino sobre su pecho, donde palpita su corazon­cito, que palpita por nosotros… allí donde un día recibirá la lanzada. Se la cura de antemano su Mamita con un beso inmacu­lado.

El buey, que se ha despertado al ver la claridad, se levanta dando fuertes patadas sobre el suelo y muge. El borrico vuelve su cabeza y rebuzna. Es la luz la que lo despierta, pero yo me i­magino que quisieron saludar a su Creador, creador de ellos, crea­dor de todos los animales.

José que oraba tan profundamente que apenas si caía en la cuenta de lo que le rodeaba, se estremece, y por entre sus dedos que tiene ante la cara, ve que se filtra una luz. Se quita las manos de la cara, levanta la cabeza, se voltea. El buey que está parado no deja ver a María. Ella grita: « José, ven. »

José corre. Y cuando ve, se detiene, presa de reverencia, y está para caer de rodillas donde se encuentra, si no es que María insiste: « Ven, José», se sostiene con la mano izquierda sobre el heno, mientras que con la derecha aprieta contra su corazón al Peque­ñín. Se levanta y va a José que camina temeroso, entre el deseo de ir y el temor de ser irreverente.

A los pies de la cama de paja ambos esposos se encuentran y se miran con lágrimas llenas de felicidad.

« Ven, ofrezcamos a Jesús al Padre» dice María.

Y mientras José se arrodilla, Ella de pie entre dos troncos que sostienen la bóveda, levanta a su Hijo entre los brazos y dice: « Heme aquí. En su Nombre, ¡ oh Dios! te digo esto. Heme aquí para hacer tu voluntad. Y con El, yo, María y José, mi esposo. Aquí están tus siervos, Señor. Que siempre hagamos a cada momento, en cualquier cosa, tu voluntad, para gloria tuya y por amor tuyo. » Luego María se inclina y dice: « Tómalo, José» y ofrece al Pequeñín.

« ¿ Yo? ¿ Me toca a mí? ¡ Oh, no! ¡ No soy digno! » José está terriblemente despavorido, aniquilado ante la idea de tocar a Dios.

Pero María sonriente insiste: « Eres digno de ello. Nadie más que tú, y por eso el Altísimo te escogió. Tómalo, José y tenlo mientras voy a buscar los pañales. »

José, rojo como la púrpura, extiende sus brazos, toma ese montoncito de carne que chilla de frío y cuando lo tiene entre sus brazos no siente más el deseo de tenerlo separado de sí por respeto, se lo estrecha contra el corazón diciendo en medio de un estallido de lágrimas: « ¡ Oh, Señor, Dios mío! » y se inclina a besar los piececitos y los siente fríos. Se sienta, lo pone sobre sus rodillas y con su vestido café, con sus manos procura cubrirlo, ca­lentarlo, defenderlo del viento helado de la noche. Quisiera ir al fuego, pero allí la corriente de aire que entra es peor. Es mejor quedarse aquí. No. Mejor ir entre los dos animales que defienden del aire y que despiden calor. Y se va entre el buey y el asno y se está con las espaldas contra la entrada, inclinado sobre el Recién nacido para hacer de su pecho una hornacina cuyas paredes la­terales son una cabeza gris de largas orejas, un grande hocico blanco cuya nariz despide vapor y cuyos ojos miran bonachonamente.

María abrió ya el cofre, y sacó ya lienzos y fajas. Ha ido a la ho­guera a calentarlos. Viene a donde está José, envuelve al Niño en lienzos tibios y luego en su velo para proteger su cabecita. «¿ Dón­de lo pondremos ahora?» pregunta.

José mira a su alrededor. Piensa… «Espera» dice. «Vamos a echar más acá a los dos animales y su paja. Tomaremos más de aquella que está allí arriba, y la ponemos aquí dentro. Las tablas del pesebre lo protegerán del aire; el heno le servirá de almohada y el buey con su aliento lo calentará un poco. Mejor el buey. Es más paciente y quieto. » Y se pone hacer lo dicho, entre tanto María arrulla a su Pequeñín apretándoselo contra su corazón, y poniendo sus mejillas sobre la cabecita para darle calor. José vuelve a atizar la hoguera, sin darse descanso, para que se le­vante una buena llama. Seca el heno y según lo va sintiendo un poco caliente lo mete dentro para que no se enfríe. Cuando tiene sufi­ciente, va al pesebre y lo coloca de modo que sirva para hacer una cunita. «Ya está» dice. «Ahora se necesita una manta, porque el heno espina y para cubrirlo completamente …»

«Toma mi manto» dice María.

«Tendrás frío.»

«¡ Oh, no importa! La capa es muy tosca; el manto es delicado y caliente. No tengo frío para nada. Con tal de que no sufra Él.»

José toma el ancho manto de delicada lana de color azul oscuro, y lo pone doblado sobre el heno, con una punta que pende fuera del pesebre. El primer lecho del Salvador está ya preparado.

María, con su dulce caminar, lo trae, lo coloca, lo cubre con la extremidad del manto; le envuelve la cabecita desnuda que sobre­sale del heno y la que protege muy flojamente su velo sutil. Tan solo su rostro pequeñito queda descubierto, gordito como el puño de un hombre, y los dos, inclinados sobre el pesebre, bienaventura­dos, lo ven dormir su primer sueño, porque el calor de los pañales y del heno han calmado su llanto y han hecho dormir al dulce Jesús.

Valtorta – fragmentos de sus libros

 

El viaje a Belén

Veo un camino principal. Viene por él mucha gente. Borriquillos cargados de utensilios y de personas. Borriquillos que regresan. La gente los espolea. Quien va a pie, va aprisa porque hace frío.

El aire es limpio y seco. El cielo está sereno, pero tiene ese frío cortante de los días invernales. La campiña sin hojas parece más extensa, y los pastizales apenas si tienen hierba un poco crecida, quemada con los vientos invernales; en los pastizales las ovejas buscan algo de comer y buscan el sol que poco a poco se levanta; se estrechan una a la otra, porque también ellas tienen frío y balan levantando su trompa hacia el sol como si le dijesen: “ Baja pronto, ¡que hace frío! “. El terreno tiene ondulaciones que cada vez son más claras. Es en realidad un terreno de colinas. Hay concavidades con hierba lo mismo que valles pequeños. El camino pasa por en medio de ellos y se dirige hacia el sureste.

María viene montada en un borriquillo gris. Envuelta en un manto pesado. Delante de la silla está el arnés que llevó en el viaje a Hebrón, y sobre el cofre van las cosas necesarias. José camina a su lado, llevando la rienda. ¿Estás cansada?: le pregunta de cuando en cuando.

María lo mira. Le sonríe. Le contesta: «No.» A la tercera vez añade: «Más bien tu debes sentirte cansado con el camino que hemos hecho.»

« ¡Oh, yo ni por nada! Creo que si hubiese encontrado otro asno, podrías venir más cómoda y caminaríamos más pronto. Pero no lo encontré. Todos necesitan en estos días de una cabalgadura. Lo siento. Pronto llegaremos a Belén. Más allá de aquel monte está Efrata. »

Ambos guardan silencio. La Virgen, cuando no habla, parece como si se recogiese en plegaria. Dulcemente se sonríe con un pensamiento que entreteje en sí misma. Si mira a la gente, parece como si no viera lo que hay: hombres, mujeres, ancianos, pastores ricos, pobres, sino lo que Ella sola ve.

« ¿ Tienes frío? » pregunta José, porque sopla el aire. « No. Gracias. »

Pero José no se fía. Le toca los pies que cuelgan al lado del borriquillo, calzados con sandalias y que apenas si se dejan ver a través del largo vestido. Debe haberlos sentido fríos, porque sacude su cabeza y se quita una especie de capa pequeña, y la pone en las rodillas de María, la extiende sobre sus muslos, de modo que sus manitas estén bien calientes bajo ella y bajo el manto.

Encuentran a un pastor que atraviesa con su ganado de un lado a otro. José se le acerca y le dice algo. El pastor dice que sí, José toma el borriquillo y lo lleva detrás del ganado que está paciendo. El pastor toma una rústica taza de su alforja y ordeña una robusta oveja. Entrega a José la taza que la da a María.

« Dios os bendiga» dice María. « A ti por tu amor, y a ti por tu bondad. Rogaré por ti. »

« ¿ Venís de lejos? »

« De Nazaret» responde José.

« ¿Y vais?»

« A Belén. »

El camino es largo para la mujer en este estado. ¿Es tu mujer? »

« Sí. »

«¿ Tenéis a donde ir? »

« No. »

« ¡Va mal todo! Belén está llena de gente que ha llegado de todas partes para empadronarse o para ir a otras partes. No sé si encontréis alojo. ¿Conoces bien el lugar? »

« No muy bien. »

« Bueno.. . te voy a enseñar… porque se trata de Ella (y señala a María). Buscad el alojo. Estará lleno. Te lo digo para darte una idea. Está en una plaza. Es la más grande. Se llega a ella por este camino principal. No podéis equivocaros. Delante de ella hay una fuente. El albergue es grande y bajo con un gran portal. Estará lleno. Pero si no podéis alojaros en él o en alguna casa, dad vuelta por detrás del albergue, como yendo a la campiña. Hay apriscos en el monte. Algunas veces los mercaderes que van a Jerusalén los emplean como albergue. Hay apriscos en el monte, no lo olvidéis: húmedos, fríos y sin puerta, pero siempre son un refugio, porque la mujer… no puede quedarse en la mitad del camino. Tal vez allí encontréis un lugar… y también heno para dormir y para el asno. Que Dios os acompañe. »

« Y a ti te dé su alegría» responde la Virgen. José por su parte dice: « La paz sea contigo. »

Vuelve a continuar su camino. Una concavidad más extensa se deja ver desde la cresta a la que han llegado. En la concavidad, arribo y abajo, a lo largo de las suaves pendientes que la rodean, se ven casas y casas. Es Belén.

« Hemos llegado a la tierra de David, María. Ahora vas a descansar. Me parece que estás muy cansada… »

« No. Pensaba yo… estoy pensando… » María aprieta la mano de José y le dice con una sonrisa de bienaventurada: « Estoy pensando que el momento ha llegado. »

« ¡ Que Dios nos socorra! ¿ Qué vamos a hacer? »

« No temas, José. Ten constancia. ¿ Ves qué tranquila estoy yo? »

« Pero sufres mucho. »

« ¡ Oh no! ». Me encuentro llena de alegría. Una alegría tal, tan fuerte, tan grande, incontenible, que mi corazón palpita muy fuerte y me dice: ” i Va a nacer! ¡ Va a nacer! ” Lo dice a cada palpitar. Es mi Hijo que toca a mi corazón y que dice: “Mamá: ya vine. Vengo a darte un beso de parte de Dios. ¡Oh, qué alegría, José mío! »

Pero José no participa de la misma alegría. Piensa en lo urgente que es encontrar un refugio, y apresura el paso. Puerta tras puerta pide alojo. Nada. Todo está ocupado. Llegan al albergue. Está lleno hasta en los portales, que rodean el patio interior.

José deja a María que sigue sentada sobre el borriquillo en el patio y sale en busca de algunas otras casas. Regresa desconsolado. No hay ningún alojo. El crepúsculo invernal pronto se echa encima y empieza a extender sus velos. José suplica al dueño del albergue. Suplica a viajeros. Ellos son varones y están sanos. Se trata ahora de una mujer próxima a dar a luz. Que tengan piedad. Nada. Hay un rico fariseo que los mira con manifiesto desprecio, y cuando María se acerca, se separa de ella como si se hubiera acercado una leprosa. José lo mira y la indignación le cruza por la cara. María pone su mano sobre la muñeca de José para calmarlo. Le dice: « No insistas. Vámonos. Dios proveerá. »

Salen. Siguen por los muros del albergue. Dan vuelta por una callejuela metida entre ellos y casuchas. Le dan vuelta. Buscan. Allí hay algo como cuevas, bodegas, más bien que apriscos, porque son bajas y húmedas. Las mejores están ya ocupadas. José se siente descorazonado.

« Oye, galileo » le grita por detrás un viejo. « Allá en el fondo, bajo aquellas ruinas, hay una cueva. Tal vez no haya nadie. »

Se apresuran a ir a esa cueva. Y que si es una madriguera. Entre los escombros que se ven hay un agujero, más allá del cual se ve una cueva, una madriguera excavada en el monte, más bien que gruta. Parece que sean los antiguos fundamentos de una vieja construcción, a la que sirven de techo los escombros caídos sobre troncos de árboles.

Como hay muy poca luz y para ver mejor, José saca la yesca y prende una candileja que toma de la alforja que trae sobre la espalda. Entra y un mugido lo saluda. « Ven, María. Está vacía. No hay sino un buey. » José sonríe. « Mejor que nada … »

María baja del borriquillo y entra.

José puso ya la candileja en un clavo que hay sobre un tronco que hace de pilar. Se ve que todo está lleno de telarañas. El suelo, que está batido, revuelto, con hoyos, guijarros, desperdicios, excrementos, tiene paja. En el fondo, un buey se vuelve y mira con sus quietos ojos. Le cuelga hierba del hocico. Hay un rústico asiento y dos piedras en un rincón cerca de una hendidura. Lo negro del rincón dice que allí suele hacerse fuego.

