6 historias de vida que dan fe del poder de la caridad y el amor

«Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recibisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí. Entonces los justos le responderán, diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer, o sediento, y te dimos de beber?…» (Mateo 25, 36)

Debemos aprender a mirar con el corazón. Prender fuego: «En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! (Lucas 12, 49-53) «No tengáis miedo a las exigencias del amor de Cristo. Temed, por el contrario, la pusilanimidad, la ligereza, la comodidad, el egoísmo; dirigiéndose a cada uno, repite: «Contigo hablo, levántate» (Marcos 5, 41) (S.S.Juan Pablo II). Esto se refleja necesariamente hacia los demás: Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; porque el que no ama a su hermano, a quien ha visto, no puede amar a Dios a quien no ha visto». (1 Juan 4, 20)

La Caridad se hace concreta en el servicio a los hermanos

De esa relación con Dios, con su misma mirada, debemos aprender a mirar toda la realidad, a nosotros mismos y a los demás. Esa mirada de fe es camino seguro hacia la felicidad. Muchas veces, el S.S. Francisco nos recuerda que la Caridad implica «mirar a los ojos, tocar, hablar, abrazar el que sufre». Tener un contacto físico, oler a ovejas, ensuciarse los zapatos.

Además, esa caridad obra milagros. Transforma la vida de aquellos que son amados por Dios. Es el encuentro de Jesús consigo mismo. Acordémonos del pasaje del Buen Samaritano (Lucas 10, 29 – 37). Nosotros, saliendo al encuentro del hombre tirado en el piso, somos Cristo que sale a su encuentro. Pero el hombre mismo tirado a lo largo del camino, es Cristo clamando nuestro auxilio.

La Caridad es camino hacia la felicidad

La caridad es tan poderosa, la vida misma de Dios, que obra maravillas. Obra milagros en aquellos que se dejan tocar por el Señor, y, se disponen dócilmente a ser instrumentos de su gracia. Nos saca de nosotros mismos. Dejamos de mirarnos «el propio ombligo», y ser el centro de atención, para salir generosamente a servir y sacrificarnos por los demás. Esto tiene consecuencias incalculables, que pueden curar incluso enfermedades psiquiátricas.

Yo mismo soy testigo de cómo el «amor al otro Cristo que habita en su enfermedad» sana nuestra propia enfermedad y transforma la vida de muchos, de aquellos que padecen desde drogadicciones y vicios, hasta enfermedades como la depresión o angustias existenciales. Personas que creían haber perdido toda esperanza y entusiasmo para vivir, la recobran nuevamente, gracias al encuentro con Dios. Descubren un camino hermoso, lleno de alegría, hacia la felicidad. La caridad cristiana es camino seguro y auténtico para alcanzarla.

¿Dónde tienes puesto tu corazón?

Hay una condición fundamental que nos pide Cristo si queremos seguirlo en ese sendero hermoso del amor: el desapego de los bienes de este mundo. Aunque sean cosas buenas y necesarias, debemos tener la capacidad para desapegarnos de las seguridades, y muchas veces el sentido de nuestra vida, que depositamos en cosas materiales, para poder seguirlo con todo el corazón. Lo vemos claramente en el pasaje del Joven Rico (Marcos 10, 17 – 30), que se va triste, luego que Cristo le pide que venda sus cosas y, después de dárselas a los pobres, lo siga. No podemos seguir a dos señores (Mateo 6, 24 – 34) .

Finalmente, la persona que vive y es testimonio de caridad, convierte y arrastra a otros, personas que tan solo tengan una rendijita abierta en su corazón. Como dice el Evangelio, «Si tuvieras fe como un grano de mostaza» (Mateo 13, 31-35), moveríamos montañas de indiferencia. ¿Qué estamos esperando? El mundo está muriendo, cae a pedazos, y nosotros tenemos el tesoro más grande, la perla preciosa… no tengamos miedo y dejemos que Cristo entre en nuestros corazones. Hasta que «ya no soy yo quien vive, sino que sea Cristo quien viva en mí». (Gálatas 2, 20)

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Fuente: Catholic-link