Flores en el desierto

El Señor no deja de mostrarme aquello a lo que debo prestar atención para mi propio crecimiento espiritual, pero también para ser compartido con otros. En esta oportunidad me llevó a Polonia, nuestra querida nación que diera a luz a Juan Pablo II durante el turbulento siglo XX. Y en esta tierra tan sufrida, un pueblo que fuera arrasado alternativamente desde el oeste y el este por naciones vecinas, encontré los extremos más distantes que uno pueda imaginar, entre el bien y el mal.

Déjenme empezar por el extremo de la oscuridad, de tal modo de poder culminar mi escrito con una luz de esperanza, un llamado al bien. Cerca de la ciudad de Cracovia pude visitar lo que fueran los campos de concentración nazis de Auschwitz I y II (este último también conocido como Birkenau). Allí fueron asesinadas criminalmente un millón doscientas mil personas entre 1942 y 1945, principalmente gente perteneciente a la religión judía, pero también gitanos o polacos, rusos, húngaros, entre muchos otros. Y hubo otros campos donde se hizo lo mismo, para llegar a la aterradora cifra de seis millones de muertes.

Una cosa es haber oído o visto fotos de lo que allí ocurrió, pero créanme que nada se compara a verlo en persona. Visitar la inmensa máquina de asesinar que con gran meticulosidad y sentido de perfección fue diseñada y puesta a funcionar allí, sacude el alma. El testimonio es tan directo y conmovedor que deja a uno pensando en aquellos que decidieron y ejecutaron semejante crueldad. Produce terror el meditar a qué extremos puede llegar el ser humano cuando se lanza sin límites en la carrera del odio y la destrucción.

Caminé por los andenes de tren donde se separaba a los recién llegados, entre aquellos que servían para trabajar por unas semanas o meses, de los que serían enviados de inmediato a las dos gigantescas cámaras de gas que los aguardaban una a cada lado de las vías del tren, con las chimeneas de los hornos crematorios aullando y lanzando fuego y humo al firmamento. Lo que vi allí, no lo olvidaré jamás. Una montaña de latas vacías portadoras de los cristales que producían el gas venenoso, testigos mudos que señalan el punto en la historia donde millones de personas murieron del modo más cruel.

San Maximilano Kolbe

Allí, en medio de tanto horror, pude visitar el pabellón 11 también llamado “el lugar de la muerte”. Nadie que entraba allí salía vivo. En los sótanos de este edificio estaban las celdas especiales, destinadas a prisioneros que “merecían” un castigo o una muerte particularmente cruel. Allí pude ver el lugar donde murió San Maximiliano Kolbe, aquel sacerdote que ofreció su vida a cambio de la de un prisionero inocentemente condenado a muerte. Sin dudas que esta flor en este desierto me hizo pensar en todas las personas que murieron allí encontrando una oportunidad para reconciliarse con Dios en el dolor de semejante tragedia. Historias que sólo Dios conoce, pero que se pueden intuir al caminar por los interminables recorridos de ésta maquina de matar.

Dios vio el dolor que invadió mi alma, por eso hizo que a pocos kilómetros de allí pueda asistir a una maravillosa Misa dominical en el Santuario de la Divina Misericordia, en Cracovia. Y que luego, como gracia inmerecida, pueda visitar el convento donde Santa Faustina Kowalska tuviera las visiones de Jesús que originaron la devoción al Jesús Misericordioso. Su dormitorio, la Capilla donde ella acompañaba a Jesús Eucarístico, sus reliquias que pude besar como signo de unión en Cristo, todo olía a Dios. El Cielo baja a la tierra cuando uno comprende la trascendencia de lo que esta sencilla mujer vivió en ese lugar tan bendecido por Dios.

Con una diferencia de pocas horas, pude dar testimonio del más horroroso acto de maldad del que el ser humano es capaz, y en el otro extremo, de cuanto es Dios capaz cuando encuentra almas pequeñas y sencillas dispuestas a dejarse cubrir por Su Gracia. Faustina murió en 1938, los nazis terminaron su crimen en 1945. Con pocos años de diferencia, y en el mismo lugar, Dios quiso cubrir a la sufrida Polonia de muestras de Su Amor, para compensar el baño de sangre que allí ocurriría.

Sepamos que cada uno de nosotros, o nuestros hijos, en forma individual y personal, es en potencia tanto un santo como un criminal. Nada nos impide ser tan puros y comprometidos en el amor como lo fueron Faustina y Maximiliano, dos flores en el desierto. Y nada nos detiene si nos dejamos arrastrar por el sendero del odio y la maldad. En ambos casos tenemos el libre albedrío como don supremo que el Señor nos legó, para hacer de nuestra vida un canto a la Creación.

Faustina y Maximiliano están hoy en los altares de la Iglesia como signo de santidad, orientándonos nada más ni nada menos que al misterio de la Misericordia de Dios. Mientras tanto, el crimen de Auschwitz ha quedado grabado en la retina de la historia de la humanidad como una gigantesca mancha de sangre que no desaparece. Hoy quiero dar mi testimonio de ambas cosas, porque Jesús es el Camino, la Verdad y la Vida.

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Autor: Reina del Cielo