María se acerca al buey. Tiene frío. Le pone las manos sobre su pescuezo para sentir lo tibio de él. El buey muge, pero no hace más, parece como si comprendiera. Lo mismo cuando José lo empuja para tomar mucho heno del pesebre y hacer un lecho para María – el pesebre es doble, esto es, donde come el buey, y arriba una especie de estante con heno de repuesto, y de este toma José – no se opone. Hace lugar aun al borriquillo que cansado y hambriento, se pone al punto a comer. José voltea también un cubo con abolladuras. Sale, porque afuera vio un riachuelo, y vuelve con agua para el borriquillo. Toma un manojo de varas secas que hay en un rincón y se pone a limpiar un poco el suelo. Luego desparrama el heno. Hace una especie de lecho, cerca del buey, en el rincón más seco y más defendido del viento. Pero siente que está húmedo el heno y suspira. Prende fuego, y con una paciencia de trapista, seca poco a poco el heno junto al fuego.

María sentada en el banco, cansada, mira y sonríe. Todo está ya pronto. María se acomoda lo mejor que puede sobre el muelle de heno, con las espaldas apoyadas contra un tronco. José adorna todo aquel… ajuar, pone su manto como una cortina en la entrada que hace de puerta, Una defensa muy pobre. Luego da a la Virgen pan y queso, y le da a beber agua de una cantimplora. « Duerme ahora» le dice. « Yo velaré para que el fuego no se apague. Afortunadamente hay leña. Esperamos que dure y que arda. Así podemos ahorrar el aceite de la lámpara. »

María obediente se acuesta. José la cubre con el manto de ella, y con la capa que tenía antes en los pies.

« Pero tu vas a tener frío… »

« No, María. Estoy cerca del fuego. Trata de descansar. Mañana será mejor. »

María cierra los ojos. No insiste. José se va a su rincón. Se sienta sobre una piedra, con pedazos de leña cerca. Pocos, que no durarán mucho por lo que veo.

Están del siguiente modo: María a la derecha con las espaldas a la… puerta, semi-escondida por el tronco y por el cuerpo del buey que se ha echado en tierra. José a la izquierda y hacia la puerta, por lo tanto, diagonalmente, y así su cara da al fuego, con las espaldas a María. Pero de vez en vez se voltea a mirarla y la ve tranquila, como si durmiese. Despacio rompe las varas y las echa una por una en la hoguera pequeña para que no se apague, para que dé luz, y para que la leña dure. No hay más que el brillo del luego que ahora se reaviva, ahora casi está por apagarse. Como está apagada la lámpara de aceite, en la penumbra resaltan sólo la figura del buey, la cara y manos de José. Todo lo demás es un montón que se confunde en la gruesa penumbra.

 

Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo
(Escrito el 6 de junio de 1944)

Veo el interior de este pobre albergue rocoso que María y José comparten con los animales. La pequeña hoguera está a punto de apagarse, como quien la vigila a punto de quedarse dormido. María levanta su cabeza de la especie de lecho y mira. Ve que José tiene la cabeza inclinada sobre el pecho como si estuviese pensando, y está segura que el cansancio ha vencido su deseo de estar despierto. ¡Qué hermosa sonrisa le aflora por los labios! Haciendo menos ruido que haría una mariposa al posarse sobre una rosa, se sienta, y luego se arrodilla. Ora. Es una sonrisa de bienaventurada la que llena su rostro. Ora con los brazos abiertos no en forma de cruz, sino con las palmas hacia arriba y hacia adelante, y parece como si no se cansase con esta posición. Luego se postra contra el heno orando más intensamente. Una larga plegaria.

José se despierta. Ve que el fuego casi se ha apagado y que el lugar está casi oscuro. Echa unas cuantas varas. La llama prende. Le echa unas cuantas ramas gruesas, y luego otras más, porque el frío debe ser agudo. Un frío nocturno invernal que penetra por todas las partes de estas ruinas. El pobre José, como está junto a la puerta – llamemos así a la entrada sobre la que su manto hace las veces de puerta – debe estar congelado. Acerca sus manos al fuego. Se quita las sandalias y acerca los pies al fuego. Cuando ve que este va bien y que alumbra lo suficiente, se da media vuelta. No ve nada, ni siquiera lo blanco del velo de María que formaba antes una línea clara en el heno oscuro. Se pone de pie y despacio se acerca a donde está María.

« ¿ No te has dormido? » le pregunta. Y por tres veces lo hace, hasta que Ella se estremece, y responde: « Estoy orando. »

« ¿ Te hace falta algo? »

« Nada, José. »

« Trata de dormir un poco. Al menos de descansar. »

« Lo haré. Pero el orar no me cansa. »

« Buenas noches, María. »

« Buenas noches, José».

María vuelve a su antigua posición. José, para no dejarse vencer otra vez del sueño, se pone de rodillas cerca del fuego y ora. Ora con las manos juntas sobre la cara. Las mueve algunas veces para echar más leña al fuego y luego vuelve a su ferviente plegaria. Fuera del rumor de la leña que chisporrotea, y del que produce el borriquillo que algunas veces golpea su pesuña contra el suelo, otra cosa no se oye.

Un rayo de luna se cuela por entre una grieta del techo y parece como hilo plateado que buscase a María. Se alarga, conforme la luna se alza en lo alto del cielo, y finalmente la alcanza. Ahora está sobre su cabeza que ora. La nimba de su candor.

María levanta su cabeza como si de lo alto alguien la llamase, nuevamente se pone de rodillas. ¡Oh, qué bello es aquí! Levanta su cabeza que parece brillar con la luz blanca de la luna, y una sonrisa sobrehumana transforma su rostro. ¿Qué cosa está viendo? ¿Qué oyendo? ¿Qué cosa experimenta? Solo Ella puede decir lo que vio, sintió y experimentó en la hora dichosa de su Maternidad. Yo solo veo que a su alrededor la luz aumenta, aumenta, aumenta. Parece como si bajara del cielo, parece como si manara de las pobres cosas que están a su alrededor, sobre todo parece como si de Ella procediese.

Su vestido azul oscuro, ahora parece estar teñido de un suave color de miosotis, sus manos y su rostro parecen tomar el azulino de un zafiro intensamente pálido puesto al fuego. Este color, que me recuerda, aunque muy tenue, el que veo en las visiones del santo paraíso, y el que vi en la visión de cuando vinieron los Magos, se difunde cada vez más sobre todas las cosas, las viste, purifica, las hace brillantes.

La luz emana cada vez con más fuerza del cuerpo de María; absorbe la de la luna, parece como que Ella atrajese hacia sí la que le pudiese venir de lo alto. Ya es la Depositaria de la Luz. La que será la Luz del mundo. Y esta beatífica, incalculable, inconmensurable, eterna, divina Luz que está para darse, se anuncia con un alba, una alborada, un coro de átomos de luz que aumentan, aumentan cual marea, que suben, que suben cual incienso, que bajan como una avenida, que se esparcen cual un velo…

La bóveda, llena de agujeros, telarañas, escombros que por milagro se balancean en el aire y no se caen; la bóveda negra, llena de humo, apestosa, parece la bóveda de una sala real. Cualquier piedra es un macizo de plata, cualquier agujero un brillar de ópalos, cualquier telaraña un preciosismo baldaquín tejido de plata y diamantes. Una lagartija que está entre dos piedras, parece un collar de esmeraldas que alguna reina dejara allí; y unos murciélagos que descansan parecen una hoguera preciosa de ónix. El heno que sale de la parte superior del pesebre, no es más hierba, es hilo de plata y plata pura que se balancea en el aire cual se mece una cabellera suelta.

El pesebre es, en su madera negra, un bloque de plata bruñida. Las paredes están cubiertas con un brocado en que el candor de la seda desaparece ante el recamo de perlas en relieve; y el suelo… ¿ qué es ahora? Un cristal encendido con luz blanca; los salientes parecen rosas de luz tiradas como homenaje a él; y los hoyos, copas preciosas de las que broten aromas y perfumes.

La luz crece cada vez más. Es irresistible a los ojos. En medio de ella desaparece, como absorbida por un velo de incandescencia, la Virgen… y de ella emerge la Madre.

Sí. Cuando soy capaz de ver nuevamente la luz, veo a María con su Hijo recién nacido entre los brazos. Un Pequeñín, de color rosado y gordito, que gesticula y mueve sus manitas gorditas como capullo de rosa, y sus piecitos que podrían estar en la corola de una rosa; que llora con una vocecita trémula, como la de un corderito que acaba de nacer, abriendo su boquita que parece una fresa selvática y que enseña una lengüita que se mueve contra el paladar rosado; que mueve su cabecita tan rubia que parece como si no tuviese ni un cabello, una cabecita redonda que la Mamá sostiene en la palma de su mano, mientras mira a su Hijito, y lo adora ya sonriendo, ya llorando; se inclina a besarlo no sobre su cabecita, sino sobre su pecho, donde palpita su corazoncito, que palpita por nosotros… allí donde un día recibirá la lanzada. Se la cura de antemano su Mamita con un beso inmaculado.

El buey, que se ha despertado al ver la claridad, se levanta dando fuertes patadas sobre el suelo y muge. El borrico vuelve su cabeza y rebuzna. Es la luz la que lo despierta, pero yo me imagino que quisieron saludar a su Creador, creador de ellos, creador de todos los animales.

José que oraba tan profundamente que apenas si caía en la cuenta de lo que le rodeaba, se estremece, y por entre sus dedos que tiene ante la cara, ve que se filtra una luz. Se quita las manos de la cara, levanta la cabeza, se voltea. El buey que está parado no deja ver a María. Ella grita: « José, ven. »

José corre. Y cuando ve, se detiene, presa de reverencia, y está para caer de rodillas donde se encuentra, si no es que María insiste: « Ven, José», se sostiene con la mano izquierda sobre el heno, mientras que con la derecha aprieta contra su corazón al Pequeñín. Se levanta y va a José que camina temeroso, entre el deseo de ir y el temor de ser irreverente.

A los pies de la cama de paja ambos esposos se encuentran y se miran con lágrimas llenas de felicidad.

« Ven, ofrezcamos a Jesús al Padre» dice María.

Y mientras José se arrodilla, Ella de pie entre dos troncos que sostienen la bóveda, levanta a su Hijo entre los brazos y dice: « Heme aquí. En su Nombre, ¡ oh Dios! te digo esto. Heme aquí para hacer tu voluntad. Y con El, yo, María y José, mi esposo. Aquí están tus siervos, Señor. Que siempre hagamos a cada momento, en cualquier cosa, tu voluntad, para gloria tuya y por amor tuyo. » Luego María se inclina y dice: « Tómalo, José» y ofrece al Pequeñín.

« ¿ Yo? ¿ Me toca a mí? ¡ Oh, no! ¡ No soy digno! » José está terriblemente despavorido, aniquilado ante la idea de tocar a Dios.

Pero María sonriente insiste: « Eres digno de ello. Nadie más que tú, y por eso el Altísimo te escogió. Tómalo, José y tenlo mientras voy a buscar los pañales. »

José, rojo como la púrpura, extiende sus brazos, toma ese montoncito de carne que chilla de frío y cuando lo tiene entre sus brazos no siente más el deseo de tenerlo separado de sí por respeto, se lo estrecha contra el corazón diciendo en medio de un estallido de lágrimas: « ¡ Oh, Señor, Dios mío! » y se inclina a besar los piececitos y los siente fríos. Se sienta, lo pone sobre sus rodillas y con su vestido café, con sus manos procura cubrirlo, calentarlo, defenderlo del viento helado de la noche. Quisiera ir al fuego, pero allí la corriente de aire que entra es peor. Es mejor quedarse aquí. No. Mejor ir entre los dos animales que defienden del aire y que despiden calor. Y se va entre el buey y el asno y se está con las espaldas contra la entrada, inclinado sobre el Recién nacido para hacer de su pecho una hornacina cuyas paredes laterales son una cabeza gris de largas orejas, un grande hocico blanco cuya nariz despide vapor y cuyos ojos miran bonachonamente.

María abrió ya el cofre, y sacó ya lienzos y fajas. Ha ido a la hoguera a calentarlos. Viene a donde está José, envuelve al Niño en lienzos tibios y luego en su velo para proteger su cabecita. «¿ Dónde lo pondremos ahora?» pregunta.

José mira a su alrededor. Piensa… «Espera» dice. «Vamos a echar más acá a los dos animales y su paja. Tomaremos más de aquella que está allí arriba, y la ponemos aquí dentro. Las tablas del pesebre lo protegerán del aire; el heno le servirá de almohada y el buey con su aliento lo calentará un poco. Mejor el buey. Es más paciente y quieto.»Y se pone hacer lo dicho, entre tanto María arrulla a su Pequeñín apretándoselo contra su corazón, y poniendo sus mejillas sobre la cabecita para darle calor. José vuelve a atizar la hoguera, sin darse descanso, para que se levante una buena llama. Seca el heno y según lo va sintiendo un poco caliente lo mete dentro para que no se enfríe. Cuando tiene suficiente, va al pesebre y lo coloca de modo que sirva para hacer una cunita. «Ya está» dice. «Ahora se necesita una manta, porque el heno espina y para cubrirlo completamente …»

« Toma mi manto » dice María.

« Tendrás frío. »

« ¡ Oh, no importa! La capa es muy tosca; el manto es delicado y caliente. No tengo frío para nada. Con tal de que no sufra Él.»

José toma el ancho manto de delicada lana de color azul oscuro, y lo pone doblado sobre el heno, con una punta que pende fuera del pesebre. El primer lecho del Salvador está ya preparado.

María, con su dulce caminar, lo trae, lo coloca, lo cubre con la extremidad del manto; le envuelve la cabecita desnuda que sobresale del heno y la que protege muy flojamente su velo sutil. Tan solo su rostro pequeñito queda descubierto, gordito como el puño de un hombre, y los dos, inclinados sobre el pesebre, bienaventurados, lo ven dormir su primer sueño, porque el calor de los pañales y del heno han calmado su llanto y han hecho dormir al dulce Jesús.

 

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Adoración de los tres Reyes
(Escrito el 28 de febrero de 1944)

Veo a Belén, ciudad pequeña, ciudad blanca, recogida como una pollada bajo la luz de las estrellas. Dos caminos principales la cruzan en forma de cruz. La una viene del otro poblado y es el camino principal que continúa, la otra que viene de otro poblado, ahí se detiene. Varias callejuelas dividen este poblado, en que no se puede ver ningún plano con que se haya edificado, como nosotros pensamos, sino que ha seguido las conformaciones del terreno, lo mismo que las casas han seguido los caprichos del suelo y de su constructor. Volteadas unas a la derecha, otras a la izquierda, otras fabricadas en el ángulo respecto del camino que pasa cerca de ellas, hacen que él tome la forma de una cinta que se tuerce, y no la de línea recta. Acá y allá se ve alguna plazoleta, que bien puede servir para mercado, bien para dar cabida a una fuente, o también porque se le construyó sin ningún plan, y se ha quedado allí como un trozo de tierra oblicuo, sobre el que no es posible construir algo.

Me parece que en el punto donde estoy es una de esas plazoletas irregulares. Debió haber sido cuadrada o al menos rectangular, pero se ha convertido en un trapecio, tan raro, que parece un triangulo agudo, achatado en el vértice. En el lado mas largo, la base del triángulo, hay una construcción larga y baja. La más grande del poblado. Por fuera hay una valla lisa por la que se ven dos portones, que están ahora cerrados. Por dentro, en el cuadro, hay muchas ventanas que dan al primer piso, mientras abajo hay pórticos que rodean el patio en que hay paja y excrementos esparcidos; también hay estanques donde beben agua los caballos y otros animales. Sobre las rústicas columnas hay argollas donde se atan los animales, y a un lado hay un largo tinglado para meter rebaños o cabalgaduras. Caigo en la cuenta de que es el albergue de Belén.

En los otros dos lados iguales hay casas y casuchas, algunas que tienen enfrente algún huerto, otras que no lo tienen. Entre ellas hay unas que con su fachada dan a la plaza y otras con su parte posterior. En la otra parte más estrecha, dando de frente al lugar de las caravanas, hay una sola casita, con una escalera externa que llega hasta la mitad de la fachada de las habitaciones. Todas las casas están cerradas, porque es de noche. No se ve a nadie por la calle.

Veo que en el cielo aumenta la luz de las estrellas, tan hermosas en el suelo oriental, tan resplandecientes y grandes que parecen estar muy cerca, y que sea fácil llegar a ellas, tocarlas. Levanto la mirada para saber cuál es la razón de que aumente la luz. Una estrella, de insólito tamaño que parece ser una pequeña luna, avanza en el cielo de Belén. Las otras parecen eclipsarse y hacerse a un lado, como las damas cuando pasa la reina, pues su esplendor las domina, las anula. De la esfera, que parece un enorme zafiro pálido, al que por dentro encendiera un sol, sale un rayo al que además de su color netamente zafiro, se unen otros, cual el rubio de los topacios, el verde de las esmeraldas, el de ópalos, el rojizo de los rubíes, y los dulces centelleos de las amatistas. Todas las piedras preciosas de la tierra están en ese rayo que rasga el cielo con una velocidad y movimiento ondulante como si fuese algo vivo. El color que predomina es el que mana del centro de la estrella: el hermosísimo color de pálido zafiro, que pinta de azul plateado las casas, los caminos, el suelo de Belén, cuna del Salvador.

No es ya la pobre ciudad, que por lo menos para nosotros no pasa de ser un rancho. Es una ciudad fantástica de hadas en que todo es plata. Y el agua de las fuentes, de los estanques es un líquido diamantino.

La estrella con un resplandor mucho más intenso se detiene sobre la pequeña casa que está en el lado más estrecho de la plazuela. Nadie la ve porque todos duermen, pero la estrella hace vibrar más sus rayos y su cola vibra, ondea más fuerte trazando como semicírculos en el cielo, que se enciende todo con esta red de astros que arrastra consigo, con esta red llena de piedras preciosas que brillan tiñendo con los más vagos colores las otras estrellas, como para decirles una palabra de alegría.

La casucha está sumergida en este fuego líquido de joyas. El techo de la pequeña terraza, la escalerilla de piedra oscura, la puertecilla, todo es como si fuese un bloque de plata pura, espolvoreado con diamantes y perlas. Ningún palacio real de la tierra jamás ha tenido ni tendrá una escalera semejante a esta, por donde pasan los Ángeles, por donde pasa la Madre de Dios. Sus piececitos de Virgen Inmaculada pueden posarse sobre ese cándido resplandor, sus piececitos destinados a posarse sobre las gradas del trono de Dios.

Pero la Virgen no sabe lo que pasa. Vela junto a la cuna de su Hijo y ora. En su alma tiene resplandores que superan en mucho los resplandores de la estrella que adorna las cosas.

Por el camino principal avanza una caravana. Caballos enjaezados y otros a quienes se les trae de la rienda, dromedarios y camellos sobre los que alguien viene cabalgando, o bien tirados de las riendas. El sonido de las pezuñas es como un rumor de aguas que se mete y restriega las piedras del arroyo. Llegados a la plaza, se detienen. La caravana, bajo los rayos de la estrella, es algo fantástico. Los arreos, los vestidos de los jinetes, sus rostros, el equipaje, todo resplandece al brillo de la estrella, metales, cuero, seda, joyas, pelambre. Los ojos brillan, de las bocas la sonrisa brota porque hay otro resplandor que ha prendido en sus corazones: el de una alegría sobrenatural.

Mientras los siervos se dirigen al lugar donde se hospedan las caravanas, tres bajan de sus respectivos animales, que un siervo lleva a otra parte, y van a la casa a pie. Se postran, con la cara en el suelo. Besan el polvo. Son tres hombres poderosos. Lo indican sus riquísimos vestidos. Uno de piel muy oscura que bajó de un camello, se envuelve en una capa de blanca seda, que se sostiene en la frente y en la cintura con un cinturón precioso, y de este pende un puñal o espada que en su empuñadura tiene piedras preciosas. Los otros dos han bajado de soberbios caballos. El uno está vestido con una tela de rayas blanquísimas en que predomina el color amarillo. El capucho y el cordón parecen una sola pieza de filigrana de oro. El otro trae una camisola de seda de largas y anchas mangas unida al calzón, cuyas extremidades están ligadas en los pies. Está envuelto en finísimo manto, que parece un jardín por lo vivo de los colores de las flores que lo adornan. En la cabeza trae un turbante que sostiene una cadenilla engastada en diamantes.

Después de haber venerado la casa donde está el Salvador, se levantan y se van al lugar de las caravanas, donde están los siervos que pidieron albergue.

* * *

Es después del mediodía. El sol brilla en el cielo. Un siervo de los tres atraviesa la plaza, por la escalerilla de la pequeña casa entra, sale, regresa al albergue.

Salen los tres personajes seguidos cada uno de su propio siervo. Atraviesan la plaza. Los pocos peatones se voltean a mirar a esos pomposos hombres que lenta y solemnemente caminan. Desde que salió el siervo y vienen los tres personajes ha pasado ya un buen cuarto de hora, tiempo suficiente para que los que viven en la casita se hayan preparado a recibir a los huéspedes.

Vienen ahora más ricamente vestidos que en la noche. La seda resplandece, las piedras preciosas brillan, un gran penacho de joyas, esparcidas sobre el turbante del que lo trae, centellea.

Un siervo trae un cofre todo embutido con sus remaches en oro bruñido. Otro una copa que es una preciosidad. Su cubierta es mucho mejor, labrada toda en oro. El tercero una especie de ánfora larga, también de oro, con una especie de tapa en forma de pirámide, y sobre su punta hay un brillante. Deben pesar, porque los siervos los traen fatigosamente, sobre todo el que trae el cofre.

Suben por la escalera. Entran. Entran en una habitación que va de la calle hasta la parte posterior de la casa. Se va al huertecillo por una ventana abierta al sol. Hay puertas en las paredes, y por ellas se asoman los propietarios: un hombre, una mujer, y tres o cuatro niños.

Sentada con el Niño en sus rodillas. José a su lado, de pie. Se levanta, se inclina cuando ve que entran los tres Magos. Ella trae un vestido blanco que la cubre desde el cuello hasta los pies. Trenzas rubias adornan su cabecita. Su rostro está intensamente rojo debido a la emoción. En sus ojos hay una dulzura inmensa. De su boca sale el saludo: “Dios sea con vosotros”. Los tres se detienen por un instante como sorprendidos, luego se adelantan, y se postran a sus pies. Le dicen que se siente.

Aunque Ella les invita a que se sienten, no aceptan. Permanecen de rodillas, apoyados sobre sus calcañales. Detrás, a la entrada, están arrodillados los siervos. Delante de si han colocado los regalos y se quedan en espera.

Los tres Sabios contemplan al Niño, que creo que tiene ahora unos nueve meses o un año. Está muy despabilado. Es robusto. Está sentado sobre las rodillas de su Madre y sonríe y trata de decir algo con su vocecita. Al igual que la mamá, está vestido completamente de blanco. En sus piececitos trae sandalias. Su vestido es muy sencillo: una tuniquita de la que salen los piececitos intranquilos, unas manitas gorditas que quisieran tocar todo; sobre todo su rostro en que resplandecen dos ojos de color azul oscuro. Su boquita se abre y deja ver sus primeros dientecitos. Los risos parecen rociados con polvo de oro por lo brillantes y húmedos que se ven.

El más viejo de los tres habla en nombre de todos. Dice a María que vieron en una noche del pasado diciembre, que se prendía una nueva estrella en el cielo, de un resplandor inusitado. Los mapas del firmamento que tenían, no registraban esa estrella, ni de ella hablaban. Su nombre era desconocido. Nacida por voluntad de Dios, había crecido para anunciar a los hombres una verdad fausta, un secreto de Dios. Pero los hombres no le habían hecho caso, porque tenían el alma sumida en el fango. No habían levantado su mirada a Dios, y no supieron leer las palabras que El trazó, siempre sea alabado con astros de fuego en la bóveda de los cielos.

Ellos la vieron y pusieron empeño en comprender su voz. Quitándose el poco sueño que concedían a sus cansados cuerpos, olvidando la comida, se habían sumergido en el estudio del zodíaco. Las conjunciones de los astros, el tiempo, la estación, el cálculo de las horas pasadas y de las combinaciones astronómicas les habían revelado el nombre y secreto de la estrella. Su Nombre: « Mesías ». Su secreto: « Es el Mesías venido al mundo ». Y vinieron a adorarlo. Ninguno de los tres se conocía. Caminaron por montes y desiertos, atravesaron valles y ríos; hasta que llegaron a Palestina porque la estrella se movía en esta dirección. Cada uno, de puntos diversos de la tierra, se había dirigido a igual lugar. Se habían encontrado de la parte del Mar Muerto. La voluntad de Dios los había reunido allí, y juntos habían continuado el camino, entendiéndose, pese a que cada uno hablaba su lengua, y comprendiendo y pudiendo hablar la lengua del país, por un milagro del Eterno.

Juntos fueron a Jerusalén, porque el Mesías debe ser el Rey de Jerusalén, el Rey de los judíos. Pero la estrella se había ocultado en el cielo de dicha ciudad, y ellos habían experimentado que su corazón se despedazaba de dolor y se habían examinado para saber si habían en algo ofendido a Dios. Pero su conciencia no les reprochó nada. Se dirigieron a Herodes para preguntarle en qué palacio había nacido el Rey de los judíos al cual habían venido a adorar. El rey, convocados los príncipes de los sacerdotes y los escribas, les preguntó que dónde nacería el Mesías y que ellos respondieron: «En Belén de Judá. »

Ellos vinieron hacia Belén. La estrella volvió a aparecerse a sus ojos, al salir de la Ciudad santa, y la noche anterior había aumentado su resplandor. El cielo era todo un incendio. Luego se detuvo la estrella, y juntando las luces de todas las demás estrellas en sus rayos, se detuvo sobre esta casa. Ellos comprendieron que estaba allí el Recién nacido. Y ahora lo adoraban, ofreciéndole sus pobres dones y más que otra cosa su corazón, que jamás dejará de seguir bendiciendo a Dios por la gracia que les concedió y por amar a su Hijo, cuya Humanidad veían. Después regresarían a decírselo a Herodes porque él también deseaba venir a adorarlo.

« Aquí tienes el oro, como conviene a un rey; el incienso como es propio de Dios, y para ti, Madre, la mirra, porque tu Hijo es Hombre además de Dios, y beberá de la vida humana su amargura, y la ley inevitable de la muerte. Nuestro amor no quisiera decir estas palabras, sino pensar que fuese eterno en su carne, como eterno es su Espíritu, pero, ¡Oh mujer!, si nuestras cartas, o mejor dicho, nuestras almas, no se equivocan, El, tu Hijo, es; el Salvador, el Mesías de Dios, y por esto deberá salvar la tierra, tomar en Sí sus males, uno de los cuales es el castigo de la muerte. Esta mirra es para esa hora, para que los cuerpos que son santos no conozcan la putrefacción y conserven su integridad hasta que resuciten. Que El se acuerde de estos dones nuestros, y salve a sus siervos dándoles Su Reino. Por tanto, para ser nosotros santificados, Vos, la Madre de este Pequeñuelo nos lo conceda a nuestro amor, para que besemos sus pies y con ellos descienda sobre nosotros la bendición celestial. »

María, que no siente ya temor ante las palabras del Sabio que ha hablado, y que oculta la tristeza de las fúnebres invocaciones bajo una sonrisa, les presenta a su Niño. Lo pone en los brazos del más viejo, que lo besa y lo acaricia, y luego lo pasa a los otros dos.

Jesús sonríe y juguetea con las cadenillas y las cintas. Con curiosidad mira, mira el cofre abierto que resplandece con color amarillento, sonríe al ver que el sol forma una especie de arco iris, al dar sobre la tapa donde está la mirra.

Después los tres entregan a María el Niño y se levantan. También María se pone de píe. Se hacen mutua inclinación. Después que el más joven dio órdenes a su siervo y salió. Los tres hablan todavía un poco. No se deciden a separarse de aquella casa. Lágrimas de emoción hay en sus ojos. Se dirigen en fin a la salida. Los acompañan María y José.

El Niño quiso bajar y dar su manita al más anciano de los tres, y camina así, asido de la mano de María y del Sabio, que se inclinan para llevarlo de la mano. Jesús todavía tiene ese paso bamboleante de los pequeñuelos, y va golpeando sus piececitos sobre las líneas que el sol forma sobre el piso.

Llegados al dintel – no debe olvidarse que la habitación es muy larga – los tres arrodillándose nuevamente, besan los píes de Jesús. María se inclina al Pequeñuelo, lo toma de la manita y lo guía, haciéndole que haga un gesto de bendición sobre la cabeza de cada Mago. Es una señal algo así como de cruz, que los deditos de Jesús, guiados por la mano de María, trazan en el aire.

Luego los tres bajan la escalera. La caravana está esperándolos. Los enjaezados caballos resplandecen con los rayos del atardecer. La gente está apiñada en la plazoleta. Se acercó a ver este insólito espectáculo.

Jesús ríe, batiendo sus manecítas. Su Madre lo ha levantado en alto y apoyado sobre el pretil que sirve de límite al suelo, y lo ase con un brazo contra su pecho para que no se caiga. José ha bajado con los tres Magos, y les detiene las cabalgaduras, mientras sobre ellas suben.

Los siervos y señores están sobre sus animales. Se da la orden de partir. Los tres se inclinan profundamente sobre su cabalgadura en señal de postrer saludo. José se inclina. También María, y vuelve a guiar la manita de Jesús en un gesto de adiós y bendición.

 

Consideraciones acerca de la fe de los tres Reyes
(Escrito el mismo día)

Dice Jesús:

«¿Y ahora? ¿Qué puedo deciros, oh almas, que sentís que la fe muere? Aquellos sabios del Oriente no tenían nada que les hubiese asegurado la verdad. Ninguna cosa sobrenatural. Tan solo sus cálculos astronómicos y sus reflexiones que una vida íntegra las hacían perfectas.

Y sin embargo tuvieron fe. Fe en todo: fe en la ciencia, fe en su conciencia, fe en la bondad divina. Por medio de la ciencia creyeron en la señal de la nueva estrella que no podía ser sino “La esperada ” durante siglos por la humanidad: el Mesías. Por medio de su conciencia tuvieron fe en la voz de la misma, que, recibiendo “voces” celestiales, les decía: “Esa estrella es la señal de la Llegada del Mesías”. Por medio de la bondad divina tuvieron fe en que Dios no los engañaría, y como su intención era recta, los ayudaría en todos los modos para llegar a su objetivo.

Y lo lograron. Solo ellos, en medio de tantos otros que estudiaban las señales, comprendieron esa señal, porque solo ellos tenían en su alma el ansia de conocer las palabras de Dios con un fin recto, cuyo pensamiento principal era el de dar inmediatamente alabanza y honra a Dios.

No buscaron su utilidad propia; antes bien las fatigas y los gastos no los arredraron, igualmente que no pidieron ninguna recompensa humana. Pidieron solamente que Dios se acordase de ellos y que los salvase para siempre. Como no pensaron en ninguna recompensa humana, de igual modo decidieron emprender su viaje sin ninguna preocupación humana. Vosotros os hubierais puesto a hacer miles de cavilaciones: ” ¿Cómo podré hacer un viaje en naciones y pueblos de lenguas diversas? ¿Me creerán, o bien, me, tomaren como espía? ¿Quid ayuda me darán cuando tenga que pasar desiertos, ríos, montes? ¿Y el calor? ¿Y el viento de las altiplanicies? ¿Y las fiebres palúdicas? ¿Y las avenidas? ¿Y las comidas diferentes? ¿Y el diverso modo de hablar? Y… y… y… “. Así pensáis vosotros. Ellos no. Dijeron con una audacia sincera y santa: ” Tu, ¡Oh Dios! lees nuestros corazones y ves qué fin nos proponemos. Nos ponemos en tus manos. Concédenos la alegría sobrehumana de adorar a la Segunda Persona, hecha Carne, para la salvación del mundo”.

Basta. Se pusieron en camino desde las Indias lejanas (¹). Desde las cordilleras mongólicas por las que pasean tan sólo las águilas y los cóndores y Dios habla con el ruido de los vientos y torrentes y escribe palabras de misterio en las páginas inmensas de los nevados. Desde las tierras en que nace el Nilo y corre, cual cinta verde-azul, al encuentro del Mediterráneo. Ni picos, ni selvas, ni arenales, océanos secos y mucho más peligrosos que los de agua, los detienen en su camino. Y la estrella brilla en sus noches, y no los deja dormir. Cuando se busca a Dios, las costumbres naturales deben ceder su lugar a las impaciencias y a las necesidades sobrehumanas.

La estrella los llama desde el norte, desde el oriente, desde el sur, y por un milagro de Dios los guía hacia un punto, los reúne después de tantas distancias en ese punto, y por otro milagro, les anticipa la sabiduría de Pentecostés, el don de entenderse y de hacerse entender como acaece en el paraíso, donde se habla una sola lengua: la de Dios.

Hubo un momento en que el susto se apoderó de ellos y fue cuando la estrella desapareció. Y humildes porque eran realmente grandes, no pensaron que fuese por la mala voluntad de otros, por los de Jerusalén que no merecían ver la estrella de Dios, sino que pensaron haber ellos mismos desagradado en algo a Dios, y se examinaron con temblor y contrición prontos a pedir ser perdonados.

Su conciencia los serena. Almas acostumbradas a la meditación, tienen una conciencia delicadísima, siempre atenta, dotada de una introspección aguda, que hace de su interior un espejo en que se reflejan las más pequeñas manchas de los acontecimientos diarios: la hicieron su maestra, esa voz que advierte y grita, no digo ya, al menor error, sino a la posibilidad de error, a lo que es humano, a la complacencia de lo que es el ser humano. Por esto, cuando se ponen frente a esta maestra, a este espejo límpido y claro, saben que no mentirá. Ahora los tranquiliza nuevamente y emprenden el camino.

“¡Oh qué dulce cosa es sentir que en nosotros no hay nada que desagrade a Dios!. Saber que El mira con agrado el corazón del hijo fiel y que lo bendice. De esto viene aumento de fe y de confianza, como de esperanza, fortaleza, paciencia. Ahora la tempestad ruge, pero pasará porque Dios me ama y sabe que lo amo, y no dejará de ayudarme otra vez”. Así hablan los que tienen la paz que nace de una conciencia recta, que es reina de sus acciones.

Dije que eran “humildes porque eran realmente grandes”. Pero ¿qué sucede en vuestras vidas?. Que uno, no porque es grande, sino porque abusa de su poder, por su orgullo y por vuestra necia idolatría, jamás es humilde. Hay algunos desventurados que, solo por ser mayordomos de un poderoso, jefes de una oficina, o empleados en algún departamento, en una palabra, siervos de quienes los han hecho, se dan aires de semidioses. Y que si causan lástima…

Los tres Sabios eran realmente grandes. Ante todo por una virtud sobrenatural, después, por su ciencia, y finalmente por sus riquezas. Pero se tienen por nada: por polvo de la tierra, en comparación al Dios Altísimo que crea los mundos con su sonrisa y los esparce como granos para que los ojos de los ángeles se alegren con esos collares hechos de estrellas.

Se sienten nada respecto al Dios Altísimo que creó el planeta en que viven, y ha puesto en él toda clase de variedades. El Escultor infinito de obras sin fin, acá con un dedo puso una corona de colinas de suaves pendientes, allá picos y escarpaduras, cual si vértebras tuviese la tierra, y como si fuese un cuerpo gigantesco en que las venas son los ríos, la pelvis los lagos, el corazón los océanos, el vestido las forestas, los velos las nubes, los adornos los glaciales, gemas las turquesas y las esmeraldas, los ópalos y los berilos de todas las aguas que cantan, con las selvas y los vientos, cual un inmenso coro, las alabanzas a su Señor.

Pero sienten que valen nada por su saber con respecto al Dios Altísimo de quien les llega su sabiduría, y que les ha dado ojos más potentes que los de sus pupilas: ojos del alma que sabe leer en las cosas las palabras que la mano humana no escribió, sino el pensamiento de Dios.

Se sienten nada pese a sus riquezas, que son un átomo en comparación de la riqueza del Dueño del universo, que esparce metales y joyas en los astros y planetas y riquezas sobrenaturales, riquezas inexhaustas, en el corazón de quien lo ama.

Y llegados ante una pobre casa, en la más pobre de las ciudades de Judá, no mueven la cabeza como diciendo: ” Imposible”, sino inclinan su cuerpo, se arrodillan, pero sobre todo inclinan el corazón y adoran. Allí detrás de esas pobres paredes, está Dios, el Dios a quien siempre han invocado, a quien jamás pensaron verlo ni por sueños. Lo invocaron por toda la humanidad, por ” su” bien eterno. ¡Oh! solo deseaban poder verlo, conocerlo, poseerlo en la vida que no tiene ni auroras, ni crepúsculos.

El está allá, detrás de aquellas paredes. ¿Quién sabe si el corazón del Niño, que siempre es el corazón de un Dios, no sienta palpitar estos tres corazones inclinados sobre el polvo del camino con: ” Santo, Santo, Santo. Bendito el Señor Dios nuestro. Gloria a El en los cielos y paz a sus siervos. Gloria, gloria, gloria y bendición “?. Ellos lo piden con un corazón tembloroso. Durante toda la noche y al siguiente día preparan su corazón por medio de la plegaria para entrar en comunión con el Niño-Dios. No se acercan a este altar que es un regazo virginal que lleva la Hostia divina, como vosotros soléis acercaros con el alma llena de preocupaciones humanas.

Se olvidan del sueño, de la comida. Y si se ponen los vestidos más hermosos, no es por orgullo humano, sino para honrar al Rey de reyes. En los palacios de los soberanos, los dignatarios entran con sus mejores vestiduras ¿y no debían presentarse ante este Rey con sus vestiduras de fiesta? ¿Y qué fiesta más grande para ellos que ésta?.

¡Oh cuántas veces en sus lejanas tierras tuvieron que haberse arreglado por causa de los hombres, para ofrecerles alguna fiesta, para honrarlos. Justo era pues poner a los pies del Rey supremo la púrpura y los joyeles, las sedas y las plumas preciosas. Poner ante los pies, ante los delicados piececitos, las fibras de la tierra, sus piedras preciosas, sus plumas, sus metales – obras que son de El – para que también todo adorara a su Creador. Y serían felices si el Pequeñito les ordenase extenderse por el suelo y formar una incomparable alfombra para que caminase sobre todo, El que ha dejado las estrellas, por su causa.

Humildes y generosos. Obedientes a los “voces” de lo alto. Ordenan que se presenten sus dones al Recién nacido. Y los llevan. No dicen: “El es rico y no tiene necesidad. Es Dios y no conocerá la muerte”. Obedecen. Fueron ellos los primeros en haber socorrido la pobreza del Salvador. ¡Cuán necesario será el oro cuando tenga que huir!. ¡Cuán significativa esa mirra cuando tenga que morir!. ¡Cuán santo ese incienso que olerá la hediondez de la lujuria humana que hala alrededor de su pureza infinita.

Humildes, generosos, obedientes y respetuosos el uno para con el otro. Las virtudes siempre producen otras virtudes. Las virtudes que miran a Dios, son las que miran al prójimo. Respeto, que es después caridad. Al de mayor edad se le deja que hable por todos, que sea el primero en recibir el beso del Salvador, de tomarlo por su manita. Los otros lo podrán volver a ver, pero él, no. Está viejo y su día en que regrese a Dios está cercano. Verá al Mesías después de su terrible muerte y lo seguirá, en el ejército de los salvados, cuando regrese al cielo, pero no lo verá sobre esta tierra; y así pues, como por viático, le concede que toque su manita y que la estreche.

Los otros no tienen ninguna envidia, antes bien su respeto hacia el viejo sabio aumenta. Más que ellos ha sido hecho digno, y por largo tiempo. El Niño-Dios lo sabe. Todavía no habla, El, la Palabra del Padre, pero sus acciones son palabra; y sea bendita su inocente palabra que señala a éste como a su predilecto.

Hijos, hay otras dos enseñanzas que nacen de esta visión.

La actitud de José que sabe estar en ” su ” lugar. Presente cual custodio y tutor de la Pureza y Santidad; pero que no usurpa sus derechos. María con Jesús recibe los homenajes y oye las palabras. José se regocija con ello y no se inquieta por ser una figura secundaria. José es un justo: es el Justo. Y es siempre justo, aún en esta hora. Los humos no se le suben a la cabeza. Permanece humilde y justo.

Ve con gusto los regalos, porque piensa que con ellos podrá hacer que la vida de su Esposa y del dulce Niño sea más llevadera. José no los desea por ambición. Es un trabajador y seguirá trabajando. ¡Pero que sus dos amores tengan desahogo y consuelo! Ni él, ni los Magos saben que esos dones servirán cuando llegue la hora de huir y cuando vivan en el destierro, en esas circunstancias en que las riquezas se esfuman, cual nubes empujadas por vientos, y para cuando regresen a la patria, después de que todo perdieron, clientes y muebles, y tan sólo quedaron las paredes de la casa, que Dios protegió porque allí la Virgen recibió el Anuncio.

José es humilde, él, el custodio de Dios y de la Madre de Dios, hasta tomar las riendas cuando subían sobre sus cabalgaduras estos vasallos de Dios. Es un pobre carpintero, porque la fuerza de los poderosos le ha quitado su herencia cual merece por ser descendiente de David. Pero siempre es de estirpe real y sus acciones lo son. También de él está dicho: ” Era humilde porque era realmente grande”.

La ultima enseñanza, que es muy consoladora.

Es María la que toma la mano de Jesús, que no sabe todavía bendecir, y hace que lo haga.

María es siempre la que toma la mano de Jesús y la que la guía. Aún ahora. Ahora que Jesús sabe bendecir. Algunas veces su mano llagada cae cansada y como sin esperanza porque sabe que es inútil bendecir. Vosotros echáis a perder mi bendición. Irritada se baja, porque me maldecís. Y entonces María es la que quita la ira de esta mano con besarla. ¡Oh, el beso de Mi Madre! ¿Quién puede resistir a ese beso? Y luego toma con sus delgados y finos dedos, pero tan amorosamente imperiosos, mi pulso y me obliga a bendecir. No puedo rechazar a Mi Madre, es menester ir a Ella para que sea vuestra Abogada.

Es Mi Reina antes de que sea la vuestra; y su amor por vosotros tiene benevolencias, que ni siquiera el mío conoce. Y Ella, aún sin palabras, pero con las perlas de su llanto y con el recuerdo de Mi Cruz, cuya configuración me hace trazar en el aire, habla por vuestra causa y me dice: ” Eres el Salvador. Salva”.

Este es, hijos, el “Evangelio de la fe” en la aparición de la escena de los Magos. Meditadlo e imitadlo para vuestro bien.»

(¹) La Escritora añade la siguiente nota: “Jesús me dice después, que por indias quiere señalar el Asia meridional. que comprende ahora el Turquestán, Afganistán y Persia “.

 

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Relato del nacimiento de la Santísima Virgen María


El atardecer ha llegado mucho antes por la tempestad violenta que se cierne. Aguacero torrencial, viento rayos. Todo se echa encima, menos granizo que fue a caer en otras partes.
Uno de los trabajadores hace notar esta violenta tempestad: parece como si Satanás haya salido con sus demonios del infierno.”¡ Mira, negras nubes!. Mira como huele a azufre, y como se oyen como silbidos, gritos de lamento, gritos que maldicen. Si es él, de hecho que esta noche está muerto de rabia.

El otro compañero se ríe y dice: se le habrá escapado una gran presa o bien Miguel le ha echado encima nuevos rayos de Dios, se le han quebrado los cuernos y la cola se le ha cortado, y arde en el fuego.

Una mujer que pasa corriendo grita: Joaquín!. Esta por nacer!. Todo va bien!. Y desaparece con una jarra entre las manos.

El temporal cesa de pronto, después de un rayo tan fuerte que arroja contra la pared a los tres hombres y delante de la casa, en el huerto, se queda como recuerdo un hueco negro que despide humo. Entre tanto que un gritito, que parece el lamento de una tortolita que por primera vez no pía sino que arrulla, se oye de aquella parte de la puerta de Anna, un hermoso arco iris alarga su faja semicircular en el curvo cielo; se levanta, o por lo menos así parece, de la cresta del Hermón, que una lengüeta del sol besa, y que parece estar teñida de un alabastro blanquísimo con tinte de color rosa delicadisimo, se levanta hasta el más hermoso cielo de septiembre, y atravesando espacios limpios de toda suciedad, sobrepasa las colinas de Galilea, y la llanura que se ve entre dos higueras que están al sur, y luego otro monte, y parece como si posase su extremidad en la punta del horizonte, donde una cordillera de montes impide el poderse ver más.

Cosa nunca vista!

Mirad, mirad!

Parece como si uniese en un sólo cinto toda la tierra de Israel. Pero ved también. Hay allá una estrella, aún cuando el sol todavía no se ha puesto. Qué estrella!. Brilla cual si fuese un enorme diamante….

Y la luna, allá, está llena, aún cuando le faltan tres días para serlo. Ved como brilla!.

Las mujeres se acercan contetisimas con un pedazo de carne color rosa envuelto en blancos lienzos.

Es María, la Mamá!. Una María pequeñita que puede dormir entre los brazos de un niño; una María que no es más grande que un brazo, un marfil teñido de un tenue color rosa, con unos labios de carmín que no lloran más, pero que instintivamente se mueven como para mamar, tan pequeños que no puedo comprender como lograran coger la teta, una nariz pequeña entre dos mejillas redondas; y cuando le pujan para hacerle abrir sus ojitos, dos pedazos de cielo, dos puntitos inocentes y azules que ven y no miran, protegidos por dos cejas hermosas de color rubio-rosado de cierta miel que parece blanca.

Sus orejas son dos conchitas rosadas y transparentes, perfectas. Sus manitas…¿qué cosa es eso que se mueve por el aire y luego va a la boca?. Están cerradas y parecen dos botones que se hayan abierto paso entre el verdor de sépalos, abiertas, son dos joyeles de marfil con tinte de rosa, de alabastro de color tenuemente rosado, con cinco pálidas granadas que son las uñas.

Como harán esas manitas para enjugar tantas lágrimas!

Y los piececitos!. Donde están! Están escondidos entre los lienzos de lino. La parienta se sienta y los descubre…oh! piececitos! No más de cuatro centímetros de largo. Su planta es una conchita de coral. En el dorso una conchilla de nieve de color azul; sus deditos, son de una obra maestra de escultura liliputiense; también ellos tienen sus granaditas de color pálido. Cómo podrá haber sandalias tan pequeñas, cuando esos piececitos de muñeca den los primeros pasos! Cómo se las arreglarán esos piececitos para caminar por ásperos senderos, aguantarán un inmenso dolor bajo una Cruz!.

Pero ahora todo esto no se sabe, y se ríen y se sonríen al verla extender sus manitas, y patalear; de sus piernecitas entornadas, de sus muslitos tan gorditos, de su barriguita; una copa al revés de su pequeño tórax perfecto, y bajo el blanco lienzo se ve el movimiento que hace al respirar y se oye, si como su padre feliz ahora hace, que apoya su boca sobre su cuerpecito, palpitar un Corazoncito…un Corazoncito que es él más hermoso que haya nacido en los siglos; El único Corazón Inmaculado de hombre alguno.

Y la espaldita!. Ahora la ponen de espaldas y se ve lo encorvado de los riñones, luego las espaldas gorditas y la nuca de color rosa tan fuerte que ahora la cabecita de un pajarillo que escudriña a su alrededor un mundo nuevo que ve, y da un gritito de protesta por que se le trata así. Ella, la Pura y la Casta a los ojos de tantos, Ella a la que ningún hombre jamás verá desnuda, la Virgen, la Santa e Inmaculada. Cubrid, cubrid este botón de lirio, que jamás se abrirá sobre la tierra, y que producirá una flor más bella que Ella misma, permaneciendo siempre un botón. Sólo en los Cielos el Lirio del Señor Trino abrirá todos sus pétalos. Porque allá no hay polvo de culpa que pueda involuntariamente profanar ese candor. Por que allá arriba ante la mirada de todo el Empíreo, dará acogida al Dios Trino que ahora, oculto estará en un Corazón sin mancha, pero dentro de pocos años será para Ella: Padre, Hijo, Esposo.

Vedla nuevamente entre los lienzos y en los brazos de su padre terreno, a quien se parece. No ahorita. Ahora es un bosquejo humano. Digo que se le parece cuando llega a crecer. No se parece nada a su madre. De su padre tiene el color de la piel, de los ojos y también de los cabellos, que si ahora están blancos, en su juventud ciertamente fueron rubios como lo muestran las cejas; de su padre tiene la fisonomía, mucho más perfecta cuanto es de una mujer, de esa Mujer; de su padre la sonrisa y la mirada, el modo de moverse y la estatura. Pensando en Jesús, como lo veo, comprendo que Anna dio su estatura a su Nieto y el color de la piel de tinte de marfil. María no tiene ese aire de grandiosidad de Anna; una palma alta y flexible, sino el donaire de su padre.

También las mujeres hablan de la tempestad y del prodigio de la luna, de la estrella, del inmenso arco iris, mientras con Joaquín entran donde está la madre feliz, y le devuelven a la Criaturita.

Anna sonríe a un pensamiento suyo: es la Estrella, Su señal está en el Cielo. ¡María, arco de paz!, ¡María estrella mía! ¡María, brillante luna! María, perla nuestra!

¿La llamas María?

Si, María, estrella, perla luz y paz….

Pero también quiere significar amargura….no tienes miedo de pronosticarle desventuras?

Dios está con Ella. Es suya antes que existiese. El la conducirá por sus caminos y toda amargura se cambiará en miel del paraíso. Ahora eres de tu mamá….por un poco de tiempo, antes de que seas toda de Dios…

La visión termina con el primer sueño de Anna madre y de María la recién nacida.

 

Jesús pregunta a Su Madre acerca de los discípulos


Ahora estoy viendo, dos horas después de lo escrito anteriormente, la casa en Nazaret. Reconozco la habitacioncilla del adiós, que da al huerto donde las plantas están llenas de follaje.
Jesús está con María. Están sentados juntos en la banca de piedra junto a la pared. Parece que la cena ya ha terminado y que, mientras los demás, si es que alguien hubiese –no veo a nadie- ya se retiraron, y la Madre y el Hijo se sienten felices de estar cerca y en trabar una dulce conversación. La voz interna me dice que es una de las primeras veces que Jesús regresa a Nazaret después del Bautismo, del ayuno en el desierto y de la formación del colegio apostólico antes mencionado. Cuenta a Su Madre sus primeras jornadas de evangelización, sus primeras conquistas de corazones… y María está pendiente de los labios de su Jesús.

Está más delgada, más pálida, como si hubiera sufrido mucho durante este tiempo. Tiene dos grandes ojeras, como las de alguien que ha llorado mucho y que está preocupado. Pero ahora está feliz y sonríe. Sonríe acariciando la mano de su Jesús. Es feliz con tenerlo allí. Con estar de Corazón a Corazón en el silencio de la noche que va entrando.

Debe ser verano, porque la higuera tiene ya sus primeros frutos maduros que se extienden hasta la casa, y Jesús corta algunos poniéndose de pie, y da los más bonitos a Su Madre, limpiándolos con cuidado y se los presenta como si fuesen cálices blancos de estrías rojas, con corona de pétalos blancos por dentro y púrpura por afuera. Los presenta en la palma de la mano y sonríe al ver que le gustan a Su Mamá.

Después a quemarropa le pregunta: Mamá ¿has visto mis discípulos?… ¿Qué piensas de ellos?.

María que está para llevar a la boca el tercer higo, levanta la cabeza, suspende su movimiento, se sobresalta y mira a Jesús.

¿Qué piensas de ellos ahora que te los he presentado?. Recalca Jesús.

Creo que te aman y que podrás obtener mucho de ellos. Juan… ama a Juan como Tú sabes amar. Es un ángel. Y estoy tranquila cuando pienso que está contigo. También Pedro es bueno… Es duro porque es ya viejo, pero franco y de convicción. Y su hermano… te aman por ahora como son capaces de hacerlo. Después te amarán más. También nuestros primos, ahora que se han convencido te serán fieles. Pero… el hombre de Keriot… ese no me gusta, Hijo. Su ojo no es limpio y su corazón mucho menos. Me causa miedo.

– Contigo es muy respetuoso-

-Demasiado respetuoso. También contigo es muy respetuoso. Pero no es por Ti, Maestro; es por Ti, su futuro Rey de quien espera utilidades y gloria. Era un nadie, apenas un poco más que los demás de Keriot. Pero ahora espera desempeñar a Tu lado un papel de importancia y… ¡Oh, Jesús!… No quiero faltar a la caridad, pero pienso, aun cuando no quiero pensarlo, que en caso que lo desilusiones, no dudará en reemplazarte, o en tratar de hacerlo. Es ambicioso, avariento y vicioso. Está más preparado para ser un cortesano de un rey terrenal que no un apóstol tuyo, Hijo mío. ¡Me causa miedo! –y la Mamá mira a su Jesús con los ojos aterrorizados y su cara pálida.

Jesús lanza un suspiro. Piensa. Mira a Su Madre. Le sonríe para darle fuerzas: – También esto es necesario, Mamá. Si no fuese él, sería otro. Mi colegio debe representar al mundo, y en el mundo no todos son ángeles y no todos son del temple de Pedro y de Andrés. Si escogiese todas las perfecciones, ¿cómo podrían las pobres almas enfermas atreverse a poder llegar a ser mis discípulos?… He venido a salvar lo que estaba perdido, Mamá. Juan por sí ya está salvo… pero ¡cuántos otros no lo están!-

– No tengo miedo de Leví. Se redimió porque quiso serlo. Dejó su pecado con su banco de alcabalero y se hizo un alma nueva para venir contigo… Pero Judas de Keriot, no. Y además el orgullo llena más su vieja alma manchada. Pero Tú sabes estas cosas, Hijo. ¿Por qué me las preguntas?… No puedo sino rogar y llorar por Ti. Tú eres el Maestro también de Tu pobre Mamá.-

La visión termina aquí.

 

Los escritos de María Valtorta

Los escritos de María Valtorta se han ido difundiendo sin recurrir a propaganda alguna, de manera silenciosa, no sólo en Italia sino en todo el mundo, haciendo fructificar en bienes espirituales el sacrificio completo que los originó.

Su obra está constituida por cerca de quince mil páginas de cuaderno, escritas sobre todo entre el 23 de abril de 1943 y el 27 de abril de 1947; y en menor medida, entre 1948 y 1951. Escritas en tiempo y condiciones muy desfavorables (la guerra, el desalojamiento de la ciudad, privaciones, pruebas de toda clase, además de la enfermedad crónica de la escritora), las quince mil páginas correspondientes a 122 cuadernos, fueron llenadas sin esquemas previos, sin borradores, directamente y de una sola vez, sin revisiones o correcciones y sin auxilio de personas dotadas o de libros útiles aparte de la Biblia y el catecismo de San Pío X. Se dieron ocasiones en que María Valtorta no escribió siquiera los capítulos en orden, de manera que formasen una unidad anterior, sino que sólo después de terminada la Obra se hizo la admirable composición, en la que todo es armonía.

Poco menos de los dos tercios de la producción literaria de María Valtorta está constituido por la monumental obra descriptiva y doctrinal sobre la vida del Señor, que empieza desde el nacimiento de María Santísima, se desarrolla a través de la vida oculta de Jesús, sus tres años de vida pública, su pasión, muerte y resurrección, y termina con la asunción de la Virgen al Cielo.

Los escritos menores comprenden comentarios y lecciones sobre fragmentos del Antiguo Testamento, sobre la Epístola de San Pablo a los Romanos, sobre fragmentos del Apocalipsis y otros pasajes del Nuevo Testamento; un comentario teológico y espiritual de 58 misas festivas; algunas historias sobre los primeros cristianos y mártires.

A estas obras, escritas por revelación Divina, María unía frecuentemente páginas de diario que ponen de manifiesto la gran humanidad y la profunda espiritualidad de la escritora.

María Valtorta atribuyó siempre explícitamente sus escritos de naturaleza religiosa a revelaciones Divinas, es decir, a “visiones” y “dictados” que le venían de lo Alto, en cualquier momento del día o de la noche y aún por necesidades espirituales por las que atravesaba. No se cansó jamás de declararse “el medio”, “el instrumento”, “la pluma” en las manos de Dios.

En efecto, como declararon los testigos, y sobre todo Marta Diciotti, María se ponía a escribir en cualquier momento, aunque estuviera en la cama, con el cuaderno sobre las rodillas, aún entre atroces sufrimientos, pero con mucha naturalidad y sin señales particulares; pudiendo, si se la interrumpía por cualquier motivo, continuar escribiendo sin ningún problema.

“Puedo asegurar”, leemos en una declaración de María Valtorta “que no he dispuesto de fuentes humanas para escribir lo que he escrito, y lo que escribo, aún escribiéndolo yo, no lo comprendo muchas veces”.

Los escritos de María Valtorta han sido objeto de ataques, pero también han recibido alabanzas muy merecidas de personas no sólo expertas desde el punto de vista científico, sino también del espiritual. Eclesiásticos y laicos han encontrado en los escritos de María Valtorta algo verdaderamente sorprendente.

Sobre todo se les reconoce su originalidad. No hay otro escrito humano semejante al de María Valtorta. Es una creyente bajo todos los aspectos. Aun cuando gozó de una finísima inteligencia, de una profunda memoria, de una cultura de su tiempo y de los colegios a que asistió, de dotes síquicas y espirituales, todo esto no logra explicar lo que dejó escrito, sobre todo en su Obra cumbre, El Hombre-Dios.

Las opiniones contrarias son esporádicas, aisladas, y generalmente proceden de personas que han tenido en sus manos los escrito de María Valtorta de forma superficial.

Y finalmente, si bien en varias ocasiones la obra de María había sido acogida con alborozo por la iglesia, la reciente aprobación formal de un obispo romano pone el broche de oro al legado de la vidente italiana. A partir de la aprobación otorgada por el Obispo Roman Danylak en la Ciudad de Roma, el 13 de febrero de 2002, podemos acceder en forma más abierta a la obra de Valtorta. Monseñor Danylak dijo, entre otras cosas, en su escrito de otorgamiento de Nihil Obstat e Imprimátur al Poema de El Hombre Dios (aprobación de la obra y de la publicación, respectivamente):

“Digo que no hay nada objetable en el Poema de El Hombre-Dios y en todos los demás escritos de Valtorta en lo que respecta a la fe y la moral”.

 

El contenido de sus escritos

Las siguientes líneas sobre el contenido teológico de los escritos de María Valtorta, de ningún modo son exhaustivas. Sólo presentamos algunas ideas fundamentales.

El pensamiento cristológico de los escritos de María Valtorta comprende todos los aspectos del Dios hecho Hombre. María Valtorta lo explica todo diáfanamente. La explicación del misterio de la Unidad de Persona en dos naturalezas (humana y Divina), no tiene paralelo en la literatura escrita por un laico. La obediencia de Jesús a su Padre, su amor por los niños, por los débiles, por los enfermos y leprosos, su corazón abierto a todo el mundo, todo esto y algo más colocan a María Valtorta en la cumbre del pensamiento cristiano.

El problema de la gracia y de la predestinación es explicado a través de sus páginas con toda claridad. Tomemos, por ejemplo, la lucha de la gracia y del mal en el corazón de Judas, que es tratada con tanta maestría que creemos, sin exagerar, que hasta el día de hoy ningún otro autor la haya tratado, como ella, en toda su dimensión psíquica, teológica, espiritual e intelectual.

Jesús recorre Palestina muchas veces. Obra milagros donde encuentra fe. Jerusalén lo escucha en medio de alabanzas y vituperios. Su muerte es decidida no de un momento a otro, sino en medio de una trama en la que interviene el corazón maligno de uno de sus discípulos. La descripción que María Valtorta hace de la Crucifixión de Jesús tiene un testimonio cierto en la Sábana Santa de Turín, que ella jamás vió. Sobre todo la descripción del Jesús resucitado, la cual llena casi todo el último volumen, es admirable. Jesús resucitado, glorioso, si, pero que no ha olvidado a sus amigos, a sus compañeros de trabajo y sufrimientos en el mundo, a sus amigos pequeños, a los pequeñuelos, a los ancianos que mientras vivían habían creído en El.

Lo que se admira mucho al leer a María Valtorta es su Mariología, que desenvuelve con tanta finura como si fuera un teólogo profundo. Los dones con que la Virgen se vio adornada, su virginidad, su humildad y demás virtudes, desde la primera línea hasta la última del último volumen, son descriptas con una belleza admirable. Su preocupación, Sus ansias y angustias cuando Jesús empezó Su vida pública y murió son tan humanas como maternales. Llama también la atención que, sin descender a sentimentalismos, el amor de Jesús por Su Madre es realmente divino-humano y es descripto de una manera natural según la mentalidad y costumbres judías.

No es menos admirable la fidelidad, la amistad que Jesús demuestra hacia Sus apóstoles, y sobre todo hacia Pedro, cuya figura es un cúmulo de contradicciones, de luchas y finalmente de triunfos por la gracia, lo que crea un contraste con las derrotas e infidelidades de Judas de Keriot. Entre los seres humanos por los cuales Jesús sintió mayor predilección, aparte de los apóstoles, está Lázaro, quien desde el primer momento creyó en El.

El pecado original, su razón, por qué y cómo el hombre, cuya alma es creada pura por Dios, contrae esa mancha. María Valtorta lo explica sin arredrarse, y dentro de la teología cristiana.

El origen, medios y fin de la Iglesia en este mundo encuentran una explicación más que exhaustiva. Pedro, la cabeza de la iglesia visible, la seguirá gobernando a través de sus sucesores. Apoyado en la gracia y promesas de Jesús de que nunca lo abandonaría.

El valor de la Obra de María Valtorta sería ya grande desde el punto de vista teológico, pero aumenta mucho más cuando se la considera desde el punto de vista arqueológico, geográfico e histórico.

El lector vuelve a tener ante sus ojos lo que fue y era la Palestina de hace casi dos mil años. Por ejemplo, la fortaleza Masada, símbolo de bravura para el actual Israel, es descripta con tal precisión que sólo uno que haya estado allí, que haya estudiado minuciosamente hasta sus últimos rincones, podría haberla descrita de ese modo. Los lugares que describe desde el punto de vista geográfico son casi del todo exactos. El prof. H. J. Hopfen ha hecho un mapa siguiendo la narración de María Valtorta.

A partir de todo esto, se siente un deseo profundo de estudiar mejor y de cerca el fenómeno que María Valtorta llamaba “visiones”. “Dictados” porque el conjunto en sí de la Obra mueve a uno a pensar que ella en cierto modo estuvo en Palestina. Es casi superfluo añadir que María Valtorta describe costumbres judías en forma tal que parece un hecho milagroso. Quienes han estado en Palestina, quienes han tratado con judíos, árabes y beduinos no pueden menos de reconocer en María Valtorta un conocimiento profundo de sus costumbres. Las fiestas judías, la interpretación de la Ley mosaica, la doctrina de la inmortalidad del alma, el modo de pensar romano respecto a la tierra que dominaban, todo esto pasa ante los ojos del lector del modo más natural y maravilloso.

La posición de la Iglesia respecto de la obra de Valtorta

Como consignamos en nuestros escritos y documentamos con copia del dictamen eclesiastico respectivo, Monseñor Roman Danylak concedió aprobacion al Poema del Hombre Dios, indicando que la obra no posee nada en contra de la doctrina ni la fe católica. Sin embargo, con anterioridad a ser proclamado Papa como Benedicto XVI, Monseñor Ratzinger habia emitido un escrito indicando que en su opinión la obra no posee origen sobrenatural. Esta situación obviamente genera una controversia, sobre la que recogemos la opinión del reconocido Sacerdote Español y autor de importantes libros sobre teología Padre Fortea.

Dadas las muchas preguntas que recibimos en la web sobre María Valtorta y sus escritos, el padre Fortea escribió lo siguiente:
Hola

La obra de María Valtorta y su historia la conozco muy bien, pues todos los conventos contemplativos de mi diócesis la tienen en sus bibliotecas.

-En la obra de María Valtorta no se han detectado ni errores históricos ni teológicos.

-La única cuestión es si es una obra revelada o no.

-Ratzinger al frente de la Congregación, siendo cardenal todavía, mandó una carta a todos los obispos del mundo diciéndo que no era una obra revelada.

-Pero en esa misma carta no se hace mención alguna a error alguno.

-Tampoco se prohibió su lectura. Sólo dijo que no era revelada.

-¿Obliga en conciencia esa carta a considerar que no es revelada? No, es sólo una consideración que no obliga ex fide. VArias veces la congregación ha emitido fallos del mismo tenor que después han sido corregidos, enmendados o simplemente se ha reconocido que el juicio fue totalmente errado. El caso del Padre Pió Pietralcina, por ejemplo.

Conclusión: Cualquiera puede leer esa obra si lo desea. Cualquiera puede pensar lo que desee respecto a la sobrenaturalidad de su origen.

La obra de Valtorta está pasando por un proceso similar de opiniones a los que pasó la obra de Emmerick (ahora beata) o Sor Agreda de Jesús. Cada uno tiene libertad de opinión puesto que no existe condena por parte de la Iglesia. La hubo hace mucho tiempo, pero ya no está vigente tal condena. E incluso cuando se la condenó, se dejó claro que no se condenaba el escrito en sí mismo, ni su contenido, sino el que se publicó sin nihil obstat en tiempos de Juan XXIII.

MI opinión personal: ninguna obra me ha hecho conocer más a Cristo que las páginas de aquella paralítica durante la II Guerra Mundial. No es de extrañar que su mano haya quedado incorrupta, la mano que escribió tales revelaciones.

Que Dios le bendiga.

Conclusión de Reina del Cielo:

Leer las revelaciones que Dios entregó a María Valtorta es transportarse a la Palestina de hace dos mil años. Jesús y María, entonces, se manifiestan vivos delante de nosotros. No enamorarse de Ellos es practicamente imposible, a partir del testimonio de amor que Sus dos Corazones nos presentan.

 

Valtorta – fragmentos de sus libros continuación

Jesús enseña a rezar el Padre Nuestro

Jesús habla a los apóstoles en Getsemaní, el Miércoles Santo por la noche:

He terminado. No tengo más que agregar. Todo cuanto tenía que deciros sobre las profecías mesiánicas os lo he dicho. Todo lo que habla desde mi nacimiento hasta mi muerte os lo he ilustrado para que me conozcáis y no tengáis dudas. Y para que no aleguéis excusa de vuestro pecado.

Ahora oremos juntos. En esta última noche podemos hacerlo así, unidos cual granos de uva en el racimo. Venid. Oremos. “Padre nuestro que estás en los cielos, sanctificado sea tu Nombre, venga a nosotros tu reino. Hágase tu voluntad en la tierra como en los cielos. Danos hoy nuestro pan. Perdónanos nuestras ofensas como perdonamos a los que nos han ofendido. No nos dejes que entremos en la tentación, y libranos del mal. Así sea.

…“Sea santificado tu nombre”. Padre, yo lo he santificado. Ten piedad de tu Retoño.

“Venga tu Reino”. Muero para fundarlo. Ten piedad de Mí.

“Hágase tu voluntad”. Ayuda mi debilidad, Tú que creaste el cuerpo del hombre y con él revestiste a tu Verbo para que aquí abajo te obedeciera así como siempre te he obedecido en el cielo. Ten piedad del Hijo del hombre.

“Danos el pan”…. Un pan para el alma. Un pan que no es de esta tierra. No lo pido para Mí. No tengo necesidad sino de tu consuelo espiritual. Yo, cual mendigo extiendo mi mano por ellos. Dentro de poco será atravesada y enclavada y no podrá dar muestras de amor. Padre, concédeme darles el Pan que diariamente fortifique la debilidad de los pobres hijos de Adán. Son débiles; ¡Oh Padre!!, no pueden hacer nada porque no tienen el Pan que es fuerza, el Pan angelical que espiritualiza al hombre y hace que en nosotros se divinice.

“Perdónanos nuestras ofensas”……

Jesús, me ha hablado estando de pie y con los brazos abiertos, se arrodilla, levanta al cielo un rostro pálido por el esfuerzo de la súplica, porque los rayos de la luna lo besan; por él corren lagrimas.

Perdona a tu Hijo, ¡oh Padre!, si en algo te faltó. A tu perfección puede aparecer todavía imperfecto, Yo tu Mesías sobre quien pesa la carne. A los hombres…. no parecerá. Mi inteligencia me asegura que hice todo por ellos. Perdona a tu Jesús…..Yo también perdono, para que me perdones como Yo perdono. ¡Cuánto debo perdonar!!! ¡Cuanto!!!!….Y con todo, lo hago. Perdono a estos que están aquí presentes, a los discípulos ausentes, a los sordos de corazón, a mis enemigos, a los que se burlarán de Mí, a los traidores, asesinos, deicidas….. En una palabra, perdono a todo el linaje humano. Por lo que toca a Mí, Padre, perdono toda ofensa que el hombre haya proferido contra Mí. Muero para dar a todos tu Reino. No quiero que se tenga en cuenta como señal de condenación, que se haya ofendido al Verbo encarnado. ¿No? ¿Dices que no? ¡oh, me duele! Este “no” derrama en mi corazón las primeras gotas del amargo cáliz. Padre, a quien siempre he obedecido, te digo: “Hágase como tu quieres”.

“No nos dejes que entremos en la tentación”. ¡Si quieres, puedes alejar de nosotros al demonio¡ él es la tentación que incita la carne, la mente, el corazón. Es él el Seductor. ¡Aléjalo Padre! Que esté a nuestro lado tu Arcángel que aparte lo que nos pueda hacer mal desde el momento en que se nace hasta el de la muerte!……¡Oh Padre santo ten piedad de tus hijos!!

“¡Líbranos, líbranos del mal” Tú lo puedes. Nosotros lloramos aquí……
Es muy hermoso el cielo y tenemos miedo de perderlo. Tú dices: “Mi Sangre no puede perderlo”. Pero Yo quiero que veas en Mí al Hombre, al Primogénito de los hombres. Soy su hermano. Ruego por ellos. Y con ellos. ¡Padre, ten piedad!!! Sí, ¡piedad!!!…..

Jesús se inclina hasta la tierra. Luego se levanta: “Vámonos. Despidámonos esta noche. Mañana, a esta hora, no lo podremos hacer. Estaremos muy aturdidos. Y no hay amor donde hay turbación. Démonos el osculo de paz. MañanaÂ…mañana cada uno dependerá de sí mismoÂ…Esta noche todavía podemos ser uno para todos y todos para uno.”

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La Sagrada Familia en Egipto

Una lección para las familias

La suave visión de la Sagrada Familia. El lugar está en Egipto. No tengo dudas de ello porque veo el desierto y una pirámide.

Veo una casucha de un solo piso, el bajo, toda blanca. Una pobre casa de una muy pobre gente. Las paredes están apenas revocadas y cubiertas de una mano de cal. La casita tiene dos puertas, una junto a la otra, que introducen en sus dos únicas habitaciones, en las que, por ahora, no entro. La casita está en medio de un pedazo de tierra arenosa rodeada por una protección de cañas hincadas en el suelo:

Una protección muy débil contra los ladrones; puede servir sólo como defensa contra algún perro o gato vagabundo. Claro, ¿a quién le van a venir ganas de robar donde se ve que no hay ni sombra de riqueza?

Esta poca tierra que el seto de cañas limita ha sido cultivada pacientemente como una pequeña huerta, a pesar de ser árida y poco fértil. Para hacer más tupido y menos escuálido el seto, han traído unas plantas trepadoras, que me parecen modestos convólvulos. Sólo en uno de los lados, hay un arbusto de jazmines en flor y una mata de rosas de las más comunes. En la huertecillo, en los pocos cuadros del centro, noto que hay unas modestísimas verduras, bajo un árbol dejado crecer libremente, que no sé qué clase de árbol es, y que da un poco de sombra al terreno soleado y a la casita. A este árbol está atada una cabrita blanca y negra, que está comiendo y rumiando las hojas de algunas ramas dejadas caer al suelo.

Muy cerca, sobre una estera extendida en el suelo, está el Niño Jesús. Me da la impresión de que tiene unos dos años, o dos años y medio como mucho. Está jugando con unos pedacitos de madera tallados, que parecen ovejitas o caballitos, y con unas virutas de madera de color claro, menos rizadas que sus bucles de oro. Con sus manitas regordetas está tratando de poner estos collares de madera en el cuello de sus animalitos.

Está tranquilo y sonriente. Muy guapo. Una cabecita toda de bucles de oro muy tupidos; piel clara y delicadamente rosácea; ojitos vivos, brillantes, de color azul intenso. La expresión, naturalmente, es distinta, pero reconozco el color de los ojos de mi Jesús (dos zafiros oscuros y bellísimos).

Viste una especie de larga camisita blanca, que será, sin duda, su túnica; con las mangas hasta el codo. Los pies, en este momento, al desnudo. Las diminutas sandalias están sobre la estera y juega también con ellas el Niño: mete en la suela sus animalitos, y tira de la correa de la sandalia, como si fuera un carrito. Son unas sandalias muy sencillas: una suela y dos correas, que salen: una, de la puntera; otra, del talón; la de la puntera tiene un punto en que se bifurca y una parte pasa por el ojo de la correa del talón para anudarse luego con la otra parte, formando un anillo en la garganta del pie.

Un poco separada – también a la sombra del árbol – está la Virgen. Está tejiendo en un tosco telar; mientras, vigila al Niño. Veo que las finas y blancas manos van y vienen entramando, y el pie, calzado con sandalia, mueve el pedal. La viste una túnica de color flor de malva, un violeta rosáceo, como el de ciertas amatistas. Tiene la cabeza descubierta, con lo cual puedo ver cómo sus cabellos rubios están separados en dos en la cabeza y peinados sencillamente con dos trenzas que a la altura de la nuca le forman un bonito moño. Las mangas de la túnica son largas y más bien estrechas. No lleva ningún adorno, aparte de su belleza y de su expresión dulcísima. El color del rostro, del pelo y de los ojos, la forma de la cara, son como siempre qúe la veo. Aquí parece jovencísima. Aparenta apenas veinte años.

En un momento dado se levanta; se inclina hacia el Niño y, cuidadosamente, le pone otra vez las sandalias y se las ata; le acaricia y le besa en la cabecita y en los ojitos. El Niño farfulla unas palabras y Ella responde, pero no entiendo las palabras. Luego vuelve a su telar, extiende sobre la tela y sobre la trama un paño, coge la banqueta en que estaba sentada y se la lleva a la casa. El Niño la sigue con la mirada, sin importunarla cuando Ella le deja solo.

Se ve que el trabajo ha terminado y que empieza a caer la tarde. En efecto, el Sol baja hacia las arenas desnudas y un verdadero fuego invade el cielo detrás de la pirámide lejana.

María vuelve. Coge de la mano a Jesús para que se levante de la esterilla. El Niño obedece sin resistencia. Mientras su Mamá está recogiendo los juguetes y la estera y llevando esas cosas a casa, Él corre hacia la cabrita con un trotecillo de sus bien torneadas piernecitas, y le echa los bracitos al cuello. La cabrita bala y frota su morrito en los hombros de Jesús.

Maria vuelve. Tiene ahora un largo velo sobre la cabeza y una ánfora en la mano. Coge a Jesús de la manita y se encaminan los dos, rodeando la casa, hacia la otra fachada.

Yo los sigo, admirando la gracia de la escena: la Virgen conformando su paso al del Niño, y el Niño a su lado dando saltitos o pasitos rápidos. Veo cómo se alzan y se posan los rosados talones, con la gracia propia de los pasos de los niños, sobre la arena del senderillo. ‘Me doy cuenta de que su túnica no le llega a los pies, sino sólo hasta la mitad del muslo. Es primorosa, sencillísima, y está sujeta a la cintura por un cordoncito también blanco.

Veo que en la parte delantera de la casa el seto está interrumpido por una tosca cancela; María la abre para salir al camino (un mísero camino al extremo de una ciudad – o pueblo -, donde el centro habitado termina en el campo abierto, que aquí está constituido de arena y alguna que otra casita, pobre como ésta, con alguna que otra mísera huerta).

No veo a nadie. María mira hacia el centro, no hacia el campo, como si esperara a alguien, luego se dirige a un pilón – o pozo que está a unos cuantos metros más arriba, sombreado en círculo por palmeras. Y veo que el terreno en ese lugar tiene hierba verde.

Veo que se acerca por el camino un hombre; no demasiado alto, pero robusto. Reconozco en él a José. Viene sonriente. Es más joven que cuando le vi. en la visión del Paraíso. Aparenta como mucho cuarenta años. Su pelo y barba son tupidos y negros; la piel, más bien tostada; los ojos, oscuros. Un rostro honesto y agradable, un rostro que inspira confianza.

Al ver a Jesús y a María acelera el paso. Trae sobre el hombro izquierdo una especie de sierra y una especie de cepillo de carpintero, y en la mano otras herramientas del oficio, no iguales que las de ahora, pero si muy parecidas. Parece como si estuviera regresando de haber hecho algún trabajo en casa de alguno. Su vestido es de un color entre avellana y marrón; no muy largo – le llega sólo hasta un buen trozo por encima del tobillo -‘ con las mangas cortas, hasta el codo. Lleva a la cintura una correa de cuero – me parece -. Se trata de un vestido típicamente de trabajo. Calzan sus pies unas sandalias cruzadas a la altura del tobillo.

María sonríe y el Niño emite unos grititos de alegría mientras tiende hacia adelante su bracito libre. Cuando se encuentran los tres, José se inclina para ofrecerle al Niño un fruto – por el color y la forma, creo que es una manzana -. Luego le tiende los brazos y el Niño deja a su Mamá y se acurruca entre los brazos de José, el inclina su cabecita para apoyarla en la cavidad que forma el cuello de él. José besa a Jesús y Jesús besa a José. Una acción llena de afectuosa gracia.

Me he olvidado de decir que María, diligentemente, había cogido las herramientas de trabajo de José para que pudiera abrazar al Niño sin ningún estorbo.

Luego José, que se habla acuclillado para ponerse a la altura de Jesús, se alza de nuevo. Coge sus herramientas con la mano izquierda y mantiene al pequeño Jesús estrechado contra su robusto pecho con la derecha; así, se encamina hacia la casa mientras Maria va a la fuente a llenar su ánfora.

Entrado en el recinto de la casa, José baja al suelo al Niño, coge el telar de María y lo lleva a casa; luego ordeña a la cabrita. Jesús observa atentamente estas operaciones, como también la de cerrar a la cabrita en un cuartito hecho en uno de los lados de la casa.

Se pone la tarde. Veo el rojo del ocaso hacerse violáceo sobre la arena que parece temblar por el calor; y la pirámide parece más oscura.

José entra en la casa, en una habitación que debe ser taller; cocina y comedor al mismo tiempo. Se ve que el otro cuarto es el destinado al descanso; pero en él yo no entro. Hay una tenue lumbre encendida. Hay un banco de carpintero, una pequeña mesa, unas banquetas, unas repisas donde están los pocos platos y vasos que tienen y también dos lámparas de aceite. En uno de los rincones, el telar de María. Y.. mucho, mucho orden y limpieza; es una morada pobrísima, pero está limpísima.

Quisiera hacer esta observación: en todas las visiones que tienen por objeto la vida humana de Jesús, he notado que, tanto El, como María, como José, como Juan, tienen siempre en orden y limpios el vestido y la cabeza; vestidos modestos, peinados sencillos pero de uná limpieza que les hace aparecer señoriales.

María vuelve con el ánfora. Ha llegado rápido el crepúsculo. Cierran la puerta. Una lamparita, que José ha encendido y colocado sobre su banco, da claridad a la habitación; encorvado hacia éste, él sigue trabajando, en unas pequeñas tablas. Mientras tanto María prepara la cena. También la lumbre da claridad a la habitación. Jesús, con sus manitas apoyadas en el banco y con la cabecita mirando hacia arriba, observa lo que hace José.

Luego se sientan a la mesa después de haber rezado. No se hacen – es natural – el signo de la cruz, pero rezan; José dirige la oración, María responde. No entiendo las palabras. Debe ser un salmo. Lo dicen en una lengua que me es totalmente desconocida.

Se sientan a cenar. Ahora la lamparita está encima de la mesa. María tiene a Jesús en su regazo y le da a beber la leche de la cabrita y moja en la leche unas rebanadas de un pan pequeño y de forma redondeada, de corteza y miga duras. Parece un pan hecho con centeno y cebada. Tiene mucho salvado, claro, porque es pan moreno. Entre tanto, José come pan y queso: una raja delgada de queso y mucho pan. Luego Maria sienta a Jesús en una banquetita que está a su lado y trae a la mesa unas verduras cocidas – creo que están hervidas y condimentadas en la forma en que normalmente hacemos nosotros – y, después de servirse José, también las come Ella. Jesús mordisca tranquilo su manzana, y descubre sonriendo sus dientecitos blancos. La cena termina con unas aceitunas o dátiles. No sé bien, porque, para ser aceitunas, son demasiado claras, pero, para ser dátiles, son demasiado duros. Vino, nada. Es una cena de gente pobre.

Pero tanta es la paz que se respira en esta habitación, que no podría dármela igual la visión de ningún pomposo palacio. ¡Y cuánta armonía!

Jesús esta tarde no habla. No me ilustra la escena. Su enseñanza es sólo este don de visión. Bendito sea siempre e igualmente por ello.

 

26 de enero de 1944

Dice Jesús:

«La lección, para ti y para los demás, está en las cosas que has visto. Es una lección de humildad, de resignación y de armonía. Sirva de ejemplo a todas las familias cristianas, y, de forma particular, a las que viven en este peculiar y doloroso momento.

Has visto una casa pobre; una casa pobre – y esto es lo doloroso – en un país extranjero.

Muchos, sólo por el hecho de ser unos fieles “pasables”, que rezan y me reciben a ml bajo las especies eucarísticas, que rezan y comulgan por sus necesidades, no por las necesidades de las almas y para la gloria de Dios – porque es muy raro el que al orar no sea egoísta -, muchos, sólo por este hecho, esperan poder disfrutar de una vida material fácil al amparo del más mínimo dolor, de una vida próspera y feliz.

José y María me tenían a mí, Dios verdadero, como HUO suyo, y, no obstante, no tuvieron ni siquiera ese mínimo bien de ser pobres en su patria, en el país donde se los conocía; donde, por lo menos, tenían una casita “suya” y al menos la preocupación del alojamiento no añadía angustia a las muchas otras, en el país en que, por ser conocidos, habría sido más fácil encontrar trabajo y proveer a las necesidades de la vida. Son dos expatriados precisamente por tenerme a mi. Un clima distinto, un país distinto – ¡y tan triste respecto a los dulces campos de Galilea! -, lengua distinta, costumbres distintas, alli, entre una gente que no los conocía y que, como es normal entre los pueblos, desconfiaba de expatriados y desconocidos.

Les faltaban los queridos y cómodos muebles de “su” casita, y esas otras muchas cosas, humildes pero necesarias, que allí había y que entonces no parecían tan necesarias, mientras que aquí, rodeados de esta nada, habrían parecido incluso bonitas (como lo superfluo que hace deliciosas las casas de los ricos).

Sentían la nostalgia de la tierra y de la casa, y la preocupación de esas pobres cosas dejadas allí, de la huertecita que quizás ninguno cuidaría, de la vid y de la higuera y de las otras plantas útiles. Les apremiaba la necesidad de conseguir el alimento cotidiano, el vestido, el fuego todos los días; y la necesidad de atenderme a mí, un Niño, al cual no se le podía dar la comida que a si mismo uno puede darse. Y tenían el corazón lleno de pesares: por las nostalgias, la incógnita del mañana, la desconfianza de la gente, reacia como es, especialmente en los primeros momentos, a acoger ofertas de trabajo de dos desconocidos.

Y a pesar de todo, ya has visto cómo en esta morada se respira serenidad, sonrisa, concordia; y cómo, de común acuerdo, se trata de embellecerla – incluso la mísera huertecita – para que se asemeje más a la que han dejado y para hacerla más confortable. Y cómo en ellos hay un solo pensamiento: hacerme esa tierra menos hostil, a mí, Santo; hacerme esa tierra menos mísera, a mí, que vengo de Dios. Es un amor de creyentes y de padres, que se manifiesta en mil cuidados, que van desde la cabrita – comprada con muchas horas extra de trabajo – hasta los juguetitos tallados en la madera que sobraba, o hasta esa fruta cogida sólo para mí, negándose a sí mismos un bocado.

¡Oh, amado padre mío de la Tierra, cuánto te ha querido Dios, Dios Padre en las Alturas; Dios Hijo, que se ha hecho Salvador, en la Tierra!

En esta casa no hay nerviosismos, caras largas o sombrías, como no hay tampoco el echarse en cara recíprocamente nada, y mucho menos a Dios, que no los ha colmado de bienestar material. José no acusa a Maria de ser causa de su incomodidad, como tampoco María acusa a José de no saberle dar un mayor bienestar. Se aman santamente, eso es todo, y, por tanto, su preocupación no es el propio bienestar, sino el del cónyuge. El verdadero amor no conoce egoísmo. El verdadero amor es siempre casto, aunque no sea perfecto en la castidad como el de los dos esposos vírgenes. La castidad unida a la caridad conlleva todo un bagaje de otras virtudes y, por tanto, hace, de dos que se aman castamente, dos cónyuges perfectos.

El amor de mi Madre y de José era perfecto. Por tanto era impulso de todas las virtudes, especialmente de la caridad para con Dios, que en todo momento era bendecido, a pesar de que su santa voluntad resultase penosa para la carne y para el corazón; era bendecido porque por encima de la carne y del corazón, en estos dos santos, vivía y dominaba más intensamente el espíritu, el cual magnificaba agradecido al Señor por haberlos elegido para ser los custodios de su eterno HUO.

En aquella casa se hacía oración. Demasiado poco se reza en las casas ahora. Se levanta el día y desciende la noche, empezáis a trabajar y os sentáis a la mesa… sin un pensamiento para el Señor; que os ha permitido ver un nuevo día, que os ha permitido llegar a una nueva noche, que ha bendecido vuestros esfuerzos y ha concedido que éstos os fueran medio para obtener ese alimento, ese fuego, esos vestidos, ese techo que, sí, también le son necesarios a vuestra condición humana. Siempre es ‘bueno” lo que viene de Dios, que es bueno. Aunque ello sea pobre y escaso, el amor le da sabor y substancia; ese amor que os hace ver en el eterno Creador al Padre que os ama.

En aquella casa había frugalidad. La habría habido aunque el dinero no hubiera faltado. Se comía para vivir; no para gozo de la gula con la insaciabilidad de los comilones y los caprichos de los glotones, que se llenan hasta rebosar o desperdician dinero en alimentos caros sin pensar siquiera en quien escasea de comida o no la tiene, sin reflexionar en que si fueran moderados ellos muchos podrían ser aliviados de las dentelladas del hambre. En aquella casa había amor por el trabajo. Este amor hubiera existido aunque el dinero hubiera abundado; porque, trabajando, el hombre obedece al mandato de Dios y se libera del vicio que, cual tenaz hiedra, aprieta y ahoga a los ociosos, que son como bloques de piedra inmóviles. Bueno es el alimento, sereno es el descanso, contento se siente el corazón, cuando uno ha trabajado bien y disfruta de su tiempo de reposo entre un trabajo y otro. El vicio, con sus múltiples facetas, no arraiga ni en la casa ni en la mente de quien ama el trabajo; al no arraigar el vicio, prospera el afecto, la estima, el respeto mutuo, y crecen los tiernos vástagos en un ambiente puro, viniendo a ser así a su vez origen de futuras familias santas.

En aquella casa reinaba la humildad. ¡Cuán vasta lección de humildad para vosotros, soberbios! María habría tenido, humanamente, miles de motivos para ensoberbecerse y para obtener que el cónyuge la adorase. Muchas mujeres lo hacen, y sólo por ser un poco más cultas, o de ascendencia más noble, o más acaudaladas que el marido. Maria es Esposa y Madre de Dios, y, sin embargo, sirve – no se hace servir – al cónyuge, y es toda amor para con él. José es la cabeza en esa casa; ha sido juzgado por Dios digno de ser cabeza de familia, de recibir de Dios al Verbo encarnado y a la Esposa del Espíritu Santo para custodiarlos. Y, con todo, se muestra solícito en aligerar a María de esfuerzos y labores, y se ocupa de los más humildes quehaceres que puede haber en una casa, para que María no se fatigue; y no sólo esto, sino que, como puede, en la medida de sus posibilidades, la alivia y se las ingenia para hacerle cómoda la casa y alegre de flores la pequeña huerta.

En aquella casa se respetaba el orden: sobrenatural, moral y material. Dios, como Señor supremo que es, recibe culto y amor: éste es el orden sobrenatural José es el cabeza de familia, y recibe afecto, respeto y obediencia: orden moraL La casa es un don de Dios, como también el vestido y los enseres; en todas las cosas se manifiesta la Providencia de Dios, de ese Dios que proporciona la lana a las ovejas, plumas a los pájaros, hierba a los prados, heno a los animales, semillas y ramas a las aves; de ese Dios que teje el vestido del lirio de los valles. Casa, vestido, enseres: estas cosas hay que recibirlas con gratitud, bendiciendo la mano divina que las otorga, tratándolas con respeto, como don del Señor; no mirándolas, porque sean pobres, con enfado; y sin maltratarlas abusando de la Providencia: éste es el orden material.

No has comprendido la conversación en dialecto nazareno, ni tampoco las palabras de la oración, pero las cosas que has visto han servido de gran lección. ¡Meditadla, vosotros, los que tanto sufrís ahora por haber faltado en tantas cosas a Dios, incluso en aquellas en que jamás faltaron los santos Esposos que me fueron Madre y Padre!

Y tú regocíjate con el recuerdo del pequeño Jesús; sonríe pensando en sus pasitos infantiles. Dentro de poco le verás caminar bajo una cruz; entonces será una visión de llanto